Adiós, humanidad. Gonzalo Senestrari
a brindar.
—¡Por la poca importancia que tienen los finales! —dijo Gonzalo, con la sensación de que aquella frase había sonado mejor dentro de su mente—. Por favor, continúe con la historia, Alexander.
—Bien, esta es una historia que jamás ha sido contada. Usted será la primera persona en oírla. Es una historia que habla de dioses y mortales, de emociones y raciocinio, de la vida, de la muerte y de todo lo que se encuentra en el medio. Esta es la historia de Alexander y Soledad.
—¿De verdad? ¿Esos son los nombres? —preguntó el joven, sintiéndose algo subestimado.
—¿Quiere que cuente la historia o no?
Gonzalo se disculpó, y le hizo un gesto para que continuara con su relato.
—Alexander y Soledad vivían en el pasado, en un lugar al que ningún otro mortal podía siquiera llegar a echar un vistazo. Ningún mortal, es cierto, pero los ojos de los dioses podían observar aquel sitio sin ningún obstáculo.
»Afrodita, diosa de lo erótico, fue quien desde el panteón echó un vistazo por primera vez hacia ellos dos. Asombrada, los observó durante días, semanas y meses. Se sentía hipnotizada por la relación que mantenían Alexander y Soledad. En aquel vínculo entre humanos no había ninguna disputa inconsciente de poder, ningún malentendido o mentira, solo sinceridad, empatía, curiosidad y respeto. Sin embargo, lo que había asombrado a Afrodita sobre todas las cosas, había sido la manera en la que copulaban aquellos dos humanos. Lo hacían como si sus cuerpos hubieran sido tallados para crear juntos una sola forma, lo hacían como los dioses.
»Una noche, Afrodita reunió al resto de sus pares en el monte Olimpo para que también pudieran ser testigos de su erotismo. Así fue que todos, dioses y diosas, cayeron también bajo el hechizo de atracción que generaban aquellos dos simples mortales. Afrodita se atribuía a sí misma el poder de aquel hechizo, argumentando que era el erotismo y el amor lo que creaba el balance perfecto entre ellos dos.
»Atenas la interrumpió y contradijo, la diosa de la sabiduría tenía una visión aún más aguda. Atenas afirmó que el hechizo de su relación recaía en la sapiencia que tenían sobre el otro. Sus cuerpos encajaban a la perfección, sí, pero sus mentes lo hacían de un modo que la simple carne jamás podría experimentar.
»Furiosa, Afrodita echó un intenso vistazo hacia Ares, su amante secreto, en busca de otra opinión. Para mantenerse relativamente neutral —no estaba en su naturaleza responder de un modo que no fuera bélico— agregó que no importara lo que los uniera, de igual modo, como con la mayoría de las relaciones entre los humanos, terminaría en una guerra.
»Hera, diosa del matrimonio y del parto, se sintió algo confundida al descubrir que Alexander y Soledad no solo no tenían hijos, sino que tampoco habían contraído matrimonio.
»A lo que Hermes agregó que la teoría de Afrodita carecía de fundamentos, ya que Alexander y Soledad parecían no intercambiar votos de amor en lo absoluto, ni siquiera un simple y claro te amo. Tras ese comentario, Afrodita tuvo que contenerse para no golpear a Hermes de lleno en esa estúpida cara que tenía.
»Poseidón quiso apaciguar las aguas, y cambió de tema haciendo hincapié en que Alexander era marinero, pero Afrodita ni siquiera lo escuchó. Desafortunadamente para Poseidón, ella nunca lo hacía, y por el contrario, ¡cuán atraído se sentía Poseidón hacia ella! Eran sus aguas las únicas en las que realmente quería sumergirse.
»Artemis, diosa de la caza, se sumó al debate y aclaró que Alexander era pescador, lo cual lo acercaba aún más a la caza que a la navegación; Artemis nunca había entendido que Poseidón no estaba compitiendo por el mérito del hechizo.
»Entonces, Afrodita, volvió a tomar la palabra, y anunció que bajaría a la tierra de los mortales e iría al pasado en busca de Alexander y Soledad, para demostrar que el hechizo que los unía era el del amor. Ninguno del resto de los dioses pareció darle demasiada importancia, a excepción del pobre Poseidón, quien le prestaba suma atención no importara lo que ella dijese.
»Afrodita atravesó la tierra y el tiempo de los mortales, hasta llegar a la pequeña choza en la que vivían Alexander y Soledad. Se presentó como tal, y explicó el motivo de su visita, quería descubrir con qué estaba preparado el hechizo que los unía. La invitaron a pasar, y los tres se sentaron junto al fuego.
»Fue Soledad quien decidió tomar primero la palabra, poco sabía que sus dichos enfadarían a Afrodita. Soledad le aseguró que la pócima estaba preparada con sinceridad, empatía, pero más que nada, raciocinio. Ocultando su fastidio, la diosa les preguntó sobre el amor que sentían por el otro. Pero Alexander se encargó de hacerle saber que no había amor entre ellos dos. Se negaban a encerrar todo lo que sentían por el otro en una diminuta palabra de cuatro letras. Esas fueron las palabras exactas que utilizó Alexander.
»Poseída por la ira, Afrodita se puso de pie y se quitó la bata para descubrir su cuerpo por completo. Anunció que, en ese caso, Alexander y ella tendrían sexo hasta que él pudiese descubrir realmente el verdadero significado del amor. Tras oírla, Alexander y Soledad intercambiaron miradas, lo cual los llevó a terminar riéndose en la cara de la diosa más bella de todas.
»Completamente avergonzada, Afrodita preguntó qué les generaba tanta risa. Alexander le aclaró que, aunque agradecía su invitación, prefería rechazarla. ¡¿Cómo era posible que pudiese rechazar el cuerpo de Afrodita?!, se preguntó la diosa. Ella ignoraba que la razón era el ingrediente más poderoso del hechizo.
»Afrodita volvió completamente iracunda al monte Olimpo, en donde la esperaba Poseidón; siempre la esperaba Poseidón. Le pidió que la ayudara a vengarse de aquellos dos irrespetuosos humanos, sabía que Poseidón jamás le negaría algo. Él haría lo que fuese por tener el honor de encontrarse en compañía de su belleza, aunque eso significara tener que lastimarla. Al principio, Poseidón quiso negarse, pero Afrodita le aseguró que para ella el dolor y el placer eran una misma cosa. Así que el dios del mar tomó su tridente, y con una de las puntas, hizo un corte en la muñeca izquierda de Afrodita. La sangre comenzó a caer como una cascada, hasta chocar contra el suelo. Y allí, sobre las rocas, la sangre de la diosa fue cobrando vida hasta convertirse en un collar del que colgaba un relicario con forma de corazón.
»Afrodita esperó a que Alexander emprendiera uno de sus viajes de pesca, no porque necesitara que Soledad se encontrase sola, sino porque necesitaba que Alexander estuviera navegando las aguas. La diosa visitó la choza una vez más, y se sentó junto al fuego en compañía de Soledad. Cuando se le preguntó el motivo de su presencia, Afrodita respondió que, luego de pensárselo dos veces, había concluido en que el hechizo que los mantenía unidos era merecedor de una verdadera admiración, y como demostración de su fascinación, llevaba consigo una ofrenda para ella.
»La diosa tomó el collar, hecho de su propia sangre, y extendió sus manos para ofrecérselo. La ingenuidad tomó posesión de Soledad, quien recibió el objeto y perdió su mirada en él. Era de un metal rojizo que brillaba aún más que el fuego. Sin pensarlo, envolvió su cuello en él y cerró así una maldición creada por los dioses.
»A kilómetros de allí, se encontraba Alexander navegando en su barco. Para sorpresa de él, de un momento a otro, las aguas comenzaron a tornarse rojizas. El marinero se paralizó frente a aquel océano de sangre. Navegó durante horas y horas, días y días, semanas y semanas, pero en ningún momento pudo encontrar la costa, solo veía un océano rojo, adonde fuera que dirigiese la mirada.
»Afrodita y Poseidón había unido fuerzas para forjar una maldición. Entretanto Soledad no se quitara el collar, Alexander quedaría atrapado en las sanguinarias aguas del océano, dando vueltas y vueltas por un triángulo que desde el monte Olimpo se veía con la forma exacta de un corazón. El Corazón del Océano, así lo había llamado Poseidón, era su obsequio para Afrodita.
»Alexander se encontraba atrapado en la nostalgia de Soledad, quien, al ver que pasaban los días, las semanas y los meses, y su no-amado no regresaba, se rehusó a quitarse el collar que envolvía su cuello, era un regalo de los dioses,