El publicista del gobernador. Marco Luke
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© Marco Antonio Luque Rojas
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ISBN: 978-84-18344-90-9
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A mis padres, donde mi vida comenzó.
A Liliana, donde mi vida tuvo sentido.
A Isabel y Ana, donde siempre viviré.
I
La calle era oscura. La luna se reflejaba en la lluvia, convertida en espejo tendido sobre una calle adoquinada, a lo largo de la que se alineaban viejas casonas de cantera, que se perdían hasta quedar escondidas bajo el manto de la oscuridad, adornadas solo por unos cuantos candiles semejantes a luciérnagas suspendidas en una nublada noche de tromba.
Yo caminaba tras una silueta azul marino, casi negra, adivinando la forma de la gabardina de un hombre que, con el cabello empapado, se acercaba a un pequeño cadáver que se hallaba tirado bajo una de aquellas tenues lámparas y quedaba perfilado por unos hilos de sangre que escurrían desde la boca y las cuencas, donde una vez se habían alojado unos ojos verdes.
Sin prisa, el hombre llegó hasta el cuerpo, se hincó de rodillas e interrumpió la tormenta con un súbito y doloroso grito, ahogado por un llanto desconsolado, mientras tomaba en sus brazos a la pequeña niña de cinco años que, en vida, fuera su única hija.
La apretó contra su pecho y, sin poder dejar de llorar, aquel hombre dirigió su mirada hacía mí. Me incomodó ser testigo de algo que no me incumbía, pero entre los pedazos de cristal líquido que caían y entrecerraban mis ojos y los suyos, compartió su pena conmigo, sollozando: «¡Lo siento!».
Con la familiaridad de esas palabras, dejé de ser solo un testigo en aquella tragedia familiar. Froté mis ojos para quitarme el exceso de agua y, cuando reconocí su cara, se me heló completamente el alma. Ese hombre… era yo.
Sentí entonces el peso del pequeño cuerpo de mi hija en los brazos, mientras aquel llanto, ajeno apenas hacía unos segundos, invadió mi cuerpo y corrió por mi rostro dejando penetrar un dolor insoportable en el pecho. Apretaba el cuerpo desvanecido de mi Regina contra mi propia cabeza cuando, de pronto, el timbre de un teléfono móvil comenzó a sonar entre su ropa.
Dejé de llorar, mas no de sentir dolor, por lo extraño que me resultaba escuchar un teléfono en el cadáver de mi primogénita.
Sonó con más fuerza. Abrí su pequeña y mojada gabardina, sintiendo el peso de la lluvia acumulada en el paño, pero no había nada.
Sonaba cada vez más fuerte y más adentro de su pecho. Volvió a resonar de un modo ensordecedor. No resistí más: golpeé las costillas de aquel cuerpecito, que muy a mi pesar ya no servirían para nada. Se resquebrajaron como cáscaras de huevo. Una luz parpadeó; la vibración oscilaba con la cadencia del timbre nefasto de una canción de moda, que en circunstancias normales caería en gracia.
Apenas me había decidido a meter la mano entre el pecho vacío para tomar el aparato, cuando, de pronto, el cuerpo desapareció de entre mis brazos y quedé arrodillado frente a un buró. El dolor se atascó en mi garganta por un nudo hecho de llanto.
Quise ponerme de pie, pero mis rodillas estaban pegadas al suelo. Algo vibró sobre el buró, y el fondo de aquellos edificios coloniales mojados se fueron difuminando hasta ser reemplazados entre parpadeos por el resto de mi habitación.
Acostumbrado a las recurrentes pesadillas, desperté sintiendo la realidad de mis lágrimas y del nudo en mi garganta, además de un ligero fluido saliendo por la nariz. Entre la neblina de mis ojos, pude distinguir los números de mi reloj, que marcaban las 3:24 de la madrugada. Escuché a mi subconsciente decir: «Qué casualidad, 24 de marzo, el cumpleaños de Regina».
Las insistentes vibraciones y el ruido del teléfono bajaron el telón de aquella pesadilla. Me froté la cara y contesté deslizando vacilante mi dedo sobre la pantalla de mi smartphone.
—¿Bueno?
—¡Hey! Soy Carla. Nos vemos en veinte minutos. ¡Es urgente!
Todavía ronco, pregunté, acostumbrado a las frecuentes reuniones «extraoficiales»: —¿Donde mismo?
—No. Donde nunca —aclaró y colgó.
Me quedé por unos instantes con los ojos cerrados y el teléfono pegado al oído, tratando de terminar de despertar y maldiciendo el día en que decidí convertirme en el publicista del gobernador.
II
Las calles desiertas del centro histórico de la ciudad, a pesar de ser la madrugada del fin de semana, eran el argumento perfecto para demostrar lo que los simpatizantes y miembros del partido opositor sostenían sobre la crisis económica y de seguridad del Estado. Y aunque, más por obligación que convicción, yo siempre defendía al actual Gobierno, sabía que los recursos públicos en estos últimos cinco años no habían sido bien administrados, por no decir despilfarrados y robados.
El ronroneo de mi Volkswagen “vocho” clásico, era un cometa que dejaba su estela sonora por toda la desolada avenida principal, mientras yo me lamentaba por haber olvidado mi billetera en casa y me limitaba a contemplar desde cada semáforo las humeantes máquinas de café que adornaban los ventanales de las vastas y modernas tiendas de autoservicio, que contrastaban con el estilo barroco afrancesado, típico del gusto vasco-colonial.
Al pasar frente a la catedral, busqué por instinto la sombra de la monja que se aperecía en una de las torres y sonreí al pensar en lo absurdo que me veía asomado por la ventanilla con la boca abierta, esforzándome por ver al fantasma de la leyenda.
Me entristecí al recordar cuánto le gustaba a mi Regina caminar por el centro de la ciudad mientras le contaba leyendas e historias de los edificios antiguos de Durango. Un nudo oprimió mi garganta y las lágrimas se asomaron entre mis párpados cuando vino a mi mente la última vez que pude ver a mi nena con vida en aquel lugar y aquellas últimas palabras emocionadas diciéndome: «¡Ya pude ver a la monja de la catedral, papito!».
Sollocé intentando contener el llanto, pero su dulce voz, tan clara, tan tangible, hizo que la extrañara como hacía mucho que no lo hacía. Rompí a llorar de repente, desquiciado al echar de menos su manita envolviendo mis tres dedos medios y tirando de mí hacia el interior de la encalada catedral para ver «el confesionario que movió el diablo», escuchándome como si fuera la primera vez frente a un confesionario cualquiera, mis murmullos relatando entre ecos la satánica leyenda.
Extrañé como nunca la pasión por la historia que mi hija había heredado de mí, al igual que aquellos fines de semana de padre e hija, en los que disfrutábamos aquellos viajes relámpago a Mazatlán, solo para asistir a otra de nuestras pasiones compartidas: el béisbol.
Ya con una aguja bien metida en el corazón, me obligué a detener el sufrimiento con uno de los ejercicios que mi psicóloga había recomendado para estos casos. Distraerme súbitamente con cualquier otro sentimiento, aunque este fuera negativo.
Después