Los extraños. Vicente Valero

Los extraños - Vicente Valero


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pedestal de piedra representa precisamente a un ligero Breguet 14 como los que consiguieron hacer volar aquí franceses y españoles a finales de los años veinte y principios de los treinta. Cuando Antoine de Saint-Exúpery, piloto aventurero, escritor que por entonces había escrito muy poco y publicado nada, llegó a Cabo Juby para ocuparse, como máximo responsable, de la base de la Aéropostale, el teniente Marí Juan llevaba sólo tres semanas en aquel lugar y aún no había podido empezar los trabajos, pues, aunque buena parte del material que necesitaba ya había llegado por barco desde Las Palmas, la contratación de trabajadores bereberes, sin embargo, estaba resultando complicada. La llegada del francés fue entonces decisiva. En la primera de las tres cartas que se han conservado del abuelo, y como sólo he podido comprender al cabo de muchos años, después de buscar y encontrar noticias sobre la vida en Cabo Juby durante aquel tiempo, se menciona la afortunada intervención en este mismo asunto del recién llegado jefe de estación, del que no se apunta su nombre —no importaba para nada, ya que nadie lo conocía—, una ayuda caída del cielo, desde luego, que permitiría llegar a acuerdos satisfactorios con alguna de las ariscas tribus del lugar, ya fuera porque Saint-Exupéry les inspirara a éstas, imposible saber por qué, más confianza, o ya porque tuviera algún talento negociador o embaucador que consiguiera hacerlo todo más fácil. Todos los datos parecen apuntar a que el teniente de Ingenieros y el jefe de estación iniciaron de este modo una relación necesaria y útil para ambos durante aquel año de trabajos: el tiempo que se tardó en construir los hangares y mejorar en lo posible las condiciones del aeródromo, habitualmente invadido por las dunas. Solamente son tres las cartas conservadas, como ya se ha dicho, de manera que uno quisiera pensar que en las que se perdieron se habló profusamente de esta relación, de sus conversaciones medio en español medio en francés, y quién sabe —me he repetido a mí mismo muchas veces— si el abuelo hasta llegó a saber que aquel hombre, sólo dos años mayor que él, cuando no volaba hasta Villa Cisneros o Dakar, o compartía vinos en la cantina con sus compañeros, se encerraba en su habitación —residía también en el fortín, con los militares españoles— para escribir las primeras páginas de su libro Courrier du Sud, aunque aquí quienes están informando son, claro, solamente los deseos del nieto, o lo que es lo mismo, mi manera de dibujar al extraño con trazos más gruesos. Ni una palabra más sobre el piloto en las otras dos cartas conservadas, ni apenas sobre los aviones con los que tanto había soñado en su dormitorio de cadete, pero sí sobre lunas extraordinarias y oleajes temibles, sí sobre medusas gigantes y alaridos del viento, sí sobre tormentas de arena y noches profundas y estrelladas, sí sobre el miedo a no volver nunca más. Tampoco por el abuelo, pero sí por Saint-Exupéry, por las cartas que éste envió a su hermano y a su madre, averiguamos hasta qué punto, salvo que al escritor se le hubiera ido la mano exagerando, Cabo Juby era una plaza peligrosa. En ellas se habla constantemente de lluvia de balas hostiles, de alambradas que conviene no traspasar si se pretende seguir con vida, de crueles secuestros, de tribus nómadas enfrentadas entre sí, de chacales en la oscuridad. Por estas otras cartas ajenas sabemos también que, entre los peones contratados, hubo algunos esclavos negros, propiedad de los bereberes, que por lo visto trabajaban más que nadie, y a los que ni españoles ni franceses, por más pena y compasión que llegaran a sentir, pudieron, sin embargo, ayudar como hubieran querido, es decir, consiguiendo para ellos la libertad, pues cualquier acción en este sentido hubiera desembocado, bien sûr, en un conflicto mayor… También Antoine de Saint-Exupéry se ocupa en su expresiva correspondencia desde Cabo Juby de sus aventuras aéreas por el desierto, siempre entre miles de balas y averías inoportunas en tierra de nadie, aventuras peligrosas que parecen ir de las cartas a la novela que ya estaba escribiendo y de la novela otra vez a las cartas, como si se le hubieran traspapelado todas las hojas en uno de aquellos golpes de viento arenoso. En unas hojas y en otras, al piloto escritor, o al escritor piloto, lo vemos de pronto, como en alguna de aquellas películas mudas de la época, en rápidas y cómicas secuencias, cazar leones, salir después a buscar camaradas perdidos y a rescatar aviones, invitar a tomar el té a algunos jefes de cabilas a los que considera amigos, admirar la sutileza del camaleón que cuida como mascota en su dormitorio, para acabar jugando tranquilamente al ajedrez con los oficiales españoles. Y, como en las cartas del teniente Marí Juan, también en las de Saint-Exupéry asoma de vez en cuando la nostalgia de una vida placentera y fácil, el deseo de regresar a casa y de terminar por fin con aquel lugar llamado Cabo Juby.

      Y bien, uno quisiera entonces, como no podría ser de otra manera, que nuestro extraño hubiera compartido con aquel aventurero mucho de lo que éste cuenta en sus cartas y en las páginas de su novela, o que al menos hubiera guardado en su memoria un puñado de anécdotas para su hija y para sus nietos, para cuando Antoine de Saint-Exupéry llegara a ser célebre y sus desiertos, sus aviones y su principito poblaran la imaginación de los lectores. O que también hubiera podido escribir, muchos años después, desde la distancia que todo lo convierte en un conjunto de amables sensaciones de juventud, aquellos recuerdos de los días de Cabo Juby, como sí pudieron hacer otros, el capitán Ignacio Hidalgo de Cisneros, por ejemplo, digno aventurero también de su tiempo, que por fin llegó en marzo de 1928 con su escuadrilla de tres aviones para quedarse y compartir con la compañía francesa el aeródromo y los nuevos hangares. Uno quisiera ver entonces también a nuestro extraño, y es así como empecé a verlo mientras regresaba en avión desde El Aaiún —después de haberme despedido de Idir y de su extensa familia, después de abandonar por fin y para siempre aquellas tristes ruinas del desierto—, envuelto en las divertidas anécdotas que aquel capitán español contaría décadas después —cuando, ya general y tras haber sido Jefe de la Fuerza Aérea Republicana, vivía exiliado en Bucarest— sobre la vida extrema, insoportable, en Cabo Juby, pero sobre todo también a propósito del valiente y extravagante jefe de estación francés. O quisiera incluso que se hubiera subido para volar alguna vez, con todos sus peligros, en uno de aquellos ligeros Breguet 14, sí, porque qué es, en definitiva, un abuelo, y más un abuelo que no hemos conocido, sino un ser en el que podemos confiar plenamente y del que esperamos siempre el mejor de los relatos. ¿Lo hizo? Aquí, en estas páginas, por supuesto, podríamos hacerlo volar hasta Dakar o Agadir, llevarlo hasta aquel cielo ardiente para que pudiera contemplar toda la belleza desolada del desierto en su máxima extensión, toda la fuerza solemne del Atlántico, pero lo único que sabemos cierto de él es que, por aquellos días de marzo, cuando la esperada escuadrilla del capitán Hidalgo de Cisneros se había instalado en el fortín, ya se encontraba gravemente enfermo. Había conseguido pasar las navidades con su familia, con lo que pudo de esta manera conocer a su hija recién nacida, y a su regreso a Cabo Juby, a principios del mes de enero de 1928, según parece durante el mismo viaje —largo y poco saludable trayecto en barcos, primero hasta Barcelona, después hasta Las Palmas y, finalmente, hasta Cabo Juby— enfermó de neumonía. Aquél fue un invierno muy duro que no lo ayudó a recuperarse, solamente leves mejorías transitorias que terminaban, al poco tiempo, en recaídas más agudas. Pasó buena parte del mes de febrero encerrado en su habitación húmeda, azotada constantemente por las olas, con fiebre alta y tos, y sólo cuando empezó a escupir sangre, el médico del fortín decidió trasladarlo al hospital militar de Las Palmas —lo que no pudo haber ocurrido inmediatamente, salvo que hubiera sido llevado en uno de aquellos aviones franceses o españoles—, desde donde pocas semanas después, por su empeño personal, y aprovechando uno de aquellos leves pero engañosos mejoramientos, viajaría de nuevo —también en penoso trayecto de barcos sucesivos—, hasta su isla, tal vez con la intención de morir en paz, porque todo cuanto ocurrió desde su regreso no invita a pensar en otra cosa. Desembarcó con fiebre, tosiendo, más flaco que nunca, con la piel amarilla, cargando con aquella misma maleta negra, aunque ahora menos pesada, con la que había llegado unos años antes para celebrar con los suyos el final de su etapa en la Academia. Era ahora el mes de mayo, sus primeros días, y hacía calor, no todo el calor que puede llegar a hacer en el Mediterráneo, pero sí un intenso calor diurno que por las noches se convierte en pura humedad fría. Parecía como si la guerrera le viniera muy grande y sus ojos fueran menos azules. La pequeña y joven familia que había fundado un año antes se trasladó con él a la casa paterna de Morna, donde el enfermo recibió también las atenciones de sus padres y de las hermanas que aún no se habían casado y continuaban, por tanto, viviendo allí, atenciones que no sirvieron de mucho, o tal vez sólo como consuelo, pues el hijo, el hermano, el marido y ahora también el padre moriría por fin, con fiebre y delirando, escupiendo


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