Las Ramonas. Ana Cabaleiro
—Sí, mujer, guapa sí, que eso es fácil.
Decide que no le enviará el código del viaje. No le va a permitir que cobre ni los cinco euros que le corresponden de BlaBlaCar.
OTOÑO
I
Mona va con la sensación de que lleva toda la vida transitando por la nacional 525, arriba y abajo. De Silleda a Compostela. De Compostela a Silleda. Un no parar de idas y venidas recorriendo la línea roja que representa la carretera en los mapas, como si fuera un rastro de sangre, y que cruza desde la provincia de Pontevedra hasta la de A Coruña por encima de la frontera del río Ulla, apenas marcado por un trazo finísimo de color azul claro. Mona sabe que esa línea roja que en el papel aparece casi recta es una mentira, que en la realidad es un camino de asfalto gris, sinuoso, como una vieja serpiente remolona, con la piel endurecida y remendada, con sus cuestas empinadísimas, sobre todo a orillas del Ulla, e infestada de esas trampas indignas que son las limitaciones de velocidad a cincuenta kilómetros por hora.
Pero hoy Mona no se tiene que preocupar por los límites de velocidad. Además, tiene una resaca espantosa. Al volante va Monchita, su querida Monchita Silva del alma. Si con alguien ha transitado por la línea roja de la N-525 ha sido con ella, primero en el coche de línea de la empresa Castromil, todos los viernes y todos los domingos durante sus cuatro años de estudiantes, Mona haciendo fotografía en la Escuela de Artes y Oficios Mestre Mateo, y Monchita, Periodismo en la facultad vieja, la de la plaza de Mazarelos. Después, en coches de segunda mano, los primeros que se pudieron comprar, o en coches de los novios de aquellos tiempos en los que aún era todo posible, muchas veces en el primer coche de Roi, el que es ahora marido de Mona, y en coches de amigas y amigos, por ese trayecto que las llevaba y las traía para cumplir con la norma no escrita según la cual las nacidas en la aldea deben ir a comer los domingos a la casa familiar un fin de semana sí y al otro también. Mona y Monchita, que tantos domingos habían tenido que trabajar, formaban parte de una tribu minoritaria que hacía la comida familiar en lunes, que era como un domingo a destiempo, tristón, sin vermú, sin pasteles, sin siesta.
—Al final, ¿cuántos meses te han quitado el carné? ¿Tan borracha ibas?
Monchita, su querida Monchita Silva, habla riéndose con la boca pequeña, mirándola de reojo mientras aparenta ir muy concentrada en la carretera. Aprovecha la intimidad del coche para sacar un tema por el que apenas pasaron de puntillas hace solo unas horas, en la noche del reencuentro de las cinco compañeras de piso de la época de estudiantes, una tradición anual que conservan desde hace tres lustros y en la que determinadas miserias que ya no encajan acaban sepultadas en un prudente silencio.
—Qué va, iría tan borracha como otras veces, pero me han quitado los últimos puntos que me quedaban y ahora tengo que hacer el maldito examen ese para que me los devuelvan. Y encima me obligan a esperar seis meses para poder recuperar el carné.
—Pero no puedes ir a trabajar en BlaBlaCar, ¡que estamos en plena temporada de bodas!
Monchita siempre tan racional, tan práctica, tan imposibilitada para la locura.
—Mejor, así me libero de esa esclavitud. La última ha sido la que os conté anoche, la que ofició la concejala nueva, la que supongo que es la nueva conquista de mi marido.
No sabe por qué, pero Mona necesita expresarlo otra vez en voz alta. Y se detesta por haberlo hecho. A ella, que desde siempre ha sido tan discreta con las aventuras extramatrimoniales, propias y ajenas, vinieran de donde vinieran, le gusta presumir de que se comporta como una señora. Nota que a Monchita también empieza a atravesársele el tema.
—¡Ay, Ramona, chica, qué desconfiada eres! ¿Tú qué sabrás? Busca algo que escuchar ahí en la guantera, anda. A ver si nos animamos.
Y Mona, a quien en su vida adulta ya nadie se atreve a llamar Ramona, salvo su querida Monchita Silva, revuelve entre los CD y saca uno de Ana Kiro sin dar crédito. Con los acordes iniciales se desternillan de risa y cantan a gritos la primera estrofa de catro vellos mariñeiros, catro vellos mariñeiros, todos metidos nun bote, voga, voga, mariñeiro, imos p’ra Viveiro, xa se ve San Roque…
—Lo compré para mi abuela, que últimamente hay que ir con ella mucho al hospital, pobre, y se le hace largo el camino.
Mona comprende y calla. Monchita está en el paro. No hace ni dos meses que Mona la ayudó con la mudanza. De Compostela a su parroquia natal de Carboeiro. Una vez más recorriendo la línea roja de la N-525. Casi veinte años metidos en tres viajes, en el maletero del Renault Mégane, para apilarlos entre el desván de la casa familiar y la habitación infantil de una Monchita de otros tiempos. El periódico en el que trabajaba Monchita presentó un ERE después de ocho meses sin pagar las nóminas.
—No le veo salida a esto, Ramona. Yo en la casa de Carboeiro no aguanto. Y estoy sin blanca, que no sé cuándo cobraremos, no hay fecha aún para el juicio.
Mona tampoco le ve salida. Es como una peste que se extiende, sin distinguir sexos ni edades ni capacidades, ni ninguno de los méritos conocidos hasta ahora. Le pregunta, impotente, si ha pensado en cambiar de sector.
—¡Y tanto! Como si quedara algún periódico vivo en este país al que llamar. El periodismo está muerto. Tendré que dedicarme a otra cosa, lo quiera o no.
Monchita se está alterando con la conversación. Grita tanto al hablar que Mona apaga la música. Ve que agarra el volante con fuerza.
—Siempre ha sido una profesión curiosa la vuestra. Ni durante las vacas gordas dejasteis de trabajar en precario. Puede que un cambio sea de verdad una bendición, nunca se sabe.
Le dan ganas de cortarse la lengua por haber soltado semejante argumento manido. Ella nunca ha sido cobarde, siempre ha sido capaz de llamar al pan, pan, y al vino, vino, pero en esta ocasión no se siente capaz.
—Dentro de tres meses se jubila un taxista en Silleda. Cogeré su plaza. Si consigo cobrar a tiempo, claro. Si no, no sé qué será de mí, que ni para gasolina tengo, me da mi madre.
Y Monchita Silva, siempre tranquila y rubia como un angelote, golpea con la mano abierta el volante. Han salido a las once de Compostela, han pasado la noche en casa de Mona. Su marido tenía cena con los colegas del banco, como cada viernes desde hacía dos meses, y no se molestó en ir a dormir, como cada viernes desde hacía dos meses. Cenaron juntas las cinco, en su nostálgica reunión anual, y bebieron gin-tonics como cinco adolescentes.
Mona se ha pulido parte del dinero que le quedaba del trabajo de la última boda. Monchita pone el coche para llevarla de vuelta a Saídres. Pasarán allí lo que queda del fin de semana. Ya han dejado atrás A Bandeira y ahora atraviesan, despacio, el límite a cincuenta de Chapa.
—Si dentro de tres meses no has cobrado, hablo yo con Roi, a ver qué podemos hacer por ti. Tú sin taxi no te quedas, palabra de mala amiga.
Piensa que eso sí lo puede hacer, que en un momento dado, ella y su marido podrán echarle un cable. Monchita le da las gracias y le dice que espera no tener que llegar a esos extremos, pero ambas saben que sí, que llegará a esos extremos y que la ayuda de Roi será necesaria. Mona también está a dos velas. Pero puede contar con Roi, él siempre la ha sacado de los apuros económicos, la ha ayudado a financiar los proyectos, le tapa los agujeros esos meses en los que no saca del trabajo ni para pagar la cuota de autónoma. Por algo son un matrimonio, piensa Mona, porque tienen un plan de vida en común y se apoyan como compañeros.
Mona imagina a Monchita con su melena rubia, su carácter apacible y su sonrisa cariñosa dentro de su Renault Mégane blanco reconvertido en taxi y piensa que será la reina de la parada. Y enseguida recuerda que Monchita Silva fue la número uno del colegio, sobresalientes desde párvulos hasta COU, la número uno de todo el país en la selectividad y la número uno de su promoción en la facultad. Mona tiene que hacer ejercicios de respiración para controlar las lágrimas con la frustración que siente.
—¿Entonces, qué? ¿Pasamos por la estación de O Castro?