El publicista del gobernador. Marco Luke
realicé cuando llegué con mi primera víctima, pero esta vez un poco más calmado. Me bajé del auto y moví el asiento hacía adelante para bajar al infante. Me incliné sin mirarlo, extendiéndole la mano, pero no hubo respuesta. Al no sentir el tacto en mi mano, lo busqué con la mirada y lo encontré enconchado, arrinconado en el fondo el extremo del asiento. Aunque su cara estaba descompuesta por el terror, lo cogí del brazo bruscamente para bajarlo sin obstáculo alguno, a pesar de sus leves e instintivos forcejeos.
Confiado de la parálisis momentánea del niño, causada por el miedo, lo cargué para poder llevarlo al encuentro de su progenitor, pero su instinto de supervivencia hizo acto de presencia pataleando, dándome manotazos en la cara y gritando:
—¡Suélteme, suélteme!
Caminando sin ver a causa de los golpeteos sobre mi rostro, pude llegar hasta el interior del cuarto de máquinas donde se encontraba el Mostaza. Separé al niño de mi cuerpo y, todavía pataleando al aire, lo estrujé gritándole:
—¡Cállate, pinche mocoso!
Calló bruscamente y nuestros ojos se entretejieron al reconocerse víctima y victimario. Lo dejé en el suelo, por no decir que lo aventé, trastabillando hasta caer de espaldas y detenerse su cuerpecito contra la pared de un sentón. Fue entonces cuando me percaté de la corta edad del párvulo, la misma que tendría mi hija.
El remordimiento quiso pinchar mi nuca, pero antes de que acrecentara el ardor troté hasta la puerta del horno, la abrí de un fuerte jalón y cayó el Mostaza fuera de este estrepitosamente. A pesar del estado en el que se encontraba Brayan de Jesús a causa de los golpes y del estrés emocional, el niño lo reconoció y se reincorporó rápidamente para correr al encuentro de su padre llorando de nuevo.
—No, por favor —imploró al instante el angustiado padre abrazando con fuerza a su hijo—. No le hagas daño a mi hijo. ¡Te lo suplico!
No pude evitar enternecerme por aquella escena tan conmovedora: el hijo, refugiado entre los brazos de su padre y este, tragando trozos de soberbia para evitarle un mal a su retoño.
Lo malo para ellos es que este tipo de escenas me conmovían por una simple razón: me recordaban a mi hija, a mi Regina. Separé al niño de un estirón, semejando a un muñeco de trapo. Sus huesos tronaron uno a uno como reacción en cadena.
Se pedían el uno al otro, estampándose en los adobes desgarradores ecos que gritaban «papás» e «hijos» por todas las paredes.
—Muy bien, Chuyito —dije una vez que los gritos disminuyeron—, vamos a hacerlo simple, ¿de acuerdo? Es de noche y, la verdad, ya estoy muy cansado. —Fingí un bostezo mientras amarraba al pequeño a una silla.
El inconsolable pandillero, tirado en el suelo debido a las heridas de los pies, era incapaz de sostener la cara en alto, pues la impotencia de ver a su hijo vulnerable le causaba una enorme angustia, que se evidenciaba en los violentos sollozos que inflaban su pecho y agitaban su cabeza arriba y abajo.
—No seas mal educado, Chuyito. —Ceñí, apoye mi mano en la cintura, sarcástico—. Te estoy invitando a jugar, y tú, con tus chillidos. —Chasqué la lengua en el paladar y revolví sus cabellos como si fuera un niño y, a continuación, me dirigí adonde estaban todos los artefactos que había destinado para la ocasión.
Entonces, llevé a cabo la primera de mis ideas. Era muy sencilla y me permitiría hacer un experimento con la personalidad de Brayan y saber hasta dónde era capaz de llegar el amor de un padre por su hijo. No era científico el proceso, pero me saciaba la idea de llevarlo al límite.
Ya que el chico estaba atado a la silla sin dejar de llorar, sin comprender lo que pasaba —lógico, para un niño de siete años—, acomodé entonces a Brayan de Jesús sentado contra la pared, justo frente a su hijo. Quedaban separados aproximadamente tres metros el uno del otro.
—¡Que comience la función! —exclamé eufórico, sonriendo, alzando los brazos y levantándome sobre la punta de mis pies. Cuando la mirada llorosa del crío penetró mis ojos, sentí vergüenza de mí mismo; estaba siendo ridículo y mi euforia era producto de una alegría insana que yo mismo no podía controlar ni comprender. En ese momento yo era otro, mis actos nos los controlaba yo. Me sentía como un puberto cometiendo sus primeros deslices de juventud. Una mezcla de placer y remordimiento; a fin de cuentas, estaba haciendo justicia por mi propia mano, pero justicia al fin.
Bajé las manos y sentí como mi cara cambió esa sonrisa irónica por una más serena. La adrenalina me estaba haciendo sentir un placer que jamás había experimentado y, aunque me sentía fuera de lugar, fuera de mí, no estaba dispuesto a dejar pasar esta oportunidad. Era una sensación de poder nunca hospedada en mi alma.
—Pues, bueno, si ustedes no se quieren divertir, lo siento mucho, pero yo voy a empezar la fiesta —aclaré juntando mis manos.
Había conseguido unas latas viejas oxidadas entre la mucha basura de la vieja fábrica. La más grande, llena de agua y dos vacías del tamaño de un vaso normal.
Previamente encendí otra pequeña fogata cerca de mis víctimas y puse encima de esta la lata con el agua hasta que hirvió.
—Aquí tienes —le dije al Mostaza colocando el vaso en el suelo para, a continuación, llenarlo del líquido, todavía con burbujas de ebullición—. Aquí tienes, hijo. —Repetí la acción con el chico.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.