Honorables. Rossana Dresdner Cid
cumplido. El país funcionaba, estaba seguro, resguardado de cualquier intento marxista, con una Constitución e instituciones sólidas. Quizás debería dedicarse a su mujer y a la familia. Sobre todo a su mujer. No lo habían conversado, pero sabía que no estaban bien. Él siempre había sido de pocas palabras, principalmente porque pensaba que para hablar había que tener un objetivo claro. De lo contrario, mejor callar. Eso le había servido mucho en el Congreso, pero no en la familia. Los temas de familia había que abordarlos con tiempo y energía y él no tenía ninguno de los dos en este momento.
Quizás no era mala idea irse del Congreso y dedicarse a su mujer e hijos. Y dejarle este pastel a otros, a los jóvenes. A ver si eran tan capaces.
–Sí… misión cumplida –murmuró.
4. Sin padrinos no se puede
Matías Tello
El timbre intermitente que avisa a los diputados del próximo inicio de la sesión sonó por tercera vez. Se escuchaba en todo el edificio del Congreso: en el hall El Pensador, donde estaba la prensa, en las oficinas de los diputados y del personal administrativo, en los comedores, las cafeterías, los ascensores, el gimnasio, los estacionamientos, la peluquería. Y también en la Sala de Prensa del segundo piso, donde estaba Matías Tello.
Se paró de su escritorio y se dirigió a las escaleras que llevaban a las tribunas sobre la Sala de Sesiones. Aunque en los tres años que reporteaba el Congreso nunca le había interesado la ceremonia de cambio de Mesa, esta vez había decidido verla hasta el final.
Llegó a La Crónica hace cinco años, después de haber pasado por varios medios escritos y radiales. Aunque se consideraba buen periodista, no había destacado demasiado. Le había prometido a su editor –y a sí mismo– que si lo destinaban al Congreso, haría la diferencia. Lo hizo bien al principio, con un par de notas que lograron cierta connotación, pero luego había pasado por un largo periodo sin publicaciones relevantes. Hasta fines del año pasado, cuando nuevamente logró notoriedad con un reportaje sobre los privilegios de los honorables. Pero de eso ya varios meses. Necesita golpear de nuevo. Su propio editor se lo había dicho. Sin ánimo de preocuparlo, claro, pero lo había dicho. También le dijo que sus colegas más jóvenes venían con energía, ambición y menos exigencias de sueldo. Y que querían su puesto. Sin ánimo de preocuparlo, insistió. Como si Matías no lo supiera. La competencia era enorme. Y desleal. Los periodistas jóvenes efectivamente eran muy ambiciosos, no trepidaban en su objetivo de conseguir información exclusiva. Algunos usando incluso artilugios no muy éticos, por decirlo de alguna manera. Nada con lo cual él pudiera ni quisiera competir. Porque, si bien era informal, creía en la ética periodística, en resguardar la fuente, en respetar el off, en contrastar los datos antes de publicar. A la antigua.
Pero estaba convencido de que éste sería un buen año. Había mucha información dando vueltas. Estaba dedicado a su trabajo ciento por ciento y se tenía confianza. Era lo que mejor sabía hacer y lo que más satisfacciones le daba. Porque de la vida personal no había mucho que rescatar. A sus 45 años, no había matrimonio, ni hijos, ni casa. Ni nada parecido en el horizonte. Solo había tenido una relación seria, que había terminado hace más de diez años. El resto habían sido vínculos pasajeros y sin importancia. Era el único de los cuatro hermanos que no se había casado. Pero no era tema. Su meta era ser un periodista exitoso y disfrutar de la vida. Y sus preocupaciones actuales tenían que ver con la seguridad laboral y económica, no con otra cosa. Tenía que pensar en su futuro.
Cuando entró a las graderías vio a la gente del distrito del diputado Ignacio Cruz, próximo presidente de la Cámara. Juntas de vecinos, clubes deportivos, centros de madres y representantes de otras organizaciones comunitarias hablaban, se ponían de pie, se sentaban, reían. Sostenían banderas y pancartas. Matías se preguntó qué los motivaría a viajar al Congreso. Qué obtendrían a cambio del esfuerzo. ¿Viajarían por un monto de dinero? ¿Por una canasta con comida? ¿Por un paseo a Viña del Mar? Porque estaba claro que esa gente no asistía al Congreso por convicción política. ¿Quién tenía convicción política hoy en día? ¿Quién podía tenerla? Él no. Eso terminó cuando salió de la Universidad. No había cómo creer en los políticos. Menos ahora con tantas denuncias dando vueltas.
No se sentó con los otros periodistas. No era muy comunicativo. Ni en el trabajo ni en lo personal. Su vida social se circunscribía a una junta mensual con dos ex compañeros de periodismo, también separados, muy ocasionales encuentros con mujeres, o un par de cervezas después del trabajo con colegas –colegas, no amigos– de La Crónica. El resto eran muchas noches solo en su departamento, mirando televisión o trabajando.
Desde su asiento veía gran parte de la Sala. Observó la testera: un mesón largo con asientos para ocho personas, emplazado sobre una plataforma de un metro de altura. Detrás se alzaba un muro verde oscuro, de cobre, de aproximadamente siete metros de alto por seis de ancho, que le daba a la Sala un aspecto sombrío. Más abajo estaba la testera chica, ahora ocupada por seis ministros. «Buen número», pensó Matías, y anotó los nombres en su libreta. Frente a ellos, y sentados en semicírculo, se ubicaban los ciento veinte honorables.
En la testera principal estaba el Secretario General, Augusto Catalán. Lo conocía. A veces le daba información exclusiva a cambio de decidir el carácter de la nota. Matías siempre quedaba con la sensación de salir perdiendo. Quizás por la sonrisa con la que Catalán se despedía. Satisfecho. La misma que tenía ahora. A su lado estaba Alfonso Pesutic, el Prosecretario, también fuente de Matías. Pesutic odiaba a Catalán; decía que le había tendido una trampa para robarle el cargo de Secretario. Matías siempre tenía la duda de si ellos estaban al tanto de que él conversaba con ambos y solo aparentaban no saberlo.
Algunos diputados conversaban de pie o cruzaban de un lado a otro del hemiciclo; otros esperaban sentados, leían las pantallas de sus computadores o revisaban su celular. Matías conocía a varios desde sus tiempos en la universidad, de reuniones, tomas y protestas; principalmente a socialistas y demócrata cristianos, con quienes había desarrollado una relación de cierta confianza que lo ayudaba en su reporteo. De los diputados jóvenes que venían del movimiento estudiantil, le llamaba la atención la diputada comunista Antonia Moreno. Por sus opiniones pero también por sus labios rojos. Pero no había hablado mucho con ella. Las mujeres no eran su fuerte; más bien lo contrario.
En la tribuna, además del público general, había funcionarios de la Cámara. Todos muy formales. Las secretarias con uniforme de pantalón y chaqueta celeste, y una delgada blusa blanca. Casi todas con zapatos de taco alto y peinado de peluquería. Los hombres vestían ternos oscuros, camisas blancas, corbatas y zapatos relucientes.
«…De conformidad a lo dispuesto en el Reglamento de la Corporación, corresponde proceder a la elección de los miembros de la Mesa…», se escuchó desde abajo. Los diputados volvieron a sus asientos. Los invitados se sentaron. Los periodistas levantaron la vista y los fotógrafos y camarógrafos apuntaron sus lentes.
De pronto escuchó su nombre:
–Pero, ¿ si no es Matías Tello…?
De pie al costado de su asiento estaba una señora de traje dos piezas. No la reconoció, pero se paró a saludarla.
–¡Hola!, ¿como está?
–¿Así es que ahora me tratas de «usted»? –contestó ella.
La miró de nuevo. Ahí estaba Javiera Koch, ex compañera de curso de la universidad. Se veía mucho mayor que la última vez que se encontró con ella. Pero seguía bonita. Como cuando la conoció en la Escuela de Periodismo. No es que le hubiera gustado, o al menos no tanto. Y nada pasó entre ellos. Es decir, casi nada. Salvo un encuentro apasionado en una toma de la Escuela. Nada más.
–¿Qué haces acá…? –le preguntó–. No me digas que estás cubriendo Congreso… Yo te hacía dedicada a las asesorías, eso me dijeron en el último encuentro del curso; al que no fuiste, por cierto.
–Estaba dedicada a las asesorías –respondió ella–, y se puede decir que sigo en lo mismo: asumí como la