El publicista del gobernador. Marco Luke

El publicista del gobernador - Marco Luke


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por salir y ser parte del siglo XXI.

      La factura de veinte minutos ahorrados de un recorrido de aproximadamente cuarenta de distancia la pagó el motor del auto, que respiraba agotado y sediento.

      Ahí estaba, frente a una vieja fábrica de mezcal abandonada, de nombre La Villa, lugar donde mi abuelo trabajó como velador para nuestro pobre sustento durante muchos años y donde yo pasé grandes momentos de mi infancia.

      Los faros del auto barnizaron el óxido y los restos de pintura vieja del portón azul, que no tenía más seguridad que una cadena por corbata, afianzada con un candado color marrón. Del lado izquierdo, la pared, con una ventanilla negra y puertezuela que fungían como caseta de vigilancia. Únicamente en uno de los lados del terreno se levantaba una barda perimetral hecha de adobe de unos tres metros de altura; el resto estaba resguardado por un cercado de endebles maderos y vencido alambrado de púas.

      Bajé del auto con cierta cautela para evitar ser visto y, una vez en el portón, aunque sabía perfectamente cómo abrir sin llave, zarandeé el candado, utilizado por más de tres generaciones, para evadir una picadura de alacrán, instrucción de mi abuelo cada vez que visitábamos la fábrica en sus años mozos.

      Quité el candado sin problemas y lo dejé caer al piso empedrado una vez que empujé las dos hojas del portón.

      Con paso apresurado, me adentré en el coche y noté que los quejidos y golpes del prisionero parecían amplificarse en el silencio de la noche, pero las campanas de la iglesia de Jesús Nazareno, vecina ancestral de la factoría, amortiguaron los desesperados gemidos de auxilio.

      Los golpes recibidos por la delgada lámina de la cajuela me pusieron en estado de alerta y avivó más el fuego de mi rabia contra la víctima, pero las campanas resonaban con gran fuerza, convirtiéndose en aliadas de mi justiciero cometido.

      En cuanto el auto cruzó por completo el dintlel, bajé a toda prisa, todavía con la inercia del movimiento interrumpido por el freno de mano, para trotar hacia una de las hojas de acero, aventarla y casi simultáneamente hacer lo mismo con la otra. Las uní torpemente y pasé la cadena entre los boquetes de la malla ciclónica, parte superior del portón. Eché un vistazo hacia la adoquinada y desolada calle para cerciorarme de que no hubiera testigos de mi extraña visita.

      Aún con rapidez, me subí y llevé el coche hasta la parte final del lugar, pasando por medio de lo que todavía hoy sigue en pie.

      Al fondo se encontraba la parte más importante de la fábrica, un enorme espacio donde duermen, desde hace ya más de veinte años, viejos y enormes pipones de encino, alambiques de cobre y máquinas viejas de grandes engranes. Sin embargo, desde que tuve en mis manos a aquel maldito y elegí aquella vieja fábrica para matarlo, a mi mente le pareció un cuarto de horneado construido dentro de este otro, el lugar idóneo para castigar a mi prisionero.

      Ese horno era una construcción de aproximadamente tres metros cúbicos, levantado en piedra volcánica totalmente enjarrada, con un techo reforzado con cemento y un piso surcado del mismo material para escurrir el jugo proveniente del maguey. Pero lo más importante para mí era lo que descubrí de niño, mientras jugaba a las escondidas y me quedé encerrado durante más de una hora pidiendo auxilio a inútiles gritos: el aislamiento sonoro que proporcionaba su material.

      Me detuve exactamente en la puerta lateral, apagué el auto dejando las luces encendidas. Bajé y, de un solo paso, alcancé la manilla de la puerta, hecha de tres porciones de varilla soldados entre sí, y la corrí hasta llegar a una piedra improvisada como tope.

      No le brindé ni un vistazo al interior de la oscura estancia, mi rabia me enfocaba en llevar adentro lo más pronto posible al maldito asesino de mi Regina. Me sudaban las manos a chorros y la ansiedad en mi cuerpo temblaba incontrolable de pies a cabeza.

      La idea de que el cautivo se pudiera haber soltado para abalanzarse sobre mí en cuanto se viera libre, me hizo abrir la cajuela con mucha cautela. No hubo sorpresas: estaba como lo dejé, sin ningún signo de movimiento de las sogas que ataban detrás de su espalda sus manos y pies, ni tampoco se había movido un solo centímetro de la cinta gris que tapaba su boca y ojos. De hecho, en cuanto abrí y sintió el frío endureciendo su ropa sudada, se quedó pasmado por un instante. Permanecimos en silencio por unos segundos, él en posición fetal, esperando alguna reacción, y yo maldiciendo su árbol genealógico entre dientes, clavándole una mirada que, si fueran puñales, ya hubiera muerto desangrado.

      Reaccioné e intenté sacarlo tirando de su brazo. Un grito de horror se ahogó en el paño metido en su boca y la fuerza con que se sacudió mi mano me hizo dudar de si, aun estando en desventaja física, podría ganar la lucha de llevarlo dentro. Me encolerizó la duda y le di un fuerte puñetazo en la cara, tan certero que sus labios, junto a su nariz, explotaron cual bomba de sangre, empapando mis nudillos, su ropa y el coche. Sentí placer al verlo convulsionar y tomé ventaja de su breve coma para cargarlo sobre mi hombro como un bulto y, sin esfuerzo aparente, acarrearlo hasta el cuarto del horno.

      Lo solté igual que a un bulto, golpeando estrepitosamente contra el piso sólido encementado. Me sostuve del marco ancalado de la puerta, escuchando mi respiración agitada, no sé si por el esfuerzo o por el ansia de comenzar con el itinerario de torturas.

      No se movía, seguía sangrando, ahora de un descalabro producto del golpe al caer. Por un momento pensé que la misión había terminado, muy pronto para mi sed de venganza.

      Me incorporé y me acerqué lentamente. Pisé su cadera y lo moví. Nada, ni señales de vida. Chasqueé los dientes, lamentándome de terminar con la vida de este tipo sin haber disfrutado de su sufrimiento, que por tanto tiempo deseé.

      De pronto, gimió débilmente moviendo un poco las piernas en busca del lugar más cómodo entre el surcado piso.

      Perfecto, una segunda oportunidad que me daba la vida para la venganza.

      —Ahora sí, hijo de puta. Ya te cargó la chingada —lo amenacé complementando con una patada al estómago.

      Aún con el paño y la cinta gris tapándole la boca, la fuerza de la patada provocó que de la nariz saliera un furioso huracán de su aliento.

      Nunca me pude recuperar de la muerte de mi hija, lo único que me mantenía vivo era vengarme de quienes la secuestraron y asesinaron.

      Según la Fiscalía de Justicia del Estado, habían sido tres. Este era el primero que caía en mis manos, gracias a una llamada anónima que me avisó del lugar exacto donde se encontraba, previniéndome al tiempo con muchos detalles, tales como el número de amigos con los que se encontraba, la peligrosidad del barrio y de un arma que siempre portaba. No me importaron las advertencias: en cuanto tuve la información, colgué el teléfono y, como rayo, salí de mi departamento y en menos de cinco minutos ya me encontraba acechando al apodado el Mostaza, por su «negocio» basado en la venta de marihuana.

      Lo estuve vigilando con paciencia, en espera de que se cansara de drogarse. Cuando por fin se decidió, ya casi a la media noche, lo seguí cauteloso, caminando detrás de él sin que lo notara. Un par de metros antes de doblar la esquina, lo sorprendí por la espalda, rodeé su cuello con mi brazo mientras con la mano libre, colocaba un paño empapado de cloroformo. Lo até de pies y manos, le metí un paño en la boca y se la encinté, junto con los ojos, para después emprender el camino hasta el lugar planeado.

      Confiado en la inmovilidad de mi secuestrado, salí del que una vez fuera el corazón de la producción de la fábrica para buscar algunos artefactos improvisados como herramientas de sufrimiento. Di un par de vueltas para completar el acarreo de estas cosas, dejándolas desacomodadas, pero todas juntas al pie de los dos pipones de roble.

      Mis manos temblaban y sudaban a chorros. Tenía una sensación muy extraña, algo que nunca me había sucedido. Lo más cercano a ese sentimiento fue cuando, de niño, mis primos y yo cazábamos grillos y los quemábamos en la estufa. O cuando, junto a mis compañeros de secundaría, atrapamos un gato para darle bicarbonato e intentamos hacerlo explotar. Gran decepción, ni se murió ni explotó.

      Acordarme de esas aventuras revivió el sadismo adormecido durante


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