Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli
absoluta y, a la vez, de riquezas tan desmesuradas como injustificadas, degrada el sentido de pertenencia a una misma comunidad y es fuente inevitable de tensiones y conflictos. Pero es sobre todo la igualdad formal, como respeto e igual valor asociado a todas las diferencias de identidad, la que, como se verá en el próximo capítulo, todavía hoy sufre la agresión de discriminaciones, separatismos, racismos y conflictos identitarios que comprometen la pacífica convivencia. Piénsese en el tratamiento que en muchos países reciben las minorías religiosas, lingüísticas o nacionales, pero también en los permanentes focos de violencia que son las diversas formas de apartheid de que son víctimas pueblos oprimidos. Así como las discriminaciones generan lesiones de la dignidad personal, odios, miedos y desconfianzas y hacen por ello imposible la convivencia, del mismo modo el respeto recíproco de las diferencias permite la convivencia pacífica, la integración y la solidaridad entre diferentes. Todos los conflictos religiosos o étnicos dependen de la intolerancia frente a las diferencias. India y Pakistán no se habrían separado en 1947, después de confrontaciones y masacres y los éxodos cruzados de millones de hinduistas de Pakistán a India y de musulmanes de India a Pakistán, si todos hubieran aceptado y respetado las diferencias de religión de los demás. La cuestión palestina estaría resuelta hace tiempo, y quizá el Medio Oriente no se vería afligido de formas tan sangrientas por tantos conflictos entre fundamentalismos enfrentados, si hebreos e islámicos, sunitas y chiíes hubieran aceptado convivir pacíficamente sobre la base del igual valor asociado por todos a sus diferentes identidades étnicas, religiosas y culturales.
Por lo demás, casi todas las guerras —de las «justas» o «santas» a las de religión, de las civiles a las coloniales—, más allá de los concretos intereses que en ocasiones las han determinado, han estado animadas por conflictos identitarios, es decir, por la defensa o por la voluntad de afirmación, o, peor aún, de imposición de las propias identidades religiosas, nacionales o simplemente de potencias superiores. Incluso las dos guerras mundiales que ensangrentaron Europa en la primera mitad del siglo XX fueron el producto de los odios y de los nacionalismos agresivos alimentados por regímenes autoritarios o totalitarios. Todavía en tiempos recientes la guerra yugoslava y la disgregación de la vieja federación se produjeron por la incapacidad de convivir pacíficamente, y por el odio y la intolerancia recíproca entre las diferentes identidades nacionales. Y la Europa actual se está disgregando con el reencenderse de los nacionalismos y los soberanismos, de los secesionismos y los independentismos, que rompen nuestras sociedades por razón de las diferencias lingüísticas, religiosas o nacionales y con la construcción de nuevos muros, nuevas exclusiones, nuevos privilegios y nuevas discriminaciones.
2.4.Igualdad y leyes del más débil
Hay, en fin, una cuarta implicación de la redefinición de la igualdad jurídica que aquí se propone: es el papel desarrollado por esta como igualdad en esas leyes del más débil que son los derechos fundamentales. En efecto, todos los derechos fundamentales en los que está estipulada la igualdad —del derecho a la vida a los derechos de libertad y los derechos sociales— pueden ser concebidos y fundados, en el plano axiológico, como otras tantas leyes del más débil contra la ley del más fuerte que es propia del estado de naturaleza, es decir, de la ausencia de derecho y de derechos: de quien es más fuerte físicamente, como en el estado de naturaleza hobbesiano; de quien es más fuerte políticamente, como en el estado absoluto; de quien es más fuerte económica y socialmente, como en el mercado capitalista. La forma universal de tales derechos, junto con el rango constitucional o convencional de las normas que los establecen, es por ello la técnica idónea para poner a salvo de la ley del más fuerte a los sujetos más débiles física, política, social o económicamente. También aquí el nexo entre igualdad en los derechos fundamentales y tutela de los más débiles es el, biunívoco, de medios a fines, propio de la relación de racionalidad instrumental. Si queremos que los sujetos más débiles física, política, social o económicamente sean protegidos de la ley del más fuerte, es necesario garantizar a todos por igual la vida, la autonomía política, la libertad y la supervivencia formulándolas como derechos de forma rígida y universal. Por lo demás, también históricamente ninguno de estos derechos —de la libertad de conciencia a las demás libertades fundamentales, de los derechos políticos a los derechos de los trabajadores, de los derechos de las mujeres a los derechos sociales— ha caído del cielo, sino que han sido conquistados mediante luchas de sujetos débiles que, con sus reivindicaciones en nombre de la igualdad, desvelaron y contestaron precedentes opresiones o discriminaciones hasta entonces concebidas y percibidas como naturales o normales y como tales puestas en práctica por iglesias, soberanos, mayorías, aparatos policiales o judiciales, empleadores, potestades paternas o maritales.
Ciertamente, como se verá en el curso de este libro, estas leyes del más débil que son los derechos fundamentales son en todo el mundo dramáticamente violadas y por ello ampliamente inefectivas. Y nada es más fastidioso que la retórica de los derechos en los discursos oficiales de cuantos los ponen por pantalla en apoyo de su poder y hasta de las violaciones de que son responsables. Pero no se debe confundir la normatividad con la efectividad, hasta el punto de afirmar que los derechos, como ha escrito hace poco, sorprendentemente, Gustavo Zagrebelsky, operan de hecho «no como protección frente a las injusticias, sino, al contrario, como legitimación de las injusticias»; que a causa de su «doble perfil, uno benéfico, maléfico el otro […] en vez de servir a la justicia alimentan a menudo las injusticias»; que «justifican no solo la violación de otros derechos, sino también las masacres de millares o millones de existencias»8. Digamos más bien que la causa de la tremenda distancia entre los derechos fundamentales y la realidad, entre su normatividad y su inefectividad, es la culpable debilidad o, lo que es peor, la aún más culpable ausencia de sus garantías, es decir, de las correspondientes obligaciones y prohibiciones a instituir a cargo de todos los poderes, públicos y privados, que, como veremos en las páginas que siguen, aquellos imponen a la política.
3. LAS GARANTÍAS DE LA IGUALDAD
La tesis, sin duda, más importante en el plano teórico, sugerida por la redefinición del principio de igualdad que aquí se ha propuesto, se refiere al distinto estatuto de la igualdad con respecto, tanto a las diferencias implicadas por ella como a las desigualdades que la contradicen. En efecto, decir que el principio de igualdad tutela las diferencias y se opone a las desigualdades equivale a afirmar que es una norma, al contrario de lo que sucede con las diferencias y las desigualdades que, en cambio, son hechos o circunstancias fácticas; que, por consiguiente, aquel no es una aserción o una descripción, sino una convención y una prescripción, cuya efectividad debe ser asegurada mediante garantías idóneas; que por eso choca con la realidad, en la que las diferencias de identidad son discriminadas de hecho y en la que, de hecho, se desarrollan desigualdades materiales y sociales.
Este cambio de sentido de la igualdad, de tesis descriptiva a principio normativo, fue una gran conquista de la Modernidad. En la tradición premoderna, de Aristóteles a Hobbes y a Locke, la defensa de la tesis de la igualdad se produjo entendiéndola como una aserción basada en argumentos de hecho: los hombres son iguales, escribió Hobbes, porque mueren todos y, además, porque son igualmente capaces de hacerse daño unos a otros9; o porque, escribe Locke, todos están dotados de raciocinio, o tienen las mismas o similares inclinaciones10. Es claro que este tipo de tesis eran argumentos bien débiles para sostener la igualdad jurídica, hasta el punto de servir bastante más menudo —a veces en el mismo autor, como sucede en Locke11— para argumentar la tesis opuesta de la desigualdad. Tanto es así que, en el derecho premoderno, el reconocimiento de las diversas diferencias personales —de estamento, censo, oficio, religión, sexo, etc.— se tradujo en el establecimiento de otras tantas diferenciaciones jurídicas de estatus. En síntesis, el derecho premoderno reflejaba plenamente la realidad, consagrando