El publicista del gobernador. Marco Luke
la tarjeta.
IV
Sin dejar de palpar la tarjeta con mis dedos, el recuerdo de aquel día se esfumó en cuanto reconocí el lugar destinado para la reunión: la antigua Hacienda de la Ferrería.
Al pie de esta soberbia construcción colonial, la noche iluminaba el pequeño pero bien cuidado jardín frontal. Una escalera lateral conducía a un pasillo de arcos iluminados por los candiles, que tatuaban su sombra en las paredes y los barrotes metálicos de los románticos ventanales, construyendo un hermoso pórtico de lo que una vez fue llamada Hacienda de las Flores.
Reduje la velocidad para extasiarme con pequeñas dosis de aquella obra arquitectónica, donde tuve el privilegio de estar por primera vez cuando cursaba el quinto año de primaria y que jamás me había cansado de admirar y visitar.
La pared lateral quedaba paulatinamente cercenada por la naturaleza de la colina donde descansaba la finca, extendiéndose hasta el torreón que una vez sirvió para vigilar los ataques apaches. Aunque debido a la oscuridad no pude verlo, no fue necesario para ubicarlo y reinventar en mi imaginación las escenas de los salvajes invasores, armados con arcos y flechas en su intento por penetrar las murallas de la casona y raptar a la bella nieta de don Nepomuceno Flores, frente a la débil defensa de los caporales y sus recién inventados rifles 30-30 Winchester, allá por las últimas décadas del siglo XIX.
Esa historia había sido parte de mis leyendas personales desde aquel día en que el guía pronunció el nombre de Nepomuceno. Jamás lo pude olvidar.
Seguí avanzando. Precisamente frente a la escalera de la entrada, lo único visible desde el asiento de mi auto, además de una pequeña parte del portón, entre el ajetreo y el ruido del motor haciendo eco en las paredes del edificio, imaginé elegantes tiradas por caballos caballos dejando a glamurosos personajes vestidos al puro estilo francés, adoptado en la etapa porfiriana, muy dispuestos a disfrutar de una velada exclusiva para gente de abolengo, arribando por la misma larga calle empedrada donde mi Vocho clásico parecía desarmarse.
Al mismo tiempo, imaginé una banda de músicos tocando en el kiosco y a la gente del pueblo vestida con ropa de manta y sombrero caminar por la pequeña plaza ubicada exactamente frente al portón principal de la hacienda, disfrutando de una tarde de domingo.
Aunque muy romántica y muy poco acertada mi visión histórica, la marcada diferencia entre aquella sociedad y la actual seguía siendo la misma o, tal vez, peor.
Fue necesario solamente un vistazo a la arrgada tarjeta Gracias a mi memoria fotográfica, bastaba con cerrar los ojos para visualizar su contenido.
Solté el acelerador. Avanzando con la inercia, murmurando para mí, repetía las instrucciones del anverso del cartoncillo blanco, que rezaban: «Valet parking a su servicio. Estacionamiento calle del torreón».
Frené bruscamente al percatarme de que llevaba casi cinco minutos como turista, balbuceando inconsciente e inútilmente, gracias a mi pasión histórica, las indicaciones de la tarjeta. De entre mis propios susurros, la repetida palabra «torreón» destacó entre mis desvariados análisis y fantasías, haciéndome tirar del freno de mano. Las llantas del Volkswagen rugieron rompiendo el silencio de la noche con un estruendo que hizo eco durante varios segundos y me reproché con un «pendejo» por la atolondrada acción. Puse la marcha en reversa para llegar hasta la esquina de la hacienda. Una vez ahí, me encaminé hacia el torreón, escenario de mis recientes crónicas inventadas.
Entre el aliento del río Tunal, convertido en neblina, pude ver la torrecilla a media luz. Casi en automático, sentí un leve malestar en el estómago, causado por el coraje que me hizo recordar las anécdotas que mi abuelo contaba acerca de las invasiones españolas y de las muchas injusticias sufridas por los nativos.
En mi historia, los apaches siempre ganaban, pero fuera de ahí, los indígenas americanos nunca habían ganado ninguna guerra. Don Nepomuceno había sido uno de los muchos terratenientes que se «ganaron» la vida «heredando» las tierras legítimas de los indígenas.
Yo había crecido escuchando a mi abuelo defender todo lo que oliera a México, desde el artesanal mezcal hasta el afrancesado castillo de Chapultepec. Él, nacido en 1928, me contaba anécdotas de todas las etapas históricas del país. Una bala perdida en un pleito pueblerino le había dejado parapléjico, situación que lo orilló a leer todo lo que pasara por sus manos, entre ello, un sin número de enciclopedias, novelas y libros de historia.
Mi abuelo contaba encolerizado la forma en que Juan Flores, exgobernador de Durango, se había hecho con la hacienda de la Ferrería en los últimos años del siglo XIX, causa de herencias de generación en generación propiedades del conde de Zambrano. Desde Zambrano hasta Flores, en un siglo completo, estas familias gozaron de las riquezas de México gracias al traspaso de poder, hoy llamado tráfico de influencias.
Mi viejito culminaba la historia sonriendo, orgulloso de que Zambrano hubiera perdido su fortuna apoyando a las fuerzas de la Corona española cuando combatía contra los vencedores insurgentes, de que Nepomuceno, por haber apoyado al usurpador Maximiliano de Habsburgo, tuviera que huir de Durango cuando los liberales fusilaron al segundo emperador y de que los herederos finales de la hacienda sucumbieran ante el general Pancho Villa.
Mientras yo saboreaba esas heroicas victorias de los mexicanos sobre el enemigo, que, con orgullo, avivaban mi patriótico sentimiento, unos repetidos golpes al vidrio del copiloto me hicieron brincar de mi asiento. Me presioné el pecho para evitar que el corazón se me escapara, al mismo tiempo que reconocí a Carla.
—¿Qué te pasa? ¿Que acaso no entendiste que era URGENTE? —Escuché su exaltación, a pesar de llevar la ventanilla cerrada.
—Pues sí. —Recuperé el aliento y bajé el vidrio—. Pues aquí estoy, ¿no?
—¿Y qué esperas para bajar del auto? Llevo veinte minutos viendo cómo te paseas como si anduvieras en callejoneada.
—No exageres, acabo de llegar —me defendí.
—Baja ya. Te he estado esperando dos horas.
—Está bien, está bien. Vamos. —Bajé del auto y cerré el vidrio a gran velocidad.
Troté y después subí de dos en dos la escalera lateral, tratando de alcanzar a mi apurada colega. Una vez en el pasillo del pórtico, inconscientemente hice más lento el caminar, embelesado de nuevo por la belleza de la construcción, y es que nunca había estado ahí de noche, era un nuevo paisaje para mí.
Sacudí mi cabeza, para ahuyentar las distracciones de mi mente para retomar el camino. Me detuve por completo al perder de vista a Carla. Me sentí como niño perdido en un supermercado.
Al cabo de unos segundos, la vi salir a toda prisa dirrigirse hacia mí con un gesto que parecía más una embestida de toro. Me tomó de la mano y tiró de mí con tanta brusquedad que sentí que mis dos pies se separaban del suelo.
Entramos a la casona como mamá enfadada e hijo desobediente. No pude evitar, otra vez, dejarme llevar por la majestuosidad del patio principal de la Ferrería y por la belleza de las obras de Guillermo Ceniceros adornando el espacio canterano.
Solo pude paladear unas cuantas pinceladas y fotografiar de reojo el lugar, porque mi amiga me llevaba a toda prisa, a pesar del contrapeso de mi cuerpo. Igualmente, atravesé casi corriendo el jardín, que dormía cobijado bajo una luz plateada inundando al fondo los innumerables recovecos naturales del paredón de cantera erosionado.
Nos dirigimos, para mi sorpresa, directamente hasta el torreón. Carla sacó una llave antigua, con la que abrió con mucha facilidad una vieja puerta de madera. Empujó con fuerza, aunque con cautela, mientras que a mí me metió sin consideraciones y cerró inmediatamente, dejándome la duda de si se quedaría la mitad de mi trasero fuera.
Soltó mi mano, y las huellas blancas de sus dedos al apretarla delataron su nerviosismo, algo poco común en ella. Todo era muy extraño, no entendía nada. No sabía por qué estábamos allí.
Emprendimos la subida por una pequeña escalera que nos llevó hasta