El Capitán Tormenta. Emilio Salgari
Perpignano, que dirigía el fuego de los hombres armados con mosquetes, y le dijo:
—Ordena que se suspenda el tiroteo durante unos minutos. El-Kadur regresa al campo enemigo.
—¿Ningún otro, señora? —inquirió el veneciano.
—Ninguno. Pero llámame Capitán Tormenta. Solamente tres personas conocen quién soy: tú, Erizzo y El-Kadur.
—¡Discúlpeme, Capitán!
—¡Que se interrumpa el fuego un instante! ¡Todavía no ha llegado el último momento de Famagusta!
La duquesa no daba las órdenes igual que una mujer, sino como un veterano Capitán: con palabras secas e incisivas que no admitían réplica.
El señor Perpignano dio la orden a artilleros y mosqueteros, en tanto que el árabe, aprovechando la momentánea interrupción del fuego, se encaminaba al reborde del fuerte, en compañía del Capitán Tormenta.
—¡Ten cuidado con los turcos, señora!
—¡No te inquietes, amigo! —contestó la duquesa—. Conozco la temible escuela de la espada acaso mejor que muchos de los capitanes sitiados en Famagusta. ¡Adiós!
Asiéndose a los salientes de las piedras, el árabe se desvaneció en la oscuridad.
—¡Cuánto me aprecia este hombre! —musitó el Capitán Tormenta—. ¡Y tal vez cuánto amor escondido! ¡Pobre El-Kadur! Hubiera sido mejor para ti permanecer en el desierto de tu patria.
Una voz lo sacó de sus reflexiones.
—¿Hay noticias, Capitán?
—No, Perpignano —replicó el Capitán Tormenta.
—¿Sabes, por lo menos, si se encuentra con vida?
—El-Kadur me ha dicho que Le Hussiere continúa prisionero.
—Me resulta extraño que esos terribles guerreros, tan poco dispuestos a dar tregua, le hayan respetado la vida.
—Eso mismo pienso yo —contestó el Capitán— y es lo que atormenta mi corazón.
El Capitán Tormenta se incorporó, diciendo:
—No va a tardar en amanecer y ese turco acudirá bajo las murallas para retarnos. Vamos a disponernos para el combate. O regreso triunfadora, o quedaré muerta, y acabarán mis sufrimientos.
—Señora —dijo el teniente—, déjame que combata con el turco. Aunque muriese, nadie me lloraría. Soy el último descendiente de los condes de Perpignano.
—¡No, teniente!
—¡El turco te matará!
Una despectiva sonrisa floreció en los labios de la duquesa.
—De no ser tan fuerte y decidida, Roberto Le Hussiere no me habría amado —contestó—. ¡Yo enseñaré a los turcos y a los jefes venecianos cómo lucha el Capitán Tormenta! ¡Adiós, señor Perpignano! ¡Jamás me olvidaré de El-Kadur ni de mi leal teniente!
Se alejó con la mano puesta sobre la empuñadura de la espada, en tanto que los cañones de atacantes y atacados rugían con creciente furia, iluminando las tinieblas de una manera siniestra.
El León de Damasco
El alba comenzaba a despuntar ya, iluminando la llanura de Famagusta, llena de humeantes escombros. El cañón no había permanecido silencioso durante toda la noche ni un instante y todavía arrojaba fuego, retumbando su estruendo en las viejas casas de la ciudad sitiada y en las angostas calles, la mayor parte de ellas obstruidas por las ruinas.
El Capitán Tormenta, luego de haber advertido al gobernador de la plaza de que el polaco y él aceptarían el reto coridiano del árabe, examinaba los estragos causados por los proyectiles turcos en el fuerte.
A poca distancia, el polaco, auxiliado por su escudero, se colocaba la coraza, maldiciendo de continuo, ya que jamás le parecía bien puesta. Se encontraba algo pálido y podría decirse que un poco intranquilo.
El bombardeo había sido interrumpido por ambos bandos.
En el campo otomano se escuchaban las palabras del muecín (sacerdote mahometano), que concluían siempre con una exhortación a terminar con los cristianos. En Famagusta estos efectuaban su almuerzo con aceitunas y algún trozo de pan casi incomible, ya que las provisiones escaseaban de tal manera que, para no perecer de hambre, los habitantes se veían obligados a comer hierba cocida y cuero.
Una vez que hubo acabado la plegaria del muecín pudo verse a un guerrero turco galopar en dirección a Famagusta. Iba acompañado de otro que llevaba un estandarte con la media luna y la cola de caballo sobre un trapo blanco.
Era un apuesto joven de veinticuatro a veinticinco años, ataviado con ricas ropas. Se cubría el pecho con una reluciente armadura recamada en plata. Empuñaba una cimitarra y en su faja se distinguía un yatagán de hoja un poco curvada.
Cuando se encontró a trescientos pasos del fuerte, hizo una indicación a su escudero para que plantara en tierra el estandarte, para dar a entender a los sitiados que se presentaba protegido por la bandera blanca, y exclamó con poderosa voz:
—¡Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco, desafía por tercera vez a los capitanes cristianos con armas blancas! ¡Si no admiten el reto, los trataré de viles canallas, no merecedores de luchar con los grandes guerreros de la Media Luna! ¡Que vengan, por tanto, a enfrentarse conmigo de uno en uno si tienen en las venas sangre de hombres! ¡Muley-el-Kadel los está aguardando!
El Capitán Laczinski, que finalmente había podido colocarse la coraza, se encaminó al parapeto del fuerte y con voz que semejaba el mugido de un toro, y volteando al mismo tiempo en forma terrible su imponente espada respondió:
—¡Muley-el-Kadel no retará de nuevo a los capitanes cristianos, ya que de aquí a cinco minutos lo mataré sobre el caballo igual que a una pulga! ¡Somos dos los que hemos jurado arrancarle el pellejo!
El polaco, dirigiéndose al Capitán Tormenta, le preguntó no sin cierta ironía, que no pasó inadvertida a la joven duquesa:
—Todavía tengo un cequí. ¿Cara o cruz?
—Escoja usted.
—Prefiero cara. Será un magnífico augurio para mí y desastroso para el turco. A quien le corresponda la cruz será el que se le enfrente.
El polaco tiró el cequí y lanzó una exclamación.
—¡Cruz! —dijo—. ¡Ahora tírelo usted!
El Capitán Tormenta tiró, por su parte, la moneda.
—¡Cara! —dijo con fría entonación—. Le corresponde a usted, Capitán Laczinski, ir al combate primero contra el hijo del bajá de Damasco.
—¡Lo atravesaré de parte a parte! —repuso el polaco.
El polaco subió a su caballo, a una orden del comandante el puente levadizo del fuerte descendió, y los dos valientes avanzaron al galope por la llanura. Todos los moradores y defensores de Famagusta, conocedores de que ambos capitanes cristianos habían aceptado el desafío del turco, se habían congregado en los muros, deseosos de presenciar aquel duelo a muerte.
Los guerreros venecianos y los mercenarios colocaban sus cascos y cimeras en las puntas de las espadas y alabardas, exclamando a grandes voces:
—¡Viva el Capitán Tormenta!
—¡Viva el Capitán Laczinski!
La joven duquesa y el polaco marchaban al galope, uno al lado del otro, en dirección al hijo del bajá, que los aguardaba contemplando su cimitarra.