El Capitán Tormenta. Emilio Salgari
la certeza de que este necio animal me jugará alguna mala pasada, justo en el instante de herir al turco! ¿Qué le parece, Capitán Tormenta?
—Creo que su corcel se comporta como un caballo de batalla —replicó la joven.
—¡Usted no sabe absolutamente nada de caballos! ¡No es polaco!
—Es posible —respondió la duquesa—; yo sé más de golpes de espada.
—¡Hum! ¡ Si yo no lo librase de esa cabeza de leño, no sé de qué forma se las arreglaría usted! Pero pienso hacer lo necesario por enviarle al otro mundo y salvar mi piel, ya que tengo mucho interés en conservarla cuanto me sea posible.
—¡Ah! —contestó simplemente la duquesa.
—Aunque si solamente me hiriese…
—¿Y en ese caso…?
—Me convertiré en musulmán y seré Capitán turco. Para esos necios es suficiente renegar de la Cruz, y yo, por mi parte, renegaría incluso de mi patria, con tal de tener mando y cequíes.
—¡Gran Capitán cristiano! —comentó el Capitán Tormenta, examinándole despectivamente.
—Soy un aventurero, y me es indiferente combatir por la Cruz o por Mahoma. Mi conciencia no sufrirá por eso —contestó con cinismo el polaco—. Usted piensa de otra forma, ¿no es cierto, señora?
—¿Cómo dice? —inquirió el Capitán Tormenta, deteniendo su caballo, mientras fruncía el ceño.
—¡Señora! —insistió el polaco—. Yo no soy un estúpido, igual que los otros, para no haber advertido que el célebre Capitán Tormenta es un supuesto Capitán. Si lo desea, al instante libro un duelo con usted para abrir su coraza, de un simple golpe y sin herirla. Y demostraría a todos lo que en realidad es, señora mía. ¡En tal caso sí que reiré de verdad!
—De acuerdo; puesto que ha adivinado mi secreto, Capitán Laczinski, si no sucumbe a manos del turco, ofreceremos a los moradores de Famagusta otro espectáculo.
—¿Qué espectáculo?
—El de unos capitanes cristianos luchando entre ellos como mortales enemigos —respondió con frío acento la duquesa.
—Conforme. Pero le prometo que, ya que es mujer, le haré el mínimo daño posible. ¡Me conformaré con rajar su armadura!
—En cambio yo haré cuanto pueda por atravesarle la garganta. Así no podrá propalar un secreto que me atañe.
—Ya iniciaremos de nuevo la conversación más tarde, señora, puesto que el turco empieza a inquietarse.
Tras una pausa, agregó, lanzando un suspiro:
—¡No obstante, me sentiría feliz dando mi nombre a una mujer tan valerosa!
La duquesa ni siquiera contestó y prosiguió en silencio.
Ya se encontraba solamente a diez pasos del hijo del bajá de Damasco, que contemplaba a los dos capitanes como ponderando su fuerza.
—¿Quién va a ser el primero en enfrentarse con el León de Damasco? —inquirió.
—El oso de los bosques de Polonia —replicó Laczinski—. Si tienes largas y fuertes garras como las fieras que habitan los desiertos de tu tierra, yo tengo la imponente fuerza de los plantígrados de mi país. ¡Te dividiré en dos partes con un sencillo golpe de mi espada!
Al turco debió de agradarle la arenga, pues estallando en una carcajada y blandiendo su cimitarra exclamó:
—¡Mis armas te aguardan! ¡Vamos a ver si el viejo oso de Polonia derrota al joven León de Damasco!
Más de cien mil ojos se hallaban clavados en ambos combatientes, ya que los dos ejércitos adversarios se habían reunido en sus correspondientes campamentos, deseosos de asistir a tan caballeroso duelo.
El polaco asió con la mano izquierda las bridas de su montura, en tanto que el turco las aferraba entre los dientes, a causa de que tenía las manos ocupadas, permaneciendo después fijos los dos, como intentando hipnotizarse con la mirada.
—¡Puesto que el León no embiste, lo hará el oso! —exclamó el Capitán Laczinski, efectuando un molinete con la espada—. ¡No me agrada aguardar!
Espoleó con viveza al corcel y se precipitó sobre el turco que le esperaba cubriéndose el pecho con la cimitarra y el yatagán.
En cuanto vio a su lado al aventurero, con una ligera presión de las rodillas el turco hizo que su caballo diera un súbito salto de costado, y asestó al polaco un tremendo golpe de cimitarra.
Este, que no aguardaba semejante sorpresa, detuvo, sin embargo, el tajo con extraordinaria celeridad y contestó al instante, sucediéndose sin descanso las estocadas.
Ambos caballeros combatían con igual denuedo, cubriendo al mismo tiempo las cabezas de sus cabalgaduras para no quedar desmontados inopinadamente.
El Capitán aventurero, maldiciendo de todo, chocaba con furia su espada contra la cimitarra, intentando partirla, y en algunas ocasiones rebotaba sobre la coraza. Por su parte, Muley-el-Kadel buscaba sin cesar el pecho de su enemigo con el yatagán, haciendo saltar chispas de la armadura del polaco.
Los espectadores lanzaban de vez en cuando grandes gritos para estimular a los combatientes.
El Capitán Tormenta continuaba mudo e inmóvil en su caballo. Examinaba con atención la forma de luchar de cada adversario, en especial la del León de Damasco, para poder sorprenderle si tenía que batirse con él.
Como discípula de su padre, que tenía fama de ser una de las mejores espadas de Nápoles, ciudad que ya contaba en aquella época con los más hábiles espadachines, se consideraba lo suficientemente fuerte para enfrentarse al turco y derrotarlo sin arriesgarse.
Mientras tanto, el duelo prosiguió entre ambos campeones con mayor fiereza. El polaco, que tenía más confianza en su fortaleza que en su destreza, se dio cuenta de que el turco poseía músculos de extraordinaria resistencia, y procuró emplear una de tantas estocadas secretas que entonces se enseñaban.
Aquello fue su ruina. El turco, que quizá no la desconocía, paró el golpe con suma rapidez y replicó con otro de su cimitarra con una celeridad tal que el aventurero fue incapaz de detenerlo.
El acero le alcanzó por encima de la armadura, tocándole en la parte derecha del cuello y ocasionándole una gran herida.
—¡El León ha derrotado al oso! —exclamó el turco, en tanto que cien mil voces acogían la súbita victoria con un atronador vocerío.
El polaco había dejado caer la espada de su mano. Permaneció un instante sobre su caballo, con las manos en la herida, como si intentara contener la sangre que brotaba a borbotones y, por último, cayó pesadamente a tierra con gran fragor de hierro, quedando inmóvil al lado del corcel.
El Capitán Tormenta no parpadeó ni tan siquiera. Alzó la espada y, avanzando hacia el vencedor, dijo:
—¡Ahora nos toca a nosotros dos, señor!
El turco contempló a la joven duquesa, entre admirado y condescendiente.
—¡Tú! —exclamó—. ¡Si eres un muchacho!…
—¡Que le dará trabajo! ¿Quiere descansar un momento?
—¡No es necesario! ¡Terminaré enseguida contigo! ¡Eres en exceso flojo para combatir contra el León de Damasco!
—¡No por ello pesará menos mi espada! ¡En guardia!
—Díme, por lo menos, antes cuál es tu nombre.
—Me conocen por el Capitán Tormenta.
—No la primera ocasión que oigo mencionar ese nombre —repuso