El día que murió Kapuscinski. Ramón Lobo

El día que murió Kapuscinski - Ramón Lobo


Скачать книгу
Conocía a dos porque habíamos ido juntos al colegio. Me dejaron tirada en el campo. Tenía sangre en las piernas. Antes de largarse me advirtieron: “Si nos denuncias, te mataremos”. Aquel acto repugnante me dejó mutilada. Acabo de cumplir veintitrés años y he tenido tres novios. Les daba largas, les decía que quería llegar virgen al matrimonio y esas cosas de los pueblos. Solo cedí ante el último, ya en París, que no dejaba de suplicar. En cuanto me penetró lo eché de mi vida. Beirut me ha ayudado a relativizar. Pienso en las historias de Sabra y Chatila que he oído contar a Tobias Hope en la oficina, de cómo los falangistas se divertían con los palestinos, de cómo obligaron a una abuela a arrojarse desde un balcón si quería salvar a su nieto de siete años. La mujer se tiró, y antes de rematarla en el suelo le dispararon al nieto en la cabeza. De cómo metían las bocachas de sus fusiles en las vaginas de las más jóvenes. ¿Dónde sitúo mi desgracia en medio de esta barbarie? Hice bien en dejar el pueblo e instalarme en la capital. Fue otra manera de contextualizar. Mi mente ordenó olvido, pero mi cuerpo se resiste a perdonar. Tobias Hope no es guapo, tampoco feo, y es tímido y dulce pese a esa máscara de tipo duro que lo protege. Parece escapado de un cuadro de El Greco. Al menos sé que le gusto. Y me gusta. Me ronda en silencio en sus visitas a la oficina. La explosión le ha ayudado a romper el hielo.»

      —Buenos días, señor dormilón —dijo Delphine tras besarlo en la frente—. Aquí tiene su majestad el desayuno.

      Él se incorporó entre quejidos:

      —Tengo excusa, acabo de sobrevivir a un ataque. Creo que he pasado la noche boxeando con George Foreman. Estoy peor que ayer.

      —Son las agujetas. Se te pasarán en unos días.

      —No sé si lo he soñado, pero creo que anoche hice el ridículo. No dio tiempo a nada.

      —Lo soñaste, Puta Esperanza.

      —Parecía tan real... Soñé que me corría en tus tetas.

      —Tetas, Foreman... No está mal para tu primera noche de tu segundo nacimiento.

      Beirut fue la primera guerra de Roberto Mayo tras vivir la caída del sha en Teherán y el inicio de la guerra del Chat el Arab entre Irán e Irak. Su idilio no empezó bien. Llegó dos días después del atentado contra la embajada de Estados Unidos ocurrido en abril de 1983. Murieron sesenta y tres personas. Lo reivindicó la Yihad Islamiya, germen de lo que sería Hezbolá. Tobias Hope le confesó que él también acababa de aterrizar. Su primer vínculo fue la sinceridad. Se hicieron amigos. Era fotógrafo, divertido y tenía contactos. Había pasado cuatro meses en Líbano en el verano de 1982 y entrado el primero en los campamentos palestinos masacrados. De madre judía, se sentía desconectado del Israel posterior a 1967, y conmovido hasta los tuétanos por un Holocausto que le robó a un abuelo y dos tíos, sentimientos que consideraba compatibles. A Mayo le gustaron sus dotes de imitador. Podía expresarse en un árabe apócrifo, deformar el francés y el inglés en diversos acentos, reales o de dibujos animados, y reproducir el habla de personajes famosos. Tenía talento.

      Al intensificarse los secuestros de franceses, británicos y estadounidenses, Tobias Hope decidió cambiar su identidad por segunda vez. Ser francés y tener origen judío podía costarle la vida. Un falsificador de Beirut Este, de quien fue amigo toda la vida, le fabricó tarjetas, pases de prensa, credenciales de todos los bandos y un pasaporte que podría haber pasado por auténtico en el resto del mundo si no hubiese sido por la nacionalidad elegida. Su nuevo nombre era Puta Esperanza, escrito en castellano. Fue la elección más lógica, debido a su manera de hablar. Sentado en el taller de El Falsificador, en el barrio de Tarik al Jadid, cerca de la Línea Verde, descartó ciudadanías estimulado por su vis cómica. «¿Ruso? ¡Jamás! Demasiado vodka, y además odio al puto Stalin.» Al final se decantó por la ficción: ser ciudadano de Blefuscu, enemigo de Lilliput, que en la obra de Jonathan Swift correspondía a Francia enfrentada a Inglaterra. El motivo de la antipatía entre Blefuscu y Lilliput ayudaba a cruzar controles. A los milicianos, ya fueran chiíes o suníes, libaneses, sirios, iraníes, iraquíes o libios, les parecía razonable el motor de la pelea entre ambos estados, pero nunca consiguieron averiguar si favorecían el cascado del huevo por los polos o por el ecuador. En los países arruinados por dictaduras y guerras, la indefinición salva vidas.

      El atentado contra la embajada de Estados Unidos había puesto a Líbano en el mapa informativo. Charles Langer, jefe de la oficina de Associated Press en Beirut Este, contrató a Hope como fotógrafo y a Mayo como ayudante local. No pagaba mucho, pero les permitió quedarse seis meses. Firmaron buenos trabajos sobre la retirada en julio de los israelíes, a quienes acompañaron hasta el río Awali, al norte de Sidón. El 21 de octubre decidieron pasar el fin de semana en Damasco. Necesitaban desconectar. El domingo se produjo el doble ataque suicida contra las tropas de Estados Unidos y Francia. Murieron 241 estadounidenses y 58 paracaidistas franceses, la mayor matanza de marines en un solo día desde la Segunda Guerra Mundial. Regresaron esa misma mañana a Beirut. Nadie se había dado cuenta de su ausencia, ni siquiera Langer:

      —¿Venís de la calle? —preguntó al verlos.

      —Sí, claro, pero tenemos que volver a salir. Hope se ha quedado sin película —respondió Mayo.

      —Bien. Tú quédate y escribe una nota. Tú, coge todos los carretes que puedas. Quiero las mejores fotos.

      Mayo dudó si debía confesar la verdad y jugarse el trabajo o darle al jefe lo que pedía. Tobias le musitó al oído:

      —A la mierda los principios, tío. Esto es un puto agujero moral. Considéralo una excepción.

      Escribió una crónica garciamarqueziana, rica en descripciones y datos. Tuvo suerte de que los aparatos de televisión que había en la oficina estuvieran emitiendo imágenes de lo ocurrido. Un par de cables que pudo leer a hurtadillas, los controles militares que vieron al regresar por la carretera y las conversaciones de Langer con la sede de Nueva York le permitieron armar un texto de dos mil quinientas palabras que recibió numerosos elogios. Las siguientes crónicas, ya en la calle, resultaron estremecedoras. Se publicaron en cientos de periódicos suscritos al servicio de la agencia. Gracias a ese trabajo, empezó a colaborar en el 60 Minutes de Don Hewitt. Meses después recibió una llamada de Jon Barnard interesándose por su situación.

      —Me ha dicho Sal Lefrak, un viejo amigo, que estás lo suficientemente cuerdo como para confiar en ti, y lo suficientemente loco como para esperar un material de primera. Me gusta lo que haces en CBS. Hewitt me da permiso. Te compartiremos, al menos durante un tiempo. Puedo ofrecerte cien dólares diarios, el pago de un alquiler razonable y algunos gastos que no incluyan bebidas alcohólicas. A cambio quiero tres crónicas cojonudas a la semana y un gran reportaje cada dos meses. Si estás de acuerdo, firmaremos un contrato que te haré llegar.

      Cuando colgó, Mayo lanzó un aullido, las piernas flexionadas y los brazos en alto como si acabara de marcar el gol de la victoria en la final de un Mundial.

      —De puta madre, tío —dijo Tobias tras escuchar la noticia—. Necesitarás un fotógrafo.

      —¿Se te ocurre alguien?

      —Hay uno por aquí a quien todos llaman Puta Esperanza. Además, habla cualquier idioma. Es un chollo, te ahorrarías el traductor.

      —Pero si no hablas árabe, solo te lo inventas.

      —Por cierto, ¿quién es ese Sal Lefrak? Le debes el trabajo.

      Mayo se quedó mirando el whisky que se acababa de servir, maldijo la tacañería de los minibares y respondió:

      —Lefrak es un espía.

      5. Beirut, 1985-1989

      Les costó dejar el Cavalier. Había sido su hogar, mientras que el hotel Commodore se mantenía como oficina-bar. Mayo alquiló un piso en el edificio Saad, donde vivía David Henne. Era económico porque estaba cerca de la Línea Verde. Aún no sabía que las milicias chiíes capturarían a su amigo cerca del portal en enero de 1987 y que lograría escapar a los sesenta y dos días de cautiverio. Los secuestros eran una preocupación sumada a los obuses y a las balas. No existía un patrón, porque el objetivo


Скачать книгу