El publicista del gobernador. Marco Luke
insecto, pero de mayores dimensiones.
El tiempo quitó a mi alma el cochambre de las culpas erróneamente infundadas. Los años y la vida me enseñaron que la crueldad depende de perspectivas. Para muchos, matar un toro en el arte de la fiesta brava es un asesinato, pero comer carne no lo es. La gran diferencia es que el toro de lidia vive como un auténtico rey antes de la faena, pero al morir su carne no se come, mientras que las reses sufren meses antes y durante su muerte, para que sus restos se vendan como alimento. No obstante, a mí me fascinaba tanto una buena hamburguesa, como una buena corrida de toros.
Entonces, ya con la adrenalina topando en las paredes de mis venas, con una sensación de empoderamiento nunca sentida, me dirigí al horno donde se encontraba tirado el Mostaza y sacié mi desbordada ansia con otra patada en el mismo lugar.
Fue como echarle más leña al fuego, sentí menos compasión y más rabia.
«Fuego —pensé—. Claro, el peor de los dolores siempre proviene del fuego».
Salí corriendo a uno de los rincones de la fábrica donde sabía que siempre había leña amontonada. Ahí mismo, en una carretilla oxidada, llené una carga de maderos perfectamente secos, listos para arder a la primera chispa.
Volví hasta donde se encontraba el secuestrador, que ya se recuperaba. Solté la carretilla, entré al horno para arrodillarme junto a él y le ayudé a sentarse.
Su respiración era agresiva, levantaba los hombros casi a la altura de la cabeza. El miedo lo tenía paralizado. Su corazón se podía escuchar como un lejano tambor apache. Mi nariz se retorció al oler el excremento embarrado en el pantalón del cobarde pandillero.
Después de mirarlo por unos momentos, tomé la punta de la cinta que tapaba sus ojos y de un solo movimiento, la arranqué, trayéndome con ella cejas y unas cuantas pestañas.
La luz de los faros del auto, aún encendidos, alcanzaban a alumbrar como una vela en medio de un bodegón, dejando entrar unas pequeñas manchas amarillas que iluminaban ténuemente la cara del Mostaza, quien tardó en decidirse a mirarme.
Cuando al fin se atrevió, lo hizo llorando, con el llanto obstaculizado por el paño. Yo seguía inmóvil, con la mirada fija en sus ojos, tratando de comprender cómo este cobarde tuvo el suficiente «valor» para matar a una indefensa niña de apenas cinco años y no tenía los suficientes testículos para aceptar un destino que sus muchas malas acciones le tenían preparado para hoy o para no mucho después, porque, si no lo mataba yo, alguien más lo iba a hacer. Es ley de vida: el que a hierro mata, a hierro muere.
Me levanté y me dirigí adonde estaba la carretilla. Tomé un pequeño montón de palos y los acomodé en forma de tipi en el piso del horno, muy cerca de la víctima. Di otra vuelta para traer cerillos y gasolina. Rocié la madera y enseguida la prendí dejando caer un cerillo encendido; se inundó de inmediato el horno de un calor reconfortante.
Al darme cuenta de que el cuarto seguía facultado para sus funciones, fui a por más leña y comencé a esparcirla en cada espacio y, evitando no mezclarla todavía con la ya encendida, la rocié con el combustible.
La madera fue suficiente para rellenar los surcos del piso sin excederme, lo justo para que no quedara ni un hueco sin madera. Puse de pie al hombre, corté la cinta que ataba sus manos y le ordené que se quitara la ropa apuntándole con su propia Pietro Beretta.
Sus ojos sorprendidos se calvaron en los míos. Quedó estupefacto, me había reconocido, por su gesto supe que él sabía quién era yo.
—¿Que no me escuchaste, imbécil? ¡Que te quites la ropa! —grité empujando el cañón de la pistola contra su sien.
Lloró con más intensidad y se arrodilló en el piso tirando de mi pantalón implorando perdón.
Me lo quité de un rodillazo y le repetí la orden. Pasaron unos minutos entre lloriqueos y amenazas, pero, al final, solo los calzoncillos le quedaron.
—Muy bien. Ahora vete a aquella esquina —indiqué el lado derecho mientras yo salí del horno caminando hacia atrás hasta quedar justo en la puerta.
El tipo, tal vez por lo aturdido y asustado que se encontraba, al querer hablar, se dio cuenta de que, si seguía con la cinta puesta en su boca era porque él mismo lo deseaba, pues hacía ya rato que sus manos estaban desatadas. Se percató de la posibilidad y, apresurado, despegó la cinta de sus labios y escupió el paliacate rojo.
—¡Por favor! ¡Tenga piedad! —imploró llorando uniendo sus manos en posición evangélica—. ¡Yo no la maté!
—¿A quién, pendejo? —lo reté.
—A su hija —sollozaba.
—Yo tampoco te voy a matar. —Encendí un cerillo, lo aventé y cerré a toda prisa la puerta de metal. Alcancé a escuchar el rugido de las llamas prender con furia.
—¡Noooooo! ¡Por favooooor! ¡Tenga piedad!
Apoyado en la pared mientras escuchaba muy a lo lejos los gritos agónicos y desesperados, repasé en mi miente, tal vez como auto justificación instintiva, el expediente del Mostaza. Me lo habían leído el día que me informaron los agentes de la Fiscalía en cuanto supieron quiénes eran los culpables del secuestro de Regina.
Calculé un lapso para quemar lo suficiente a este individuo sin que sucumbiera. Pasado ese intervalo, abrí la puerta y cayó en cuanto cupo entre el batiente y el marco, humeando muy cerca de mí. El hedor era insoportable, nunca había olido carne humana quemada.
El fuego había derretido los tendones y nervios de los pies hasta deformarlos y, por las quemaduras en las rodillas y manos, supe que el hombre no soportó estar mucho tiempo de pie, intercalando su posición entre estar de rodillas y levantarse, en un intento de nivelar el castigo, igual que pasar una tortilla recién calentada de mano en mano para soportar el calor.
El hombre, acostado boca arriba, respirando aún el humo de la leña, temblaba de dolor y en su cara, también alcanzada por las llamas, se veía una mirada desquiciada, a punto del desmayo.
—Y esto apenas empieza —dije sonriendo con malicia y caminando hacia los pipones, donde se encontraban los demás artefactos de castigo.
Tembló violentamente y creí que estaba convulsionando. Me acerqué para revisar sus signos vitales, pero vi sus ojos puestos en los míos mientras un hilo de voz alcanzaba a salir de su boca.
—Po-po-por fa-vor —suplicaba la voz seca y ronca—. ¡Piedad!
—¿Piedad? —Lo cogí del cabello bruscamente—. ¿Cuánta? ¿La misma que tuviste con mi hija, perro? —Sentía que me rompía yo mismo los dientes de coraje. Lo solté violentamente sintiendo la sangre correr de nuevo por mis dedos.
—¡Por favor! ¡Me obligaron a hacerlo! —lloraba y suplicaba.
—¡Ella era solo una niña, maldito! ¡Una inocente niña! —grité como preámbulo del llanto—. ¡Ni todo lo que te voy a hacer será suficiente para que sientas el dolor que he sufrido desde que la vi muerta y torturada por ti, perro!
—Mi dolor. ¡Claro! —Una idea detuvo las lágrimas.
—No vale la pena gastar tiempo ni esfuerzo en torturarte, porqué jamás sentirías lo que yo sentí.
El hombre me observó, suspiró y recargó la cabeza en el suelo.
—Gracias. Gracias por su piedad.
—Nada de gracias. —Sonreí con malicia—. Se va a hacer justicia.
El hombre, mirándome nuevamente a los ojos, adivinó con horror mi idea.
—¡No, por favor! ¡Tenga piedad! —Olvidándose del dolor de sus heridas, llegó hasta mis pies y suplicó apretándome los tobillos—. Hágame lo que quiera, pero no le haga nada a mi familia. —Me apretaba con más fuerza.
—Pues no te entiendo, mi hermano —dije sarcástico—. Hace unos momentos me implorabas para que no te