El publicista del gobernador. Marco Luke

El publicista del gobernador - Marco Luke


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te preocupes. —Saqué mis pies de entre sus manos—. Nada más voy a por tu hijo y vuelvo. ¿De acuerdo? —dije al tiempo que lo empujaba hasta llevarlo dentro del horno.

      —¡No, por favor! ¡Mi hijo, no! —gritaba mientras lo arrastraba.

      —¡Pendejo! —reí—. Ni siquiera sabía que tenías un hijo. Gracias por la información.

      Tuve que sacudir mis piernas con fuerza para liberar las manos laceradas del cobarde asesino de mi hija para después salir del horno y cerrar rápidamente antes de que este intentara salir.

      Al momento de cerrar la puerta, el llanto y los gritos de súplica se interrumpieron súbitamente, como si hubiera desconectado un ruidoso televisor. La fortaleza acústica me dio la seguridad de que nadie escucharía al torturado mientras yo iba a por la verdadera víctima.

      Debía estar loco. Era de madrugada y yo retomaba un camino de cuarenta y cinco minutos para ir a buscar al hijo de este pendejo sin ningún dato más que los proporcionados por la credencial de elector del Mostaza, donde, lógicamente, se apuntaba un domicilio, del que no estaba seguro que fuera el actual.

      Mientras conducía, saqué la billetera del asesino y extraje la identificación. Automáticamente arrojé por la ventanilla la cartera con el resto de cosas que pudiera guardar en ella. Con la mano izquierda sostenía el volante y con la otra la credencial, alternando la mirada entre ella y el camino.

      Observé la fotografía y de inmediato brincó a mis ojos el nombre del delincuente: Brayan de Jesús.

      —Por favor —murmuré con enfado—. Ahora resulta que es gringo el pinche cholito.

      No me molesté en leer los apellidos, sino la dirección y, una vez mapeada en mi cabeza, me encaminé hacia ella.

      Decidí cruzar la ciudad en lugar de tomar la autopista, pues la hora facilitaba el tránsito por las calles principales. En efecto, no tardé más de diez minutos en llegar a la colonia La Virgen, situada en el extremo occidental de la capital duranguense. De nuevo me encontraba en el mismo vecindario donde había capturado a mi víctima. Lo que no sabía con certeza era si su casa seguía siendo la misma y si en ella vivía la familia de este miserable.

      La laberíntica calle que lleva a esta colonia es una frontera que hace sentir extranjero a quien no pertenece a ella, como si, en menos de dos cuadras, La Virgen, en vez de ser una colonia más en la ciudad, fuera un pueblecito serrano. Asentadas en la colina, un contraste de gustos e ingresos económicos hacen una capirotada de las fachadas de esas casas asentadas en la inclinada calle pavimentada, atravesando toda la montaña culminada en una cúspide, por lo menos, para la vista de quien emprende la subida. Algunas bocacalles aún sin pavimentar son los vestigios de lo que una vez fuera el monte, en donde, insistentes, recorren los caminos empedrados pequeños riachuelos nutridos de agua que, lejos de provenir de algún manantial, lo hacen de las tuberías de los vecinos. El lugar cuenta con sus propias tiendas, farmacias, los infaltables expendios de cerveza y carpinterías, entre otros establecimientos, fortaleciendo una identidad propia de quienes habitan ahí.

      Conforme me iba adentrando, aumentaban los negocios y los grafitis, que dejaban clara no solo su soberanía geográfica, sino también la imposición de sus propias leyes.

      Debido a la oscuridad de la noche y a la falta de nomenclaturas de las calles, no encontré el nombre de la que buscaba en mi primer recorrido. Llegué hasta el final de la calle, donde ya era otra colonia, paupérrima, por cierto, en peores condiciones que la primera, que también era mísera. Una diferencia como la que se observa entre ciudades fronterizas, claro que con su debida proporción. Este vecindario sumido en la pobreza irónicamente se bautizó con el nombre de colonia Gobernadores. Hice vuelta en U para retomar la calle a punto de finalizar cuando los faros iluminaron un letrero sucio y borroso, el cual nombraba a la calle como Ramírez Gamero, con el escenario al fondo del «orgullo» duranguense, el asta bandera más grande de Latinoamérica. Sentí una profunda indignidad y la rabia me hizo preguntarme: «¿En qué momento mi país permitió que nuestros gobernantes se burlaran así de nosotros?». Bautizar a la colonia más pobre de la ciudad con los nombres de exgobernadores, del fundador de la capital, del general Villa y construir ENCIMA de las viviendas de la gente más necesitada un monumento millonario inservible no era un error, era una burla. Y con toda la intención de gritarle al pueblo: «¡Miren quién manda!».

      Olvidé por completo los abusos gubernamentales y retomé la búsqueda de la calle. De pronto, mi GPS ordenó girar a la izquierda. La calle se llamaba Flor de Belén y la casa del incauto era el número 25. ¿Era en serio? ¿En la colonia La Virgen, calle Flor de Belén, número 25, vivía Jesús? Me resultó risible, aunque tiempo después me provocaría terror.

      La numeración corría con un flujo normal y adecuado. Alcancé a ver entre tinieblas algunos dígitos que iban de los doscientos hacia arriba y me extrañé, dudando de mi GPS, pues buscaba el número 25 y la calle solo contaba con dos cuadras. Seguí avanzando por el empedrado mientras los faros oleaban entre las piedras y los tablones que fungían como rejas de las rústicas casas. Giré hábilmente sin desacelerar para apresurar el regreso, pero el estrecho camino no dejó suficiente espacio para completar el vuelco y quedé frente a una casita muy pequeña separada de las demás, al pie de la montaña y rodeada por un zacatal espeso.

      La luz de mi Volkswagen apuntó directamente hacia un garabato pintado en la fachada azul, mal formando un número, el mismo que buscaba, el 25 de la calle Belén.

      Tuve que asimilar el «casual» descubrimiento porque, a pesar de lo oscuro de la calle, yo estaba completamente seguro de haber barrido con la mirada los dos extremos de la vía y no había visto esa casa. Me daba la sensación de que acababa de aparecer frente a mí y, por si fuera poco, alzando la vista entre la neblina, se erigía exactamente por encima del techo de la vivienda el asta bandera. Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la imagen satelital que arrojó mi celular al momento de ingresar los datos del domicilio. Aparecía el monumento descansando justo en el centro de un hexágono, que se encontraba, a su vez, en una de las esquinas de un cubo, del cual se desprendían tres líneas formando una Y, de las que una de ellas apuntaba directamente a la residencia. Todo esto resaltaba en mi buscador el número 24 como coordenada. No le di importancia al dato, pero se quedó grabado en mi mente.

      Por fin, mi cerebro conectó con la realidad y bajé sin apagar el motor, dejando la puerta abierta. Así como golpeé al Mostaza, así como prendí fuego al horno y metí a mi víctima sin contemplaciones y la apaleé, así mismo, saqué la Beretta enfundada en mi pantalón, abrí de una patada el tablero que servía de puerta y entré a la casa dispuesto a meterle un balazo a quien se interpusiera en mi cometido. No comprendía qué o quién manejaba mi voluntad, porque, a pesar del odio que sentía, en situaciones normales esa no era mi personalidad, siempre me tuve a mí mismo y me consideron un hombre, cuanto menos, asustadizo y poco arrojado. Pensé que tal vez mi forma de ser había cambiado desde que mataron a mi hija. Una vez dentro de la minúscula casa, en la primera recámara donde busqué, tuve la suerte de encontrar a un niño pequeño dormido a pesar del estruendoso golpe, enredado en una fina sábana blanca. Guardé la pistola y sentí alivio de su innecesaria presencia en la misión.

      Tomé al niño en brazos y en segundos pude salir con él, acomodarlo en el asiento trasero, subir al coche y emprender el camino. En el espejo retrovisor apareció una mujer de edad avanzada que salía de la casa manoteando y gritando tras fracasar en el rescate de su nieto.

      El camino para salir de la colonia me pareció eterno, un verdadero viaje. Cuando alcancé la avenida, emprendí el recorrido, esta vez por el despoblado libramiento, para evitar toparme con algún policía o conocido. Era de madrugada y las posibilidades de encontrarme con alguien eran remotas; no obstante, mi turbia conciencia prefirió no tomar riesgos.

      Pasados unos veinte minutos y en plena carretera, escuché una tenue vocecita:

      —¿Papá?

      No contesté nada, esperando que apareciera en el espejo la cara infantil del desafortunado.

      —¿Papá? —repitió angustiado el infante.


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