Honorables. Rossana Dresdner Cid
entra, porque al Secretario no le gusta.
–¿Ni la Directora de Comunicaciones puede entrar? –insistí.
–Solo después de que preste juramento. Son las normas de la Corpo-ración. Pero puede subir a la tribuna y ver la ceremonia desde ahí.
Sonrió, se dio la vuelta y entró a su oficina.
Bajé por las escaleras. En el segundo piso me topé con una ex colega de la Radio Escucha, donde trabajé hace muchos años. Milena Bustamante. Me saludó de manera muy efusiva, demasiado me pareció. Desde el año pasado era corresponsal del Congreso para La Primera. Y se había hecho notar. Me preguntó qué hacía ahí.
–Acabo de asumir como Directora de Comunicaciones de la Cámara.
–¿En serio? ¿Tan buenos contactos tienes? –rió.
–No, para nada. Fue un largo proceso de selección, a cargo de una empresa. Y gané.
Había repetido la misma frase muchas veces en los últimos días. Y siempre sentía la misma satisfacción.
–Te felicito. En todo caso, ya pareces toda una Directora –dijo riendo–. Te va a tocar tremenda pega, y difícil… los diputados son de temer.
Seguía igual: cabellera larga y desordenada, ropa apretada que resaltaba sus atributos físicos. Había que reconocer que los tenía.
–Confío en que los diputados tienen claro que necesitan mejorar su imagen pública, y que para eso hay que hacer cambios –respondí.
Me miró sonriendo, sin decir nada.
–Tomémonos un café alguna vez –agregué–. Y ven a verme si necesitas algo. Estoy en el primer piso, en la Dirección de Comunicaciones.
–Pregunto por ti?
–Claro, todos me conocen… soy la jefa. La nueva jefa.
¿Qué quiso decir con que parecía «toda una directora»? ¿Que parecía una señora? Tenía razón. Eso mismo pensé esta mañana cuando me miré al espejo. Y dudé de nuevo.
Dudé desde el principio, cuando me invitaron a postular «para dirigir las comunicaciones en una importante institución del Estado» hace cinco meses. Los horarios, marcar tarjeta, sentarse todos los días en el mismo escritorio, con la misma gente, nunca había sido lo mío. Menos en una institución pública, con su formalidad y cultura funcionaria. Pero me hablaron de los desafíos del cargo, del prestigio, de la importancia de una institución como la Cámara de Diputados. Y me dijeron que podía hacer un aporte. ¿Y quién se resiste a un cargo importante? ¿O al reconocimiento?
Y, claro, estaban los beneficios. Muchos. Un sueldo de seis millones de pesos. Más dos sueldos extras al año. Podría ahorrar, terminar de pagar el departamento, comprarme todo lo que quisiera, viajar. Lo que hace la gente exitosa. Mis padres estarían contentos. Y mi hermana, envidiosa, porque dejaría de ser la única a la que le iba bien, la hija modelo. Había incentivos adicionales: un mes de vacaciones, días administrativos, viajes, seguro de salud, capacitaciones, aguinaldos, tarjetas de compra, almuerzos y cenas gratis, consultorio, gimnasio y hasta peluquería. Ser consultora estaba bien, pero era inestable. A veces había mucho trabajo; otras no. Y últimamente, me había sorprendido pensando en las bondades de la estabilidad laboral. De la seguridad. De vivir tranquila. Supongo que tenía que ver con pasar la barrera de los 40 y darme cuenta de que no tenía lo que la mayoría de las mujeres de mi edad: marido, hijos, departamento y contrato indefinido. Como mi hermana. Este cargo era la oportunidad de ordenarme y proyectarme. No era la forma de vida que había predicado en mis 20 años de vida profesional, pero todos tenemos derecho a cambiar. Así es que decidí que me interesaba.
Durante dos meses leí cuidadosamente www.cámara.cl. Cosas como: «La Cámara de Diputados de Chile es una de las dos ramas que integran el Congreso Nacional. Su función esencial es participar en la elaboración de las leyes junto al Senado y el Presidente de la República. Tiene como funciones fiscalizar los actos del gobierno e iniciar las acusaciones constitucionales contra el Presidente de la República, los Ministros de Estado, Ministros de Tribunales Superiores de Justicia…», etc.
No era precisamente emocionante. Pero me iba a acostumbrar. A los temas, las formalidades, los procedimientos. Concesiones menores comparadas con esta gran oportunidad: ser jefa de más de cincuenta personas, administrar un presupuesto de más de mil millones de pesos y, quizás, lograr hacer la diferencia. Era una buena opción. Así es que podía soportar parecer una señora.
Bernardo San Martín, Jefe de Relaciones Públicas, me esperaba fuera de mi oficina. Augusto Catalán le había encargado introducirme en materias de la Cámara, mostrarme las dependencias de la Dirección, presentarme a los equipos y explicarme los procedimientos más importantes. En eso habíamos estado la última semana. Me sorprendía su entusiasmo, porque, según supe, también había postulado al cargo de Director. Me parecía incómodo y algo cruel que tuviera que ayudar a la instalación de quien le había ganado el puesto. Pero a él parecía no importarle.
Bernardo era mayor que yo, alrededor de cincuenta y cinco, pero se veía más viejo, seguramente por la vestimenta. Delgado, alto, de ojos azules, piel blanca y pelo colorín. Se podría decir que era bastante atractivo. Vestía un traje gris, camisa rosada y corbata roja, con un broche de oro que tocaba de manera reiterativa. Me pregunté si mi falda y chaqueta se verían igualmente elegantes. Seguramente no. Lo invité a pasar. En la puerta leí una vez más el cartel que decía: «Director de Comunicaciones». Apenas llegué había pedido que lo cambiaran por uno que dijera «Directora», pero no lo habían hecho.
Mi oficina no era ni grande ni pequeña. Tenía amplios ventanales que daban a los patios del Congreso, con gruesas cortinas de terciopelo beige amarradas con cordones dorados a cada costado. En el centro había un escritorio antiguo, demasiado grande, de madera oscura y cajones con manillas de bronce, tras el cual asomaba una moderna silla negra. Sobre el escritorio, un computador, una agenda institucional de cuero del tamaño de un cuaderno, un taco de madera con el calendario del año, un portalápices y un cuchillo de metal para abrir sobres. En una esquina, un arrimo antiguo con una pantalla de televisión de 46 pulgadas. Una oficina ni tradicional ni moderna, poco funcional y de mal gusto.
–Voy a cumplir veinticuatro años en la Corporación –dijo Bernardo, mientras Joana, mi secretaria, servía dos tazas de café– y me va a creer, Directora, que aún hay temas de procedimientos legislativos que no entiendo.
Me trataba de «Directora» y de «usted», como todos.
–Supongo que no es fácil memorizar tanto detalle… –contesté–. Nunca pude entender que alguien quisiera dedicarse a las leyes…, tanto artículo... y tanta formalidad.
Me miró fijo sin hacer ningún gesto.
–Pero los abogados son los profesionales más importantes de la Corporación –dijo–. Partiendo por el Secretario. Son el escalafón con los mejores sueldos y mayores beneficios. Como quien dice, son reyes y señores en la Cámara.
–¿Y por qué decidiste venir a trabajar acá?
–Se detuvo un segundo y luego dijo:
Bueno Directora, había llegado de España hace un año y me puse a trabajar en las elecciones presidenciales y parlamentarias. Fue una época intensa: ganamos la democracia, se reabría el Congreso y me pareció un desafío hermoso trabajar en la reconstrucción de esta institución que había estado cerrada por diecisiete años. Así es que cuando se abrieron las postulaciones para el cargo, me presenté.
–Muy inspirado, por lo que escucho.
–Así es…
–Y después de tantos años, cuando ya el Congreso funciona normalmente, te sientes orgulloso, me imagino.
Tomó un sorbo de su café y miró hacia el pasillo.
–Claro… sin duda. Aunque todo es siempre muy distinto a lo que uno se imagina… sobre todo en política.
–Y