Honorables. Rossana Dresdner Cid

Honorables - Rossana Dresdner Cid


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Presidente de la Cámara. Sentía un vértigo interior ahora que todo estaba sucediendo. Calculó que cada diputado se demoraba en promedio alrededor de quince segundos en votar. Los antiguos, con más rodaje, tardaban diez. Los más nuevos, que aún lo consideraban un acto simbólico, se tomaban más tiempo: mostraban el papel antes de dejarlo y saludaban al funcionario que custodiaba la mesita y a la galería. La votación de los ciento veinte tomaría alrededor de media hora. Paciencia, pensó Cruz. No era nada comparado con el tiempo que había esperado para vivir este momento. Ser Presidente de la Cámara de Diputados marcaba una inflexión en su carrera política. Se transformaría en la cuarta autoridad del Estado, un actor político nacional, con llegada directa al Gobierno, al Presidente de la República, incluso. Las leyes de este periodo llevarían su firma y él incidiría en qué proyectos se discutirían y con qué prioridad. Y accedería a las asignaciones extras, que le permitirían contratar a profesionales y asesorías, algo fundamental para crecer y estar en condiciones de ser senador. Porque de eso se trataba todo esto: de su futuro.

      Anoche había estado despierto hasta tarde contando los votos que necesitaba. Había repasado cada uno de los nombres que lo apoyaban y evaluó cuáles podrían, a pesar de todo, cambiar de parecer a última hora. Era posible. Él mismo lo había hecho muchas veces, aun después de haber dado su palabra. Era parte del juego. Los volvió a llamar a todos. Cuidadoso y metódico. Había dado confianza, seguridad y se había comprometido con muchas solicitudes.

      No había sido fácil. Sobre todo porque el nombre propuesto originalmente por su colectividad –el Partido Por la Democracia– para presidir la Corporación este año no era el suyo, sino el del diputado Paredes, uno de los más votados a nivel nacional en las últimas elecciones. Pero Cruz se le atravesó en el camino. Contra la opinión del propio Paredes, de la directiva del PPD, e incluso de su círculo más cercano, desafió todas las probabilidades de éxito, con el apoyo casi exclusivo de su equipo, encabezado por Francisca, su fiel y eficiente secretaria, posterior asistente y futura jefa de gabinete. La vida política le había enseñado a ser solitario y desconfiado. No creía tener amigos, y si los tuvo, los había perdido. No pensaba en eso. Eran costos que había que pagar. Había mucha envidia, sobre todo cuando alguien tenía potencial. Como él. Por eso había aprendido a desconfiar de casi todos, exceptuando a su mujer y Francisca.

      Dentro de breves momentos, el Secretario General lo proclamaría Presidente de la Cámara, un cargo que se merecía y que, además, desempeñaría con honores, como lo había hecho en todas las responsabilidades que había asumido: la presidencia del centro de alumnos de la Facultad de Derecho, de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica, de la Juventud del PPD y como diputado. Esta Presidencia brillaría con temas nuevos y ciudadanos y sería su trampolín para el Senado. Y luego, quien sabe, hasta podría llegar a ser candidato a la Presidencia de la República. Todo era posible si uno se abría camino. Como él lo estaba haciendo.

      En la testera, el diputado Céspedes, los vicepresidentes Hernández y Urrutia, el Secretario General y el Prosecretario esperaban el fin de la votación. Abajo, en la testera más pequeña, los ministros de Trabajo, Salud, Minería, Transporte, Mujer y Secretaría General de la Presidencia observaban atentos. Cruz sabía que no eran de los ministros más importantes –como Interior, Hacienda, Relaciones Exteriores–, pero era un buen número y eso valía. También a ellos tuvo que reconfirmarlos uno a uno anoche. Y también se hicieron de rogar hasta el final, exigiendo cada uno algo a cambio. Pero valió la pena. Tener seis ministros en la sala indicaba un respaldo del Gobierno a su presidencia. Y significaba muchos proyectos de ley, mucha presencia pública, muchas posibilidades.

      –¡Señor Cruz de la Fuente, don Ignacio…!

      Su turno de votar. El Secretario General pronunció su nombre con especial énfasis. Se escucharon aplausos cerrados. Sonrió a sus colegas y bajó al hemiciclo. Se demoró. Estrechó la mano del funcionario antes de dejar su papeleta. Saludó a la galería. Vio a Isabel, su mujer, y a su hijo haciéndole señas entre la gente. Los ministros aplaudían de pie. «Estoy listo», pensó.

      –¿Hay algunos señores diputados o diputadas que no hayan emitido su voto? –preguntó Catalán cuando todos hubieron pasado adelante.

      Hizo un gesto para que le pasaran el recipiente con las papeletas y comenzó a sacarlas una por una, secundado por una abogada. Cinco minutos después, leyó:

      –Han votado 99 diputadas y diputados, y el resultado es el siguiente: para Segundo Vicepresidente: diputado Álvarez: 58 votos. Para Primer Vicepresidente: diputada Valdebenito, 68 votos, Y para Presidente de la Cámara, don Ignacio Cruz, 63 votos.

      Cruz sonrió. Todos cumplieron. Se puso de pie entre aplausos, saludó y recibió las felicitaciones, abrazos, apretones de mano y bromas de sus colegas. Desde las tribunas se escucharon vítores y gritos. Estaba sucediendo.

      Avanzó hacia la testera, con el discurso apretado en su mano derecha. Lo había modificado hasta las tres de la mañana. Quería que fuera un mensaje potente, que marcara un nuevo estilo, ciudadano, progresista, cercano. Como tenía que ser su presidencia. Como quería proyectarse. Un político llamado a hacer grandes cosas.

      Era importante marcar la diferencia porque el ambiente estaba complejo. Denuncias de financiamiento irregular, de privilegios, de colusión entre políticos y empresas, de aprobación de leyes de manera poco transparente. Los periodistas buscando cualquier cosa que significara un titular. La aprobación del Congreso bajaba en cada nueva encuesta pública y el prestigio de los políticos caía en picada. Muchos diputados tenían tejado de vidrio y estaban nerviosos, porque nadie sabía bien qué estaba permitido y qué no. Ya no bastaba con haberse ceñido a la ley, o a lo que la ley no prohibía, porque –como le había dicho Francisca– ahora las cosas tenían no solo que ser legales sino también éticamente correctas. Cruz no estaba cien por ciento seguro de pasar esa prueba pero lo intentaría. Enfrentaría cualquier cuestionamiento y, si era necesario, haría un mea culpa público. Él iba a enarbolar las banderas de probidad y la transparencia. No se trataba solo de sacar cuentas políticas –que ya las había sacado–, sino también de defender principios. Y, aunque a muchos no les gustara, era lo que la gente quería. Tenía un año y lo iba a aprovechar al máximo. Su presidencia lo consolidaría como político.

      Subió a la testera y tomó el asiento del centro. Miró hacia la tribuna y vio a Francisca. Estaba de pie y con la vista fija en él. Orgullosa. Lo habían logrado juntos. Pensó en todo lo que le había costado llegar ahí. En todos los que habían tratado de impedirlo. Y en qué dirían ahora, cuando apareciera en todos los medios como el nuevo Presidente de la Cámara. Cuarta autoridad del Estado.

      Sonrió. Esperó que se hiciera el silencio. Y comenzó a leer.

      –Señoras y señores diputados, señoras y señores ministros de Estado, autoridades presentes, queridos familiares, amigas y amigos. El podio es un lugar único, definitivo, implacable. Una vez que uno se instala acá, miles de miradas se fijan en ti y esperan lo que viene. Y uno aquí solo

       3. Reality con nuevos capítulos a diario

      Fernando Müller

       –(…) El podio es un lugar único, definitivo, implacable. Una vez que uno se instala acá, miles de miradas se fijan en ti y esperan lo que viene. Y uno aquí solo…

      El diputado Müller bostezó. Y no le importó que se notara. Estaba aburrido. Antes de entrar a la sala ya estaba aburrido. De hecho, cuando despertó esa mañana estaba aburrido. Una vez más la misma cantinela. Veinticinco años en la Cámara de Diputados. Un exceso. Y una injusticia. Porque hace más de diez que debería haber pasado al Senado, como ya lo habían hecho varios. Muchos que llegaron después que él. A la Cámara y a la política. Eso lo tenía disconforme. Y no estaba acostumbrado. Sus logros siempre habían sido el resultado natural de un camino que había seguido con la rigurosidad y disciplina que se esperaba de él. Era lo que tenía que suceder. Así fue en el colegio, en su trayectoria política y cuando se postuló a diputado. Así fue cuando se casó con Magdalena. Lo que tenía que suceder. Cuando eso no pasó con su senaduría, se dio cuenta de que las cosas estaban cambiando.


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