Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli
en la que habitualmente el hombre violento se encuentra con la mujer que es víctima de su violencia. La conjunción de estos dos factores está en la base del dominio de los hombres violentos sobre «sus» mujeres, y de la condición de sujeción permanente de estas a sus maridos o convivientes en la vida familiar. Se trata de un dominio y de una sujeción absolutos, casi siempre invisibles, que muy bien permiten hablar de esclavitud y de totalitarismo doméstico, dado que la fuerza amenazante del conviviente violento genera un estado de angustia y terror que anula totalmente la libertad y la dignidad de la mujer. Las violencias del conviviente o del cónyuge —y, más que ninguna, las agresiones a la libertad sexual, dado su carácter traumático y mortificante— son, en efecto, sobre todo, actos de reducción a la impotencia, con los que el hombre afirma su poder total y anula la libertad y la dignidad femeninas: un poder que tiene los rasgos del derecho de propiedad sobre la mujer, reducida por él a «cosa», exactamente como sucede en el delito de reducción a la esclavitud tal como lo define, por ejemplo, el artículo 66 del Código Penal italiano. De hecho, la mujer se encuentra literalmente prisionera en su casa, a merced de la violencia masculina. No puede huir, porque la fuga no la salva del peligro de represalias y de la venganza de su opresor y patrono.
Hay, en fin, una específica discriminación jurídica, producida en los países económicamente avanzados, de la que hablaré ampliamente en el capítulo 7, pero a la que ahora hay que hacer referencia. Se trata de la discriminación que sufren los migrantes, sobre todo cuando son clandestinos, por falta de ese derecho a tener derechos que, según una clásica expresión de Hannah Arendt16, es el estatus de ciudadano. Conviene recordar que el principio de igualdad se afirmó históricamente con esa gran conquista de la Modernidad que fue la supresión de las diferenciaciones jurídicas de estatus: según esto, todos son iguales en los derechos, independientemente de sus diferencias de nacimiento y de identidad —de sexo, censo, lengua, religión, etc.—, ninguna de las cuales puede ser elevada a la categoría de estatus jurídico diferenciado en cuanto a la atribución de derechos. Ahora bien, de todas estas diferenciaciones y discriminaciones jurídicas, precisamente la ciudadanía, que con la Revolución francesa se afirmó como base de la igualdad política, se ha transformado hoy en la fuente de la más dramática diferencia de estatus: la existente entre ciudadanos y no ciudadanos. Somos iguales como ciudadanos, en el sentido de que como tales somos igualmente titulares de los derechos de ciudadanía; pero somos desiguales como personas al no ser los no ciudadanos, provenientes, es obvio, de países pobres, titulares de los mismos derechos de los ciudadanos. En síntesis: mientras que algunos derechos se atribuyen a todos en cuanto personas, de otros, a comenzar por los de circulación y residencia, decisivos para el disfrute de los primeros, solo gozan los ciudadanos.
Es así como ha sucedido que la ciudadanía, que en los orígenes del estado moderno desarrolló un papel de inclusión, desempeña actualmente uno de exclusión. Contradiciendo todas las cartas y convenciones internacionales sobre derechos humanos, que atribuyen todos los derechos fundamentales a todos como personas, y hasta nuestras constituciones estatales, que atribuyen a todos, y no solo a los ciudadanos, todos los derechos civiles y también muchos derechos sociales —por ejemplo, en la Constitución italiana, el derecho a la salud (art. 32), el derecho a la educación (art. 34) y el de los trabajadores a una retribución equitativa (art. 36)—, de hecho el goce de tales derechos se encuentra condicionado por el presupuesto de la ciudadanía, debido a las actuales políticas y legislaciones contra la inmigración. Así, el derecho a la ciudadanía se ha convertido en ese meta-derecho a tener derechos que es el derecho de acceso y residencia en el territorio nacional y que —a despecho del ius migrandi teorizado, como veremos más adelante, en los orígenes del derecho moderno y acogido por el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos— solo se reconoce a los ciudadanos.
De este modo la ciudadanía ha entrado en contradicción con la igualdad jurídica incluso solo formal de todos los seres humanos, a pesar de que esta se encuentra establecida por las cartas constitucionales y las convenciones internacionales. El resultado de esta discriminación jurídica es que la ciudadanía —obviamente, la de los países más ricos— se ha transformado en el último privilegio de estatus ligado a un accident de naissance; en el último factor de exclusión y discriminación por nacimiento y no de inclusión y equiparación, como lo fue en los orígenes de la modernidad jurídica; en el último resto premoderno de las diferenciaciones jurídicas de las identidades personales; en la última contradicción irresuelta con la afirmada universalidad e igualdad de los derechos fundamentales. En efecto, en la actual sociedad transnacional existen ciudadanías diferenciadas: ciudadanías apreciadas, como las de los países occidentales, y ciudadanías sin ningún valor, como las de los países pobres. Y, dentro de nuestros propios ordenamientos, existen estatus personales desiguales: el de ciudadanos optimo iure, el de semi-ciudadanos conferido a los extranjeros dotados de permiso de residencia, el de los no ciudadanos clandestinos, de hecho, no-personas.
Así, estamos ante una aporía gravísima que solo la superación de la distinción entre personas y ciudadanos podría eliminar. Ciertamente, esta superación tiene hoy el sabor de una utopía. No obstante, cuando menos, el reconocimiento de esta aporía debería generar en todos nosotros una mala conciencia. Debería generar, siquiera, la conciencia de la contradicción entre nuestros principios de igualdad e igual dignidad de todos los seres humanos y nuestra práctica de discriminación de los no ciudadanos: una contradicción que, como se verá en el capítulo 7, afecta a todo el mundo occidental, y en particular a Europa, que después de haber invadido y depredado durante siglos el resto del mundo, se encierra hoy en su fortaleza asediada, negando a los extra-occidentales el mismo ius migrandi que en el origen de la Modernidad había empuñado como fuente de legitimación de las propias conquistas, invasiones y colonizaciones. Debería, al menos, hacer evidente la naturaleza puramente racista de la oposición de muchas fuerzas políticas italianas a la ley sobre el llamado «ius soli», es decir, sobre el nacimiento y la residencia en Italia durante más de cinco años como presupuesto suficiente para la concesión de la ciudadanía. En efecto, pues esos niños no son inmigrantes, sino nacidos en Italia, donde han crecido y se han formado; de modo que es solo la intolerancia de su identidad étnica lo que explica la voluntad de negarles la ciudadanía, actitud que, por otra parte, genera el riesgo de que los afectados conviertan su sentido de pertenencia a nuestro país en un absurdo desconocimiento y por eso en rencor anti-italiano.
5. DESIGUALDADES Y GARANTÍAS DE LA IGUALDAD SUSTANCIAL. ANTINOMIAS Y LAGUNAS DE GARANTÍAS
Otro orden de problemas, respecto de las cuestiones generadas por las discriminaciones de las diferencias, es el suscitado por las desigualdades. Es claro que las desigualdades materiales consisten sobre todo en la desigual titularidad de los derechos patrimoniales. Pero las excesivas desigualdades, tal y como se manifiestan en las pobrezas extremas, dependen también de la inefectividad de los derechos fundamentales, y en particular de los derechos sociales. Dependen, precisamente, de la debilidad y de la falta de adecuadas garantías para su mantenimiento.
Aquí se pone de manifiesto una cuestión central a los fines de la construcción de la democracia, directamente conectada a la diversa estructura de los derechos fundamentales con respecto a la de los patrimoniales. A diferencia de los derechos patrimoniales, que nacen simultáneamente con sus garantías —la deuda junto con el crédito, la prohibición de lesiones junto con el derecho real de propiedad—, la estipulación de los derechos fundamentales, y en particular de los derechos sociales consistentes en expectativas positivas de prestaciones dirigidas a reducir las desigualdades materiales, no conlleva por sí sola la introducción de las correspondientes garantías, sino solo la obligación para el legislador de introducirlas, mediante leyes de actuación idóneas. Por eso, el incumplimiento de la obligación de actuar tales derechos representa su violación más grave: en efecto, pues en ausencia de garantías, tales derechos son inevitable y estructuralmente inefectivos.
Por otra parte, las leyes en materia de derechos fundamentales podrían muy