Los extraños. Vicente Valero
de vuelo entre Madrid y El Aaiún me dediqué a pensar o más bien a hacer cábalas sobre la manera como el abuelo debió de llegar por primera vez hasta Cabo Juby a principios de 1927, si lo haría por mar, tal vez desde Málaga o Las Palmas, o por tierra, bordeando la costa atlántica, es decir, descendiendo por la frontera natural que separa, primero el océano de las cumbres del Atlas, después el océano del desierto, a través de caminos infames, desde Tánger o Larache. El Aaiún, hoy una ciudad bien poblada, aunque deprimida y sucia, ubicada a menos de treinta kilómetros de la costa, junto al cauce seco del río Saguia el Hamra, ni siquiera existía en 1927, como tampoco existía aún Sidi Ifni, mucho más al norte y ya fuera, aunque no lejos, de las líneas fronterizas saharauis. Ambas ciudades, que serían, durante las siguientes décadas, y hasta principios de los años setenta del pasado siglo, relevantes en el imaginario militar español de África, tal como su trazado y su arquitectura muestran todavía, fueron fundadas en los años treinta, no así Villa Bens, hoy Tarfaya, ni su cuartel de Cabo Juby, que no llegaron a ser nunca plazas principales pero sí estuvieron más o menos ocupadas durante los años veinte, desde que el teniente coronel Francisco Bens, célebre administrador colonial del remoto Río de Oro, al sur del Sáhara, decidió incorporar al protectorado, por su cuenta y riesgo, como suele decirse, estos y otros pedregales solitarios del desierto. En el aeropuerto de El Aaiún me esperaba Idir, que fue quien me animó a viajar hasta allí y quien me condujo al día siguiente, en el destartalado coche de un primo suyo, hasta Cabo Juby, situado a poco más de cien kilómetros al norte. La primera vez que Idir y yo hablamos de la posibilidad de este viaje fue a principios del año 2004, mientras él reconstruía unas paredes de piedra que una lluvia intensa y persistente había derribado en una finca cercana a la nuestra. Como yo estaba por entonces interesado en conocer la técnica tradicional de construcción de dichas paredes, técnica antigua que no utilizaba, por supuesto, el hormigón, sino una simple masa de cal y arcilla casi imperceptible, me acerqué a él y a su cuadrilla de peones, bereberes también como él, y así iniciamos largas conversaciones que empezaron con la selección y el tratamiento más adecuado de la piedra caliza y desembocaron en las arenas legendarias de Cabo Juby, que tanto Idir como los otros miembros de su equipo de albañilería conocían sin haber estado nunca en ellas, a través de remotas historias escuchadas en El Aaiún, ciudad donde habían nacido y crecido todos ellos, y a la que dos o tres años después de nuestro primer encuentro iban a regresar con la intención de fundar un negocio y de quedarse a vivir allí definitivamente con los suyos. Idir, afable conversador, enamorado de su tierra, me llevó primero a su casa, donde me esperaba su extensa familia y una comida generosa; dimos después un paseo por la ciudad, repleta de edificios descascarillados y plazas españolas donde sesteaban algunos perros flacos, para finalmente volver al piso estrecho pero bien apañado donde los niños corrían y gritaban a su antojo. A las ocho de la mañana del día siguiente ya estábamos en camino, viajando por una carretera desde la que casi siempre se veía el océano, a menudo con sus viejos cargueros varados y oxidados en la costa, y por la que, al menos aquel día y a aquella hora, circulaban muy pocos coches: la carretera del desierto. Era el mes de noviembre, así que no pasamos mucho calor, aunque el sol lo invadía todo con fuerza y el desierto se extendía, a nuestra derecha, como un horizonte interminable y monocorde, del color de la piedra muerta y del viento enloquecido. Para Idir aquél era también un viaje extraño que seguramente no hubiera hecho nunca de no haber sido por lo que él creía que era, en un sentido muy amplio, desde luego, el deber de la amistad, aunque curiosidad sincera no le faltaba tampoco, como pude comprobar desde que salimos de El Aaiún, con sus preguntas insistentes y nunca satisfechas a propósito de mi abuelo, de su estancia en aquel lugar tan solitario y, en definitiva, de mis intenciones en general con aquel viaje y aquella extraña historia. El coche era lento, como la carretera oscura lo era también, y todo discurría entre remolinos de arena, bajo un cielo muy blanco, hasta que por fin llegamos a Tarfaya, un pequeño y triste poblado al lado del mar, y a Cabo Juby, un lugar mucho más desolado aún de lo que yo había imaginado, cubierto por la arena y salpicado por las olas.
En lo que hoy no son más que las ruinas de Cabo Juby, Pedro Marí Juan pasó un año, el último de su corta vida, desde la primavera de 1927 hasta la de 1928, ahora ya como teniente de Ingenieros, grado máximo que llegaría a alcanzar. Aquel mismo año de su llegada, sólo dos meses antes, a principios de febrero, se había casado con Nieves, es decir, con su prometida desde hacía unos pocos años, mi abuela, quien, por supuesto, se quedó en su casa —en casa de sus padres—, en el barrio marinero de la ciudad de Ibiza, y no viajó al desierto con su marido. Desde que abandonó Larache en 1924 y hasta su nuevo destino, tres años después, en Cabo Juby, del extraño solamente se suponen trayectos, idas y venidas, cartas de amor tristes o apasionadas, uniformes sudados, llenos de polvo, y que estuvo, en fin, destinado en algún otro lugar que no sabemos, seguramente también de África, pero que allá donde estuviera aquel otro lugar desconocido consiguió ascender de grado para alegría y orgullo de todos. Peores plazas que la de Cabo Juby no podía haber muchas, sin embargo; es lo que primero me vino a la cabeza mientras contemplaba los fragmentos inútiles de los barracones hundidos en las dunas, los muros azotados por el viento del Atlántico, el viejo fortín ennegrecido entre la espuma del mar. Ni las almas de los ahogados pasearían por este lugar inhóspito, este lugar en ninguna parte, campamento sin fantasmas ni recuerdos. Cada nueva fotografía que tomaba se parecía a la anterior y a la siguiente: todas captaban el frío solamente, la humedad de los años, las piedras que asomaban para herir y para ser olvidadas. Cabo Juby, Cabo Juby, ¿para qué viniste al mundo con tu hermoso nombre en medio de la nada? Y, sin embargo, las tres únicas cartas del abuelo conservadas en el cajón de la cómoda nos hablan también de noches claras y diáfanas, de quietud misteriosa, de gratos encuentros y conversaciones animosas, de sueños ardientes, casi irreales. No había, cuando llegó a este lugar, más que un pequeño destacamento de Infantería encerrado en el antiguo fortín español, más conocido como Casa del Mar, o también Casa del Inglés —en honor de un viejo loco, Donald Mackenzie, que en realidad era escocés, y que estableció allí un almacén con productos llegados de Dakar, a finales del XIX—, un grupo de hombres jóvenes, aburridos y desconfiados, con la cabeza rapada, porque había que evitar a toda costa unos cabellos siempre llenos de arena, al mando de un viejo teniente coronel, y ocupados únicamente en la seguridad del rudimentario aeródromo que, por entonces, sólo hacía servir una compañía comercial francesa, la Aéropostale, la cual, desde hacía un año y medio, había decidido establecer su base en aquel solitario paraje, por increíble que pueda parecernos ahora y pudiera tal vez parecerlo ya en aquel tiempo. A este lugar fue enviado nuestro extraño para construir unos hangares y para acondicionar la pista del aeródromo, pues estaba previsto que llegaran hasta allí para quedarse, como ocurrió un año después, la escuadrilla española del capitán Ignacio Hidalgo de Cisneros, compuesta por tres Breguet 14 A2, con el objeto de proteger la aviación comercial del Sáhara. Y si aquello no era un castigo para todos, una pesadilla hecha realidad, qué otra cosa podía ser. Para todos, menos, tal vez, para los franceses, que habían escogido aquel lugar por sus virtudes estratégicas, con la alegre confianza de que, desde allí, algún día no muy lejano, conseguirían pasar a la Historia volando hasta Buenos Aires, como así ocurrió ciertamente. Con alimentos que, un par de veces al mes, traía un barco desde Las Palmas, aquel grupo de hombres sobrevivía mientras mataba las horas jugando a las cartas en la cantina, disparando a las gacelas que se acercaban hasta la alambrada y observando las llegadas y salidas de los ligeros aparatos franceses, y siempre inmersos en la misma y monótona atmósfera con olor a gasolina, a aceite y a camellos, masticando arena y sudando salitre. Había poco contacto con los bereberes, que también se acercaban hasta la alambrada, a veces para intercambiar alimentos y a veces no se sabía para qué. La desconfianza era mutua, como puede suponerse, y aquella relación transitaba siempre entre las mayores dificultades, si bien la mayoría de las anécdotas, simpáticas o desagradables, provenía de aquel mismo encuentro entre hombres perdidos en aquel lugar también perdido y olvidado.
Fue Idir, mi acompañante y amigo, el primero en descubrir, aquella misma mañana de noviembre, el monolito levantado en honor a Antoine de Saint-Exupéry, porque yo andaba demasiado ocupado tanto con las fotografías como intentando reconstruir con la imaginación el ruinoso fortín y la desaparecida pista para los aviones, y, de hecho, hasta me había olvidado completamente, a pesar de que, sólo una hora antes, durante el trayecto en coche, le había hablado de su existencia.