El publicista del gobernador. Marco Luke

El publicista del gobernador - Marco Luke


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como era mi costumbre diaria en mi camino hacia el trabajo, sobre la historia de los edificios, de la poca importancia que le daban a la historia de nuestra ciudad y de lo indignante que me parecía cómo una de estas maravillas arquitectónicas estaba invadida por oficinas del Gobierno. En aquel momento, súbitamente recordé que Carla me había dicho que nos veíamos «donde nunca».

      Entonces me percaté de que mi colega y mejor amiga, por primera vez en estos más de cinco años trabajando para el Gobierno del Estado, había utilizado una contraseña que nunca hubiera querido haber escuchado.

      Hice un esfuerzo para girar el volante en sentido contrario al camino que llevaba a mi trabajo y que mi coche se sabía de memoria. La despoblada avenida me permitió realizar el ágil giro en U y emprendí el viaje al lugar «donde nunca»; me reuniría con Carla y el gobernador solo en caso de extrema emergencia.

      Al cabo de quince minutos llegué al lugar elegido por el mismo gobernador José María Amaya y que solo conocíamos él, Carla, el ingeniero Pérez y yo, su publicista.

      Procedí a estacionar mi coche en un lugar especificado en las instrucciones que me diera el actual secretario de Gobierno cuando Amaya acababa de ganar las elecciones. Estaban rotuladas en una tarjeta de presentación que rezaba: «Antigua hacienda la Ferrería. Eventos especiales», con un número telefónico falso y un logotipo circular, dentro del cual figuraba una cruz inclinada hacia la derecha adornada por un tallo con tres flores y unas cuantas hojas. Un logotipo que, desde mi punto de vista mercadológico, no solo era horrible y muy extraño, sino también muy poco funcional en caso de que se quisiera considerar herramienta publicitaria.

      No entendí el significado en aquel momento y la incógnita se vio ahogada por el inevitable recuerdo que el cartón arrugado que acariciaban mis yemas trajo a mi mente de aquel primer contacto entre esa maldita tarjeta y yo.

      III

      Mientras me dirigía a la reunión, recordaba aquel histórico mes de julio para la ciudad de Durango, cuando celebrábamos con una fiesta improvisada en las afueras del edificio del partido la entrega de la constancia oficial de gobernador al Profe, así apodado por haber sido profesor de educación física en una escuela pública, oficio que le daría la entrada al sindicato de maestros y, sucesivamente, a su actual exitosa carrera política.

      Entre la multitud, la música y el festejo, vi acercarse hacia mí al ingeniero Pérez, uno de los más experimentados y cercanos colaboradores de Amaya. Estrechó mi mano y al mismo tiempo tiraba de mí dándome un abrazo.

      —Felicidades, licenciado —me dijo sin soltar mi mano.

      —Felicidades para usted también, ingeniero. —Sonreí.

      Tiró nuevamente de mí para darme lo que parecía otro abrazo de felicitación. Se lo concedí, a pesar de nuestra áspera relación.

      Quise soltarme deprisa, pero un apretón me hizo desistir del esfuerzo y, cuando mi pensamiento comenzaba a otorgarle una tregua a su mezquina forma de ser, un susurro al oído me devolvió la imagen de su siempre miserable personalidad.

      Hice un esfuerzo para dejar de escuchar la música de un grupo norteño que ambientaba la fiesta democrática, ahora a nuestro favor, y entender el mensaje murmurado del Ingeñero, mote bien ganado por Pérez, gracias a sus amplias muestras de poca educación, nula cultura y vulgaridad de sus gustos para divertirse.

      —Revisa tu bolsillo. Ya eres parte del club privado de nuestro gobernador.

      Creí no haber entendido el mensaje. No solté la sonrisa un solo instante. Se separó de mí estrechando nuevamente mi mano y reiteró la felicitación en voz alta.

      Asentí sonriendo y, por su gesto, supe que sabía lo que el mío le preguntaba: «¿Qué club privado? ¿A qué se refiere?». No me esforcé por alcanzarlo y aclarar la duda. No quería que nada echara a perder ese momento.

      Con el triunfo de Amaya, era la primera vez que me sentía, si no feliz, por lo menos un poco menos triste desde que había muerto Regina un año antes y no quería soltar ese pequeño salvavidas, que con el tiempo se convertiría en mi Titanic, para no ahogarme en la depresión.

      Pérez se alejó y se perdió entre los improvisados y vastos simpatizantes de nuestro partido.

      Por la poca experiencia que me había dado el corto tiempo que llevaba dentro del servicio público, junto a mi amplio ejercicio en otros ámbitos laborales (porque, a fin de cuentas, en todo hay política), supe que esta clase de mensajes deben guardarse con mucha cautela: un solo paso en falso y se puede derrumbar hasta la más prometedora carrera política.

      Busqué algo en mis bolsillos, hasta que un rasguño en mi dedo índice derecho avisó al tacto de lo que se sentía como un pedazo de cartón.

      Saqué la mano y discretamente me llevé el dedo a la boca para limpiar la sangre y mitigar el agudo dolor causado por esa pequeña herida. Quién iba a pensar que sería las más pequeña de las heridas que esa tarjeta me causaría.

      Ese día, ya casi a media noche, recuerdo que llegué a casa exhausto, con mucha hambre, pero con más deseos de dormir que de comer.

      Me dejé caer en la cama con las manos extendidas por encima de la cabeza. Me quité los zapatos empujando con las plantas y los talones. Sentí el aire fresco envolver mis cansados pies y la libertad de los dedos limitada por los calcetines.

      Después, de un solo tirón salió disparado el cinturón. Los brazos cayeron bruscamente rebotando en el colchón. Tomé aire para un nuevo esfuerzo para quitarme el pantalón cuando un roce del bolsillo derecho me hizo sentir el cartón por encima de la tela del pantalón Dockers negro.

      Metí deprisa la mano y, desarrugando el bolsillo, extraje una tarjeta de presentación blanca, rotulada en su totalidad, incluso el logo, con tinta azul. Me pregunté de inmediato, por qué solo azul y no el combinado de este color con púrpura, colores del partido.

      Fijé mi vista instintivamente en la arruga transversal provocada por el trajín de un día dentro de un pantalón, la misma que la hacía parecer aún menos atractiva de lo normal, si su misión tuviera que ser una herramienta publicitaria, claro.

      Después, me atrajo poderosamente el horrible diseño del logo, posicionado en la parte superior derecha de la tarjeta, cuando en la mayoría de los casos, si no en todos, estas llevan el logotipo de la empresa en el lado izquierdo.

      Cuando mi análisis mercadológico me permitió entender la verdadera funcionalidad de la tarjeta, me centré en comenzar a leer los datos que en ella figuraban, pero me interrumpió la vibración de mi teléfono en el otro bolsillo.

      A diferencia del cartón, saqué el teléfono sin dificultad. Vibrando ahora en mi mano, leí en la pantalla el nombre: «Carla».

      —Hola, Carlota —contesté burlón, mientras seguía analizando superficialmente los datos de la tarjeta.

      —¡Idiota! ¡Te he dicho miles de veces que no me llames así! —me recriminó entre dientes.

      La amistad que sostenía con Carlota, o Carla, como ella misma se rebautizó, era tan estrecha que, de todo el círculo de conocidos, amigos y colegas, solo yo sabía su verdadero nombre, el mismo que ella odiaba y que yo terminé por sustituir. De sus intimidades, también sabía que su padre había cometido suicidio cuando la madre de mi amiga, después del divorcio, se esfumó abandonando a Carla y a don Hernán. De la muerte de su padre y de la desaparición de su madre hablamos solamente tres veces en los veinte años que contábamos de amistad.

      La última vez Carla lloró más de una hora mientras desahogaba el dolor que le causaba recordar aquellas funestas escenas de ella misma llegando a su casa en Guadalajara, tomada de la mano de un hombre del que no recordaba la cara, con las luces azul y roja de una patrulla tiñendo la fachada del inmueble, una multitud morbosa apretujada tras una cinta amarilla que resguardaba con celo un oficial estatal. Entonces, narraba sollozando, haber entrado hasta la sala de su residencia y ver a su padre tirado en el suelo con una mancha roja en su camisa azul metálico, exactamente a la altura del corazón, le hizo sentirse flotando


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