Los extraños. Vicente Valero
quiso ser, pues, Pedro Marí Juan, abogado, sino militar ingeniero, pero de las circunstancias de esta decisión, qué dijo o qué no dijo el padre, si hubo asombro o desilusión en la familia de Morna, por qué escogió finalmente esta carrera, por influencia de qué o de quién, nada ha llegado hasta nosotros. Acabado el bachillerato, a los diecisiete años recién cumplidos, ingresó en la Academia de Ingenieros, que por entonces se encontraba en Guadalajara, en un viejo palacio remozado cien veces. Del joven cadete hemos podido saber que fue un buen alumno en Matemáticas, pasión que hemos heredado otros miembros de la familia, y que se interesó principalmente por las asignaturas de Mineralogía y Geología, así como por la de Fotografía. Fue también aplicado en Geodesia y Topografía, disciplinas de las que habría de ocuparse durante los dos primeros años de su primer destino africano. Pero por entonces la gran aventura de la aviación, aventura creciente en habilidad e ingeniería, era lo que con más intensidad apasionaba a todos los cadetes. A las aulas de la Academia acudían de vez en cuando para disertar y ser admirados antiguos alumnos como José Ortiz Echagüe, piloto de globo y pionero de la aerofotografía, o Alfredo Kindelán, el primer español en pilotar un dirigible, con su aura de expertos ingenieros y audaces innovadores. No se hablaba de otra cosa en aquel lugar más que de construir aviones o, al menos, de aprender los secretos de su mecánica. Se amaba el olor de los hangares y se miraba el cielo con envidia. Se soñaba con los desiertos, con la conquista de los océanos, con el silencio frío de las nubes. Constantemente llegaban noticias de aeroplanos perdidos en las dunas del Sáhara: durante algunos días los cadetes, preocupados, confiaban en que los pilotos aparecieran, rescatados milagrosamente por alguna cabila aliada, lo que, ciertamente, algunas veces ocurría, pero otras muchas no. Desde allí se vivió también, con ardor y con pesar, la guerra africana, que supuso, entre otras muchas pérdidas, la de doce aviones, algunos de ellos pilotados por quienes habían estado en la Academia hasta pocos meses antes, compartiendo la misma pasión voladora. Y mientras se soñaba con África, adonde finalmente irían a parar casi todos los cadetes poco tiempo después, porque era en estas regiones sometidas y rebeldes donde más iban a necesitar sus conocimientos, la disciplina castrense moldeaba a los soñadores, exigía siempre más de lo que podían dar, hasta convertirlos en mecánicos y constructores intrépidos. Así fue cómo cruzó Pedro Marí Juan la frontera entre la adolescencia y la juventud, entre los años 1917 y 1921, cada vez más lejos de la isla y de aquella otra isla más pequeña aún que era la casa paterna, allá en el remoto valle de Morna, por la que fue visto cada vez con menos frecuencia y hasta donde seguramente llegarían muy pocas cartas o ninguna. Siempre entre extraños, el adolescente solitario, cuya familia parecía habitar el rincón más perdido e inaccesible del universo, en vez de desarrollar la timidez o el solipsismo, tan propios de los isleños cuando se alejan de su isla, lo que hizo fue aprender a ganarse el afecto de sus compañeros y superiores, debido, en parte, a una virtud, tal vez innata pero seguramente ampliada por la necesidad, que lo acompañaría siempre, basada en la curiosidad extrema, minuciosa y auténtica por todo cuanto sucedía a su alrededor o en la vida de los demás, y que debió de convertirlo en un ser confiado en un mundo más bien hosco y rudo. (Pero puede también que esta virtud del abuelo, de la que he oído hablar tantas veces, no fuera más que simple inocencia, la misma que he podido apreciar en algunos de sus descendientes, ahora no viene al caso cuáles, y que de ningún modo, por la inoportunidad de sus consecuencias, podría considerarse exactamente como una virtud.)
De los días que, recién licenciado, pasó en la casa paterna, han llegado noticias que solamente podían ser alegres y festivas. Como una aparición, se presentó a principios del mes de junio de 1921, al menos dos años después de su última y también breve visita, con su nuevo uniforme azul y una maleta no muy grande, aunque bien cargada, y negra. Solamente de boca de las hermanas pudo llegarme la descripción de la reluciente guerrera, con fila de siete botones y emblemas del Arma militar —el castillo, la corona y las ramas de laurel y roble— colocados a ambos lados del cuello. El abuelo tenía los ojos azules, esto sí lo sé, como todas sus hermanas, aunque mucho más claros, sin embargo, que los que tenemos nosotros, los nietos y bisnietos, así que es fácil imaginar el efecto que provocaba aquella guerrera recién estrenada, tan ajustada al cuerpo del alférez que se diría que la hubiera llevado siempre. Hubo celebraciones, esto también lo sé, y los vecinos acudieron y compartieron el arroz, el cordero, el vino y todas las historias de la Academia que el protagonista quiso contar, en especial aquellas que causaban fácilmente la risa o el asombro. De aquellos días hablaron sus hermanas con admiración siempre y yo las escuché, repetidas, con admiración de nieto, buscando en ellas al hombre que también fue capaz de ser feliz aun habiendo muerto a los veintiocho años. El padre y la madre dieron entonces, complacidos y orgullosos, sus bendiciones al hijo, y le regalaron una cruz de oro que había pertenecido a no sé cuál de sus antepasados y que yo conservo ahora como reliquia tangible y cierta del extraño. Después de unos pocos días, cuando la emoción del encuentro fue diluyéndose y la familia continuó —como si el hijo y hermano no hubiera regresado, siguiera aún en su mundo lejano y casi inimaginable— con su rutina de trabajos en el campo, pero no sin antes haber recorrido, a veces en compañía de su hermana pequeña, Catalina, otra veces en solitario, los paisajes más queridos de la infancia, donde tuvieron lugar los juegos más recordados, como la torre árabe de Montserrat o la fuente y el estanque siempre lleno de ranas de Atzaró, ni sin haber visitado a algunos parientes ancianos o enfermos que ya no salían de sus casas, hizo la maleta, en la que ahora colocó bien doblado, como le habían enseñado en la Academia, su uniforme elegante, y se fue a la ciudad, donde buscó y encontró a algunos de sus antiguos compañeros del colegio valenciano, o a los hermanos de éstos, que habían acabado siendo como los suyos propios, con los que pasaría lo que quedaba del mes de junio, que era casi todo. Fue durante estas semanas festivas, dedicadas a la playa, a los bares y a los bailes nocturnos, cuando conoció a Nieves, es decir, a mi abuela, que por entonces era una adolescente que vivía en el barrio marinero de la ciudad, pues su padre, Antonio, era estibador, después de haber sido marino durante su juventud —hasta pocos años después de casarse—, y aunque el noviazgo no comenzó en estos días de junio, cabe suponer que sí la chispa del amor, porque hasta donde yo sé, desde entonces, todo fueron cartas y palabras enamoradas. Como tampoco he conocido a mi abuela, pues murió a los pocos años de nacer yo, el relato de aquellos amoríos no me ha llegado, aunque la fortuna quiso al menos que mi madre lograra conservar tres de aquellas cartas llenas de áridos perfumes del desierto.
Ninguna de aquellas tres cartas rescatadas, sin embargo, llegaron de Larache, el primer destino del alférez, ahora enamorado. Después de aquel feliz permiso insular lo que le esperaba era un paisaje diferente, una ciudad extraña, unos compañeros desconocidos, un cometido novedoso y, en definitiva, un territorio bien hostil, aunque ninguna de estas exigencias pudo haber inquietado a quien desde su infancia no había hecho otra cosa que enfrentarse en solitario a situaciones y circunstancias completamente nuevas. Por lo demás, África había habitado en sus sueños de cadete y ahora por fin tendría oportunidad de internarse en su oscura leyenda, con sus conocimientos técnicos adquiridos durante los últimos cinco años de su vida y su arrogancia de joven militar con ansias de aventura. En Larache, que era, desde que en 1911 desembarcaran las tropas españolas y pasara a formar parte del protectorado, una ciudad en permanente transformación, trabajó, en primer lugar, en las obras del aeródromo Auámara, y poco después en la ampliación de los cuarteles de Punta Nador, cerca del faro levantado por el ingeniero José Eugenio Ribera en 1914 —célebre por ser la primera torre construida con hormigón—, allí donde el río Lukus desemboca por fin en el Atlántico. En aquella ciudad llena de luz, de origen púnico, y en aquellos paisajes solitarios, pasó casi tres años ininterrumpidos, entre 1922 y 1924, adquirió experiencia al lado del capitán de Ingenieros Roberto Lazos, aprendiendo todo cuanto era necesario saber sobre el terreno, desde la selección de materiales hasta el diseño apropiado de los barracones, puso en práctica sus conocimientos topográficos, pero sobre todo tuvo que aprender también a convivir plenamente en la atmósfera militar africana, en aquellos años difíciles en los que las hostiles tribus rifeñas desafiaban constantemente el despliegue y el poder coloniales. Pero de Pedro Marí Juan en Larache nada más puede decirse, solamente que el mismo día en que abandonó para siempre aquel lugar de África viajó por fin a su isla para poder encontrarse de nuevo con Nieves, con quien se había prometido en sus cartas y a la que decía