Las Ramonas. Ana Cabaleiro
tomaron al final y vagamente consigue entrever la propia imagen intentando encajar la llave en la cerradura del portal al volver a casa.
—No te acuerdas de que me lo contaste, claro.
Monchita sonríe con la boca pequeña. Mona no recuerda nada, pero se alegra de habérselo contado porque es un proyecto que querría haber iniciado ya pero que ha ido aplazando por la retirada del carné.
—Ahora en serio, ¿tú de qué estás hecha? Yo es que ni me acuerdo de los garitos en los que estuvimos a partir de las cuatro de la mañana y tú te acuerdas de todo, que encima ni un mal ibuprofeno te has tenido que tomar hoy.
Monchita sigue sonriendo con la boca pequeña mientras coge el desvío para bajar a la estación.
La estación de ferrocarril de O Castro es una de las tres que hay en el término municipal de Silleda. Para ellas es, además, ese lugar donde el autobús del colegio giraba y daba la vuelta. Salía de Carboeiro, pasaba por Saídres, tenía una parada en O Castro, delante del campo de la fiesta, y al llegar a la bifurcación desde la que se subía hacia Silleda o se bajaba a la estación, donde la casa del peón caminero, el autobús descendía y hacía tres paradas más. La del fondo de todo era la de la estación, donde vivían algunas familias numerosas de existencia más o menos nómada, un modo de vida que a las demás niñas y niños se les hacía extraño, siendo como eran de familias asentadas desde siempre en las parroquias de la zona, poseedoras de tierras e historia comunitaria. Las familias de la estación eran siempre familias menospreciadas, no porque fueran pobres —que lo eran, vivían de prestado en esas casas por obra y gracia de los servicios sociales del ayuntamiento—, sino porque no eran como las demás, no tenían fincas en A Vilavella ni en Xiás ni en A Besada, ni podían contar hazañas heroicas de cuando se les escapaban las vacas y les comían medio maizal a los Seoane, ni de cuando iban a ayudar a escardar las patatas pero lo que hacían era tronzarlas, partiendo alguna que otra planta por el pie en vez de dar con el escardillo en las malas hierbas de alrededor. Aun así, Mona siempre ha creído que las casas de la estación, tan diferentes de las demás y tan iguales entre sí, tan simétricas, tan misteriosas, debían de ser sitios increíbles en los que los monstruos seguro que se comportaban con compañerismo y complicidad.
—¿Sabes que aún el otro día estuvo hablándome mi madre de cuando se inauguró la estación?
Y Monchita le cuenta que al poco de abrirse, cuando todavía era novedad, su madre había acompañado a una vecina, Concepción, la de la Peña de Francia, a llevarle unas cerezas a la mujer del jefe de estación, y que se había quedado maravillada al verle la salita.
—Imagínate, sería la primera vez que mi madre veía una salita, que no sabría ni qué era si aún sesenta años después es lo primero que le viene a la cabeza cuando me habla de la estación.
Calcula mentalmente Mona que si la estación se había inaugurado en septiembre, cuando la madre de Monchita fue a llevarles cerezas a los que vivían allí, llevaría abierta unos nueve meses. La madre de Monchita recordaba también, por lo visto, el día de la inauguración. Decía: fue un domingo, que vino tía Maruja de A Coruña y fuimos a misa. Mona sabe que la fecha exacta era el 8 de septiembre de 1958, que para algo está la Wikipedia, y que ese día de ese mes de ese año, era lunes. También recordaba, y eso sí que es valioso para Mona Otero, que había acudido a inaugurarla el dictador, aunque no había sido lo que se dice una inauguración. Al parecer, iba en el tren desde O Carballiño en dirección a Compostela, así que todas las estaciones del trayecto quedaban inauguradas de una tacada en la misma jornada. Por lo visto, dice Monchita, imitando la voz de su madre, el tren pasaba despacito y Franco, que iba de blanco, nos saludaba desde la ventanilla del vagón. A mí me cogió tía Maruja en brazos y me decía ¡Es el de blanco! ¡Es el de blanco!, pero era tal la marabunta de gente que yo no veía nada.
Bajan por la cuesta que pasa por delante de la iglesia de O Castro y cuando llegan a la curva de la antigua casa del cura, abandonada, con las zarzas devorando el marco de las ventanas, llevan ya un buen rato en silencio. Mona trata de luchar contra el dolor de cabeza, que se le agudiza por momentos, como si pudiera neutralizarlo con la fuerza de la voluntad, mientras se imagina la estampa de la inauguración de hace seis décadas.
—¿Ponemos la radio? A estas horas dan las noticias de aquí. Que no se diga que no somos mujeres informadas.
Mona ve como Monchita busca Radio Deza en el dial, la histórica emisora local, lo que supone que será un resto de nostalgia profesional, pensando si las periodistas serían capaces en algún momento de desintoxicarse de la adicción a aprehender y difundir la más inmediata realidad, siempre en una carrera desesperante por ser las primeras, las de la novedad, las de la exclusiva, en un mundo engañosamente trepidante de noticias repetidas bajo caretas renovadas. Dan los horarios nuevos de las piscinas, a Mona los criterios que se siguen para abrir los informativos locales le resultan tan incomprensibles como misteriosos, a continuación los precios de referencia de la lonja agropecuaria, las declaraciones del alcalde anunciando la instalación de nuevas unidades de compostaje en siete parroquias del rural, que en las otras veintiséis, según dice, se irán instalando de forma progresiva a partir del año siguiente, y por último la confirmación de que el desmayo que sufrió ayer la concejala de Turismo, Ra Meixide, se debe a un embarazo. Sonríe, puede que al final la concejala no estuviera liada con su marido. Monchita vuelve la cabeza hacia ella con expresión de incredulidad, de preocupación, con esa mirada que se le pone a cualquiera cuando siente reparo, esa especie de vergüenza ajena que nos invade cuando se humilla a otra persona. A Mona Otero se le corta la sonrisa. Comprende. Su marido ha dejado embarazada a la concejala.
La estación de O Castro está destartalada. Maravillosamente destartalada. Mona la contempla como si fuera una postal tan descolorida como valiosa, pero no puede evitar sentir cierta decepción. Lo ve todo como más pequeño, sin la grandiosidad de cuando era colegiala. El acceso exterior, la amplísima explanada sembrada de losas que forman circunferencias sobre las que daba la vuelta el autobús escolar, es ahora mucho más estrecho. Allí darán la vuelta con el Mégane y gracias. La vegetación se ha hecho fuerte a ambos lados del recinto y envuelve el muro que separa el andén de la vía, por un lado, y la linde del terraplén de enfrente, al otro. Zarzas y retamas altas como manzanos, frondosas y reverdecidas todavía a esas alturas del año, cuando ya se acerca el Pilar. El edificio central tiene las ventanas y puertas de la planta baja tapiadas con ladrillo y cemento. En la planta superior no queda ni un cristal, solo el esqueleto de las ventanas, las cuatro de la galería central, que forman un arco, protegidas por una elegante verja roída por la herrumbre.
El edificio central solo se puede atravesar por el patio de la taquilla y en la parte posterior, la que da al andén de la vía, y en el soportal que cubre la zona destinada a la espera de los viajeros de otro tiempo, Mona se fija en un rosal reseco apoyado en la columna que media entre los dos arcos. Está sujeto a la piedra con un cordel de los de las balas de paja, de los de antes, de los de color naranja, y hasta media altura lo aguantan dos palos ahorquillados para que se mantenga recto. Mucho cuidado le parece en medio de tanto abandono. Mira al frente, a la vía, a las casas de la estación. Ocho viviendas, como cuatro gemelas siamesas, unidas de dos en dos. A la izquierda, hacia poniente, está el túnel que da ya a la parroquia de Negreiros y al lado, a unos cincuenta metros de altura, la pequeña loma en la que se asienta la iglesia de O Castro, como una diminuta montañita de cuento que acoge una única casa solitaria con campanario.
Vuelve a mirar hacia las que fueron las casas de los operarios del ferrocarril. La segunda, contando desde el lado del túnel, llama la atención con la carpintería exterior pintada de un azul chillón y un cartel que dice capataz. La quinta tiene una caravana desvencijada en el jardín, toallas de color naranja puestas a secar sobre la cancilla y una antena parabólica medio descolgada en el tejado. Mona se gira despacio. Intenta que la estación le hable. Mira las farolas que aún quedan en pie. Son tres, y campan impertérritas como garzas de otro tiempo, tres postes cromados y estilizados, ya sin bombillas. Supervivientes ciegas. Les da la espalda a las cuatro parejas de casas y dirige la vista al edificio central. Una joya de tres cuerpos, en cantería, que imita una casa solariega, diseñada en los años cuarenta por el ingeniero José Luis Tovar Bisbal, artífice de todas las estaciones de la línea