Adiós, humanidad. Gonzalo Senestrari

Adiós, humanidad - Gonzalo Senestrari


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ser explotada al máximo…

      —Disculpe —interrumpió Gonzalo, algo irritado—, ¿podría guardar silencio durante un momento? Me es difícil pensar con voces de fondo.

      El anciano se mantuvo callado, supo que eso sería respuesta suficiente. Lo primero que decidió el joven fue ubicar sus manos en un extremo de la puerta del ascensor para intentar abrirla. Hizo cuanta fuerza pudo, pero la estoica puerta de metal no cedió en absoluto. Su plan B fue dirigirse al anciano y preguntarle si por casualidad no llevaba consigo un celular.

      —¿Celular? —respondió el longevo entre risas—. Joven, he oído hablar de esos artefactos, pero me entregaría a la muerte antes de rebajarme a utilizar uno.

      Gonzalo fue poseído por un impulso que no sentía desde su adolescencia, y que lo llevó a golpear la puerta del ascensor con su puño repetidas veces. Su arrepentimiento fue inmediato, cuando comenzaron a dolerle los nudillos y la muñeca.

      —No entiendo por qué actúa de un modo tan melodramático, joven.

      —¿Por qué? ¡¿Por qué?! —gritó él, convirtiendo el dolor en ira—. ¡Porque estamos encerrados en un ascensor! ¡Y porque afuera hay una horda destruyendo la ciudad! ¡Nadie nos va a venir a ayudar! ¡Es el maldito fin del mundo!

      —Tómeselo con calma, joven —dijo el anciano—. No exagere. No es el fin del mundo. En mi juventud todas las semanas había un grupo distinto que destruía la ciudad. Tengo que admitir que eran muy ingeniosos para llevarlo a cabo.

      Gonzalo se volvió hacia él, y examinó su actitud antes de poder llegar a una conclusión: el anciano no era para nada consciente de que el fin del mundo se avecinaba, y él no tenía ningún deseo de ser el responsable de informárselo.

      —Las personas siempre tuvieron facilidad para la destrucción —acotó el joven.

      Luego, apoyó su espalda en una de las paredes del ascensor y dejó caer su cuerpo para poder tomar asiento en el piso. Finalmente había aceptado como irremediable el hecho de que pasaría el fin del mundo encerrado en un ascensor.

      —¡Qué gran idea! —exclamó el anciano, mientras tomaba asiento junto a él—. Esperaremos sentados. Mis rodillas van a estar agradecidas.

      Gonzalo abrió otra cerveza, le dio un largo trago, y al bajar la lata, se encontró con la mirada del anciano.

      —¿No me piensa ofrecer una?

      El joven dudó, ya que creía que a la edad del viejo podría hacerle mal, o quizá, podía llegar hasta a matarlo.

      —Si hasta ahora la vida no consiguió matarme, no creo que lo logre una minúscula cerveza —pronunció el telepático anciano.

      Gonzalo tomó una lata del paquete y la ubicó a su lado.

      —¿Podría abrirla por mí? —pidió—. La motricidad fina es algo que también he perdido con el correr de los años.

      El joven le hizo el favor, y acto seguido, acompañó la lata hasta que llegó sana y salva a las temblorosas manos del anciano.

      —¿Cómo es su nombre, joven?

      —Gonzalo, o Gonzo, como quiera decirme.

      —En ese caso, lo llamaré Gonzalo —aclaró—. Gonzo me suena algo soso.

      —Empiezo a tener la sospecha de que usted es una persona muy solitaria, señor.

      —¿Cómo lo supo?

      —Por su capacidad para hacer nuevos amigos.

      —Me ha llevado muchos años perfeccionar tal capacidad —bromeó el anciano, o eso creyó Gonzalo—. Pero no, soy una persona solitaria por otros dos motivos. El primero, porque todo gran escritor debe hacer algún sacrificio ante los dioses de las palabras, y yo he elegido sacrificar la compañía de otros seres humanos.

      —¿El segundo motivo?

      —Es que todas las personas que conocía están muertas. Les he ganado a todas, o tal vez he perdido. No lo tengo muy en claro.

      Entretanto la sinfonía de disturbios se hacía oír desde afuera, Gonzalo sintió el impulso de alejarse del mundo real, aunque fuese durante un instante, para poder viajar a su lugar favorito en el universo: la imaginación.

      —Así que es escritor —dijo.

      —Exacto.

      —Cuénteme una historia, entonces.

      El anciano bebió por primera vez de su lata, saboreó el líquido como si se tratase del elixir de la vida, y después se dirigió al joven.

      —No sabe ni mi nombre, y quiere que le cuenta una historia.

      —No creía que fuese algo importante.

      —¿Mi nombre no es importante? —El anciano razonó al respecto—. Tiene un buen punto, Gonzalo. Ni siquiera lo he elegido yo mismo, así que no es trascendente a la hora de conocer mi persona.

      —¿Me va a decir su nombre o no?

      El anciano titubeó unos instantes.

      —Alexander.

      Gonzalo examinó su actitud, frente a él tenía a uno de los seres humanos más antiguos del mundo, pero curiosamente, su mirada seguía pareciendo la de un niño.

      —Acaba de inventarse un nombre, ¿cierto?

      —Sí, lo he hecho —confesó el anciano entre risas.

      —Bueno, en ese caso… Alexander, ¿me contará una historia o no?

      —Conozco muchas historias.

      —Elija una.

      —No —pronunció el anciano—. Elíjala usted.

      —¿Cómo es posible eso?

      —¿Lo ha intentando?

      —No.

      —Entonces, inténtelo, y quizá así, descubra la manera de hacerlo posible.

      Gonzalo se detuvo a analizar eso último. Se sentía entusiasmado por encontrar el modo de elegir una historia; aunque no lo había experimentado hacía mucho tiempo, podía reconocer el entusiasmo al instante. El joven clavó su vista en el anciano, y lo observó a través de la tenue iluminación que los rodeaba. Entre la oscuridad, un brillo llamó su atención. Cuando hizo foco en aquel fenómeno, notó que el longevo llevaba un fino collar alrededor de su cuello.

      —Alexander, quiero oír la historia de su collar —dijo Gonzalo sin dudar.

      El anciano introdujo una mano dentro del cuello de su camisa y liberó el objeto por completo, de un extremo de él colgaba un relicario con forma de corazón.

      —¿Este collar? Lo hallé mientras navegaba, encerrado dentro de una botella que vagaba perdida por el océano.

      —¿Esa es toda la historia?

      —Resumida.

      —¡Alexander! —Ya le había tomado el gusto a llamarlo por su inventado nombre—. Esa no es manera de contar una historia. ¿Qué clase de escritor es usted?

      —Uno que sabe economizar palabras.

      Gonzalo se resignó, e inclinó la lata sobre sus labios para beber todo el contenido que le quedaba.

      —Supongo que vamos a quedarnos dentro de este ascensor para siempre, Alexander.

      —No se preocupe, Gonzalo. Para siempre suele durar menos tiempo del que pensamos —agregó el anciano, mientras rozaba el relicario con la punta de sus dedos—. ¿Quiere oír la historia del collar o no?

      —Ya me ha contado el final.

      —¡Oh, en esta vida el final es lo que menos importa! —exclamó el anciano.

      Gonzalo quiso hacerle saber lo adecuado


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