La transmigración de los cuerpos. Yuri Herrera

La transmigración de los cuerpos - Yuri Herrera


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se puso de rodillas, y cuando empezaba a hacerle a un lado las bragas escuchó que la Tres Veces Rubia preguntaba ¿Cómo me llamo?

      Él alzó la cabeza, barajando vertiginosamente media docena de respuestas idiotas.

      Tú tampoco sabes cómo me llamo yo.

      No es lo mismo, malandrín.

      Tuvo el buen tino de no dejar de mover sus dedos mientras duraba el diálogo y al cabo de éste la Tres Veces Rubia ya había dejado de preocuparse por los nombres y él dejó que su lengua fiesteara como fiestea la lengua cuando no le piden verbo. En cuanto sintió que ya no tenía que pedir permiso le quitó la tanga y se desnudó por completo y la atrajo por las caderas pero ella dijo ¿Y el condón?

      El hijo de puta condón. Él mismo se había hecho la pregunta y él mismo se había dicho No estés chingando ahora.

      Se puso los pantalones de vuelta, dijo No te muevas.

      Salió descalzo al pasillo. No se veía al estudiante anémico por ninguna parte.

      Entró a su casa repitiendo el mantra del buen jarioso:

       Por favor, por favor, por favor

       Ése mi yo borracho

       Ése mi yo pendejo

       Ése mi yo que nunca nunca nunca sabe dónde dejó nada

       Permite que haya salvado uno

       Al menos uno

       Lubricado o corrugado

       De color o de sabor

       Extra grande o ajustado

       Por favor

       Santo Santo de los jariosos

       Dame un condón

      Pero él sabía que no había. Ya había utilizado esa oración la última vez, meses atrás, y había encontrado uno debajo de la cama, refulgente cual héroe patrio. El último. Ya no era tiempo de héroes ni de milagros. El espanto que le había regalado tantas horas de intimidad mostraba el lado virulento de la cara. Anda, ve y corre a la tienda, galán.

      Casi al frente había una botica atendida por unos viejitos que todavía envolvían los condones y las toallas sanitarias en papel de estraza para que el cliente no se avergonzara al salir, pero en la fotografía mental de esa mañana recordó la cortina metálica abajo. Trianguló el barrio en su cabeza, ubicó tienditas y farmacias aledañas y se dijo Voy vengo, cómo chingaos no. Salió de su casa y antes de entrar a la de la Tres Veces Rubia vio que en la puerta al final del pasillo el estudiante anémico lo miraba con ojos de vidrio encendido antes de salir.

      La Tres Veces Rubia seguía extendida sobre el love seat, mirando las sombras de la vela en el techo. Le repitió lo que se había dicho:

      Voy vengo, hay una farmacia aquí cerquita.

      Ella se incorporó sobre el sillón.

      No, no, no, cómo vas a salir con eso allá afuera, ni que estuviéramos tan urgidos.

      Evidentemente no sabía nada de él. No le habría hecho caso en otra situación, pero la situación actual era, más que la epidemia, que la Tres Veces Rubia estaba desnuda ahí, frente a él, insistiendo Ven, y eso era lo que había, no farmacias ni condones: clausura y una mujer llamándolo.

      Me doy, como los luchadores, se dijo. Se acercó y se avorazó sobre su lengua mientras volvía a desvestirse y luego ella dijo Aquí estamos incómodos y lo llevó a la habitación donde al principio todo fue que ella se dejara adorar la piel descascarada y muy tres veces tersa y que él le pasara los labios por encima y los dedos por adentro, pero luego ella le dio también mucha mucha boca en su verga sin verbo; se revolcaron apretándose las espaldas flacas y carnosas, las nalgas redondas y estrechas, hasta que puesto ahí en medio la sintió tan tibia y tan lista y tan presente que se la metió. Valió la pena, cualquier pena, sentirla jalándole la verga desde el centro del cuerpo, aunque fuera por un instante. Lo hizo rápido, pero en el lapso que le tomó hacerlo vinieron y pasaron un millón de epidemias en ciudades desiertas, en las que sólo se escuchaba una exhalación profunda y ella, otra vez, lo miró como si él hubiera hecho algo imperdonable, que por un momento larguísimo no quiso detener: lo apretó con los labios de su sexo, con las piernas, con las uñas, y luego dijo, con una voz casi inaudible pero sólida, Salte.

      Se salió y se echó al lado de ella. Creyó que le diría que se largara, y se repitió lo que tantas veces en circunstancias distintas se había dicho: Todo lo bueno es un pedazo de algo horrible. Pero en vez de gritarle, ella alargó una mano, prendió su verga, la apretó y la acarició a conciencia hasta que él se vino, aunque le pedía Espera, deja de moverla, porque tenía esperanzas de quién sabe qué.

      Soñó. Entre la sucesión de imágenes que en el sueño repetían su día de cruda y medias luces apareció como otras veces un perro negro, pero ahora el perro negro, peludo y mojado, zarandeaba el lomo enérgicamente, despedía agua como un lago hecho pedazos, y en cada aguja de agua que salía disparada sentía que él, el animal que a la vez era él, se aligeraba cada vez más y cada vez más, hasta que despertó, tan leve que sentía que tocaba el techo.

      Ella seguía a su lado. No había dejado de saber durante la noche que la tenía ahí. Ni siquiera cuando era un animal disparando agujas de agua, ni entre la repetición de las luces al fondo del pasillo, ni en el rostro del estudiante anémico mirándolo por última vez, había dejado de saber que ahí estaba ella, cuchareada en su cuerpo; pero se lo dijo de nuevo: ahí estaban, bajo la misma cerradura.

      Comenzó a acariciarla de curva a curva. Escuchó el refrigerador cargar detrás de la puerta y le entró pánico porque había vuelto la luz y temió que ella fuera a encender una lámpara y lo viera: escuálido, arruinando su colchón como arruinaba los trajes, y por eso cuando la sintió que se despertaba le hizo sh sh y metió la mano entre los muslos para irle despertando el sexo muy suavecito, desperezándolo nomás. Casi sin desplazarla siguió moviendo su mano y conforme ella gemía la movía un poco más y entonces sintió que se le quitaba la pena y también sintió que derrotaba la frase que sus primos cábulas se decían entre sí cada vez que veían a una hembra deliciosa: No, tú qué vas a hacer con todo eso.

      La sintió reconcentrar y desahogar el cuerpo y luego languidecer de nuevo pero despierta a lo bien.

      A que tú no puedes así, dijo ella después de un rato.

      ¿Qué?

      Veo colores. De chiquita sólo era una luz muy fuerte, pero ahora veo luces de colores.

      ¿Cuáles viste ahora?

      No sé. Son colores pastel. Cuando se apagan se me olvida.

      Así quería quedarse. Que me entierren así, que me echen las paletadas así, con la boca abierta y asobinado, se dijo. Que me entierren, que me coman, que me quemen, que me merquen, que me marquen, que me escondan. Si quieren que me amuelen, pero que sea así.

      De repente, como un movimiento involuntario, la culpa.

      Lo de ayer era en serio, soltó, Lo dije para convencerte pero era en serio.

      Ella no respondió.

      ¿Estás enojada?

      ¿Lo de que cómo sería el mundo si todos nos hiciéramos cariñitos y eso?

      Sí.

      Tst, ya sé. ¿Qué pensabas? ¿Que soy tonta? Así es cuando uno está coqueteando, ¿no? ¿Para qué sales con eso ahora? Bobo.

      ¿Para qué? Tenía razón.

      Es que estoy acostumbrado, así es mi chamba, pero contigo no quería hacerlo. ¿Sabes en qué trabajo?

      Sí.

      Se incorporó y fue él quien encendió la lamparita del buró para mirarla:


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