El Capitán Tormenta. Emilio Salgari
¡El Capitán Tormenta! —exclamó en tono de burla—. ¡Ya podía defender solo el fuerte sin venir a dar por terminada nuestra partida! Famagusta no se entregará esta noche.
El joven era arrogante, acaso atractivo en exceso para ser un guerrero; no demasiado alto, pero esbelto, de rasgos correctos, con negros ojos. Parecía antes bien una encantadora muchacha que un capitán.
Llevaba una armadura totalmente de acero, con un pequeño escudo en mitad del peto, en el que se veían grabadas tres estrellas bajo una corona ducal.
—¿Qué pretende decir con tales palabras, Capitán Laczinski? —inquirió, sin abandonar la mano de la empuñadura de la espada.
—¡Que los turcos pueden aguardar hasta mañana! —contestó el aventurero, encogiéndose de hombros—. ¡Aún somos lo bastante fuertes para hacerlos retroceder hasta Constantinopla o a la mitad del desierto de Arabia!
—No altere el sentido de las palabras, señor Laczinski —repuso el joven—. Se refería a mí, no a los infieles.
—Usted o los turcos, para mí es lo mismo —interrumpió en forma brutal el polaco, todavía de pésimo humor por la mala suerte que con tal empeño le acosaba.
El señor Perpignano, que era un gran admirador del Capitán Tormenta y a cuyas órdenes combatía, empuñó la espada dispuesto a precipitarse sobre el polaco, pero fue interrumpido por el joven, que había mantenido una absoluta serenidad:
—La vida de los defensores de Famagusta es en exceso valiosa para jugársela de semejante manera. El Capitán Laczinski pretende reñir conmigo para desahogarse de las pérdidas sufridas o tal vez porque, como he oído decir, duda de mi valor.
—¡Sí! ¡Pongo en duda su valor! —replicó el polaco—. Es demasiado joven para tener la reputación de famoso guerrero y, por otra parte…
—¡Acabe! —agregó el Capitán, interrumpiendo con firmeza al señor Perpignano, que por segunda vez había vuelto a desenvainar la espada—. ¡Es muy entrometido, Capitán Laczinski!
El polaco derribó el taburete que les servía de mesa.
—¡Por San Estanislao, patrón de Polonia! —gritó levantando con nervioso ademán sus lacios bigotes, que pendían como los de los chinos—. ¿Pretende burlarse de mí, Capitán Tormenta? ¡Dígamelo llanamente!
—¡Ya podría haberse dado cuenta! —contestó el joven, siempre con acento burlón.
—¡Se considera muy experto espadachín si tiene la osadía de burlarse de un viejo oso polaco, muchacho! ¡Si es que en realidad es un muchacho, ya que tengo mis dudas!
Al escuchar aquellas palabras, el joven se tornó lívido y un destello de ira brilló en sus ojos negros.
—Hace cuatro meses —exclamó— que lucho en las trincheras y en los fuertes; me conocen y nos conocemos todos. Le advierto, además, que mi espada de muchacho conoce mejor a los turcos que la suya, de matón. ¿Lo ha oído, Capitán aventurero?
En esta ocasión fue el polaco quien se tornó lívido.
—¿Yo un aventurero? ¿Y me lo dice el Capitán Tormenta?
—¡El Capitán Tormenta puede lucir en su armadura una corona ducal!
—¡Yo me colocaré una real en la coraza! —contestó el polaco, riendo—. ¡Sea lo que sea, yo afirmo, duque o duquesa, que no tiene suficiente valor para enfrentarse a mi espada!
—¡Duque, ya se lo dije! —exclamó el joven Capitán—. ¡Esto lo solucionaremos entre los dos!
Los mercenarios, que se habían reunido a la derecha de su Capitán, cogieron las alabardas y dieron un paso hacia adelante, en actitud de precipitarse sobre el polaco y despedazarlo.
—¿Pone en duda mi valor? —dijo con acento irónico—. De acuerdo: todos los días un joven turco, sin duda muy valeroso, llega bajo nuestras murallas para desafiar al más experto espadachín y medir con él sus armas. Mañana no dejará de acudir. ¿Usted es lo suficientemente valeroso para enfrentarse a él? Yo sí.
—¡Me lo tragaré de un bocado! —repuso el polaco—. ¡No me amedrentan los turcos! ¡No soy veneciano ni dálmata! ¡No valen lo que los tártaros rusos!
—¡Hasta mañana!
—¡Belcebú me lleve con él si falto!
—Yo ya estaré allí.
—¿Quién será el primero en batirse?
—¡El que guste!
—Ya que soy el de mas edad, yo seré el primero; luego lo intentará usted, Capitán Tormenta.
—Que sea así, si es su gusto. Por lo menos no se podrá decir que los defensores de Famagusta se matan entre ellos.
El Capitán Tormenta cogió el tabardo que uno de sus soldados le entregaba y, poniéndoselo sobre los hombros, abandonó la tienda mientras decía a sus hombres:
—¡Al fuerte de San Marcos! ¡En ese punto es donde los turcos están minando y donde el peligro es más grande!
Y salió, sin mirar a su adversario, acompañado por el señor Perpignano y los soldados, quienes, aparte de las alabardas, llevaban arcabuces.
El polaco permaneció en la tienda y, no teniendo cómo ni con quién desahogar su mal humor, embistió contra el taburete, rompiéndolo a golpes y puntapiés, entre grandes protestas del tabernero.
La compañía de los soldados al mando del Capitán Tormenta, que tenía por teniente al señor Perpignano, se encaminó hacia el fuerte, cruzando callejuelas estrechas flanqueadas por casas de dos pisos.
La noche era muy oscura. Todas las ventanas se hallaban cerradas y los faroles apagados. Caía una lluvia menuda y continua, acompañada de un viento caluroso, enervante, procedente del desierto de Libia, que cruzaba silbando por entre los tejados.
El cañón retumbaba más a menudo que antes, y de vez en cuando un proyectil de piedra, de los utilizados en aquel tiempo, cruzaba silbando por los aires, dejando detrás una estela de chispas, para ir a caer con sordo estruendo en el tejado de alguna casa, hundiéndolo y haciendo cundir el espanto entre los moradores.
—¡Vaya noche! —exclamó el señor Perpignano, que marchaba al lado del Capitán Tormenta—. Los turcos no podían haber elegido una mas apropiada para intentar el asalto al fuerte de San Marcos.
—Será trabajo inútil, al menos de momento —replicó el Capitán—. La hora trágica de la caída de Famagusta no ha sonado aún.
—Pero no tardará en sonar, si la República no se apresura a mandar refuerzos.
—Será mejor no contar sino con el valor de nuestras espadas, señor Perpignano. La Serenísima se halla muy ocupada en proteger sus colonias de Dalmacia, y las galeras turcas navegan por las aguas del archipiélago y del Jónico, prestas a exterminar a quien pudiera acudir en nuestro socorro.
—En tal caso habrá de llegar el día en que debamos rendirnos.
—Y también dejarnos asesinar, ya que estoy enterado de que el sultán ha ordenado llevar la lucha a degüello a fin de castigar nuestra prolongada resistencia.
—¡Miserable! ¡Nosotros habremos tal vez muerto ya y no estaremos presentes en tal exterminio, Capitán! —dijo el señor Perpignano, suspirando—. ¡Desdichados habitantes! ¡Mejor sería para ellos quedar sepultados totalmente!
—¡Cállese, teniente! —repuso el Capitán—. Siento una gran tristeza al pensar en el instante en que esas fieras procedentes del caluroso desierto de Arabia penetren en Famagusta, anhelosas de sangre igual que tigres.
La compañía había abandonado ya el recinto de la ciudad, alcanzando una amplia explanada cerrada en un lado por las casas y en el otro por una larga muralla, en la cual ardían varias antorchas.
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