Adiós, humanidad. Gonzalo Senestrari
habían cumplido las 00:04 a.m. en algún rincón del planeta Tierra, y allí, en aquel sitio en el que el último día tenía tan solo unos minutos de vida, se encontraba Gonzalo Senestrari.
En el lapso de treinta años, Gonzalo había atravesado todo tipo de experiencias en la vida; algunas podrían llegar a definirse como únicas, aunque, de cierta manera, todas lo habían sido un poco. Durante esas treinta vueltas alrededor del Sol, él había experimentado el romance, la mentira, la adrenalina, el miedo, la ansiedad, la risa, el llanto, el sexo, el verdadero sexo, los besos, el dolor físico, el desorden mental, el poder de la música, la debilidad de las emociones, la adicción y el entusiasmo; aunque este último hacía mucho tiempo que no lo experimentaba. Las vivencias habían esculpido tanto su personalidad, que él ya ni siquiera podía recordar cuál era su naturaleza.
Pero aquella madrugada, Gonzalo no pensaba ni en sus miedos, ni en las risas, ni en el sexo, sino en dónde iría a pasar su último día de vida. Había intentado darle una oportunidad a una fiesta de la que le habían hablado, pero no transcurrieron ni quince minutos antes de que se arrepintiese completamente de haber ido.
Entonces fue que decidió hurtar un pack de seis latas de cerveza de la fiesta, y dirigirse de vuelta a su departamento. Quizás, en su hogar encontraría algún nuevo plan, uno que no incluyera estar rodeado de personas poseídas por una artificial felicidad; ante sus ojos, todo en el mundo humano se veía artificial.
Camino a su hogar, abrió una de las latas y la bebió, mientras que con cada paso que daba se entregaba más y más a sus pensamientos. A ocho cuadras de su casa, se preguntó si había desperdiciado su vida, y si era que en realidad todos los humanos también lo habían hecho.
Cuando le faltaban cinco calles para llegar a su edificio, levantó la mirada al cielo, entretanto se preguntaba si allí afuera habría alguna especie extraterrestre que estuviera observando la inútil partida de Monopoly que los humanos habían estado jugando con el planeta Tierra. A menos de trescientos metros de su hogar, se preguntó si era una buena idea estar deambulando por la ciudad a horas del fin del mundo. Cuando llegó a la puerta de su edificio, se preguntó cómo era posible que no hubiera gente en las calles prendiendo fuego todo lo que se encontrara a su paso. Era el día indicado para que los humanos se despidiesen del mundo de la mejor manera que sabían hacerlo: destruyendo todo a su alrededor.
Mientras su mente bebía aquel cóctel de pensamientos —y su cuerpo otro trago de cerveza—, Gonzalo subió las escaleras del pórtico y se adentró en su edificio. Cruzó la puerta principal, se dirigió al ascensor, presionó el botón y esperó a que llegara.
Cuando se abrieron las puertas, se sorprendió al descubrir que allí dentro se encontraba un sujeto que le era familiar, aunque no demasiado. No sabía su nombre, ni tampoco cómo era el sonido de su voz. Solo lo había visto en un par de ocasiones, pero esa era la primera vez que había notado que siempre que lo cruzaba era dentro del ascensor. Gonzalo podría haber pensado que era como la mayoría de las dinámicas que mantenía con el resto de sus vecinos, pero, en cierto aspecto, con él la situación era llamativamente diferente: nunca lo había visto bajar del ascensor.
¿Por qué nunca antes lo había notado?, pensó, ¿Demasiado ocupado desperdiciando tu vida, Gonzalo? Le hizo un gesto al hombre y entró al ascensor. Al verlo de cerca, tuvo que contener la risa. Era el ser humano más antiguo que había visto en su vida. Sus orejas eran las más largas que podían llegar a existir, y su nariz competía con ellas por llamar la atención. Todo su ser parecía estar cubierto de arrugas, hasta sus labios. Gonzalo sentía que no podía quitarle la mirada de encima, creía estar observando lo más cercano a un extraterrestre que había visto en su vida. Cuando las puertas se volvieron a cerrar, el anciano habló:
—Le sorprendería saber que luzco aún más joven de lo que soy.
El comentario lo tomó por sorpresa, y una risa salió expulsada desde el interior de su estómago, viajó por su garganta y atravesó su boca hasta dar de lleno contra cada esquina del ascensor.
—Disculpe —se excusó Gonzalo, todavía con secuelas de carcajada—, no quise… no quiero faltarle el respeto.
—No se disculpe, joven. El respeto y las risas también pueden ser aliados.
Gonzalo sintió alivió por la reacción del anciano, un alivio mezclado con un poco de sospecha. ¿Por qué era tan comprensivo el sujeto?, pensó.
—Tenemos que burlarnos de la vida —aclaró el anciano—. En este mundo que construimos, sería una gran hipocresía no hacerlo.
Después de oír aquello, durante un instante, Gonzalo tuvo la sensación de que aquel anciano podía leer su mente. Tal vez, era una habilidad que los humanos adquirían al llegar a esa edad, conocimiento de tan solo unos pocos. Se libró de ese último pensamiento, presionó el botón del octavo piso, y emprendieron viaje.
—Me gustaría saber cuántos años tiene, señor —se atrevió a pronunciar Gonzalo.
—¿No prefiere disfrutar del misterio?
—No.
—Bueno, en ese caso, tengo noventa y ocho años.
—¡Mentira! —exclamó, totalmente atónito.
—No hace falta que grite, joven. No se deje llevar por mi edad, sigo oyendo a la perfección.
—¿Noventa y ocho años?
—De hecho, casi noventa y nueve —aclaró el anciano.
—Significa que usted estaba vivo cuando…
Antes de que Gonzalo pudiera terminar la frase, fue interrumpido por el sonido de una gran explosión proveniente de la calle. Instantes después, el ascensor se detuvo de golpe y las luces del artefacto se apagaron. En un principio quedaron completamente a oscuras, pero en cuestión de segundos, una tenue luz de emergencia ubicada en el techo del ascensor cobró vida. Ambos guardaron silencio, hasta que Gonzalo no pudo contener más sus pensamientos:
—¡Qué mierda acaba de pasar!
—Joven, conserve sus insultos para momentos en los que realmente valga la pena utilizarlos.
Gonzalo presionó todos los botones, pero el artefacto no respondía.
—Parece que finalmente se está tomando unas merecidas vacaciones.
—¿Qué? —preguntó el joven, mientras se esforzaba en no perder la calma y la paciencia.
—El ascensor… está descansando.
Gonzalo se volvió a sobresaltar por un nuevo estruendo que se hizo oír desde afuera, y después de unos segundos, entendió lo que estaba sucediendo, el caos reinaba en las calles.
—Deben estar rompiendo todo —dijo, mientras se llevaba automáticamente la mano al bolsillo, en busca de un celular que sabía que no encontraría: había decidido salir a la calle sin él, no debido a que fuera el fin del mundo, sino porque a veces simplemente se olvidaba de su existencia, o, al menos, esa era la excusa que se ponía a sí mismo para no aceptar que en realidad le aterraban esos artefactos desde el último salto evolutivo que habían dado.
—¿Rompiendo? —Quiso saber el anciano—. ¿Quiénes están rompiendo? Y lo más importante, ¿qué están rompiendo?
—Me refiero a que las personas deben estar rompiendo todo.
—¿Qué cosa están rompiendo?
—No lo sé… —Lo pensó mejor—. El mundo.
—Oh, joven, el mundo ha estado roto desde hace mucho tiempo atrás.
Gonzalo quedó callado, en parte porque necesitaba un descanso antes de seguir hablando con el anciano, pero también porque le parecía estar oyendo un bullicio que provenía desde la calle.
—¿Lo puede oír? —preguntó.
—¿Qué cosa?
—El alboroto que