El lugar del testigo. Nora Strejilevich
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¿Podríamos afirmar que la disciplina histórica tampoco puede atribuirse la verdad de sus hallazgos, ya que el factor subjetivo está siempre involucrado? Sabemos que una representación del pasado transparente es imposible y que no se puede hacer hablar a los hechos tal como realmente sucedieron. Pero esto no agota el debate.
Hayden White pone el acento en las estrategias de todo relato, y muestra cómo el histórico oculta el punto de vista del historiador. El efecto de objetividad está dado por un narrador en tercera persona que habla en pretérito y que parece ajeno a los acontecimientos descriptos, con lo cual el lector asume que la historia habla por sí misma, sin intermediarios. No obstante, como el plot siempre estructura los hechos, la verdad presupone un grado de ficcionalización. De modo que un tipo de relato que nos resulta familiar desde el siglo XIX y que consideramos no viciado de subjetividad usa estrategias literarias: invención de comienzos, desarrollos y finales, creación de tramas y de héroes. Y sobre todo: la historia también se cuenta mediante formas narrativas: comedia, tragedia, épica, etc. (que pueden incluso convivir en un mismo texto). La diferencia radica en el código de lectura propuesto por cada texto: en su presentación como novela, historia, autobiografía o –agrego– testimonio (1988).
Pero el historiador italiano Carlo Ginzburg nos alerta sobre el dilema moral que plantea esta mirada narrativa sobre la historia en nuestro mundo post Shoá: tomarlo al pie de la letra puede llevar a aceptar tanto las teorías que afirman que hubo un genocidio como las que lo niegan, ya que no habría razones para preferir una forma de escritura de la historia sobre otra. En otras palabras, si se privilegia el momento de la construcción de sentido sobre el de la realidad de la masacre, ambas interpretaciones se vuelven igualmente válidas.
El testigo no puede admitir este relativismo: su testimonio tiene sentido en tanto el crimen, cometido con voluntad de olvido, se reconozca como perpetrado. Y sabe, al mismo tiempo, que la memoria es frágil y subjetiva, y que la trama no es sino una transposición de lo acontecido al y desde el presente. Situado en esta tensión, le preocupa que su escritura no se tome exclusivamente como hecho artístico, aunque considere que solo a través del arte puede dar con el lenguaje y el tono afín a la dimensión de lo vivido. Su creación habita y resuelve, en cada caso, el espacio liminal entre historia y memoria.
Memoria y olvido: En su libro Memoria, duelo y narración (2004), Roland Spiller sostiene que la escritura es medio y metáfora de la memoria y debe aceptar su cuota de olvido, sin la cual el sujeto se convierte en Funes el memorioso, ese personaje borgeano cuya capacidad de recordarlo todo le impide pensar. Pero el crítico alemán puntualiza que la borradura genocida nada tiene que ver con el olvido constitutivo de toda memoria, y que cuando el poeta Juan Gelman sentencia: «hay que olvidar el olvido» se refiere al totalitario, al que se impone como absoluto: un proyecto imposible que deja secuelas imborrables.
La película Shoá, de Claude Lanzmann, se abre interpelando al testigo con un «recuerda, recuerda». La palabra recuerda es, en este caso, un incentivo para recuperar el íntimo vínculo con una pérdida irrecuperable que puede haberse tornado inconsciente. La memoria deviene así rememoración: «el esfuerzo de rememorar lo olvidado implica un esfuerzo deliberado de la mente, es una suerte de profundización o búsqueda voluntaria entre los contenidos del alma […] es una especie de investigación» (Rossi, 2003: 21). Esta es la labor anamnética en la que se basa el testimonio, como venimos argumentando.
[Para Rossi] habría algo así como una ética de la memoria […] Evitar que el vasto continente del pasado se esfume, evitar el olvido de la memoria: no habría quizá una tarea más urgente en la época que ha hecho de la historia un interminable montón de ruinas. (Radar libros, Página 12, 1/2/ 2004)
Evitar el olvido de la memoria: una tarea indispensable que se propone la escritura testimonial. La memoria del horror tiene que abrirse paso en un terreno donde reina la incertidumbre (porque el método de exterminio borra las huellas, porque muchos detenidos atravesaron su experiencia a ciegas). La memoria del testimonio, con su desorientación, su incerteza y sus limitaciones, es la «construcción de la presencia de lo ausente» (Feierstein, 2012: 94), para que la destrucción no acarree la desaparición simbólica. Y para sostener lo simbólico, nada mejor que la literatura:
La escritura y los escritores son los únicos capaces de mantener vivo el recuerdo de la muerte. Si no se apoderan ellos de la memoria de los campos de concentración, si no la hacen revivir y sobrevivir mediante su imaginación creadora, se apagará con los últimos testigos, dejará de ser un recuerdo en carne y hueso de la experiencia de la muerte.
(Semprún, «Lo que sé», Página 12, 12/6/ 2011)
Posmemoria: Este término –acuñado a partir de la producción audiovisual y del concepto de trauma que cobra forma, tras la Shoá, en el campo de Estudios de la memoria – designa la memoria de quienes, aunque no hayan vivido de cerca los acontecimientos traumáticos, sienten sus efectos. En nuestra región, alude a la memoria de hijas e hijos de desaparecidos, saunque ellos hayan sido víctimas directas del terrorismo de Estado. María Belén Ciancio (2013) rechaza, por este motivo, la aplicación en la Argentina del concepto creado por Marianne Hirsch en Family Frames, Photography and Postmemory (1997) en relación a la condición de los hijos del exterminio europeo, muchos de ellos nacidos o criados en la diáspora32, «puesto que estamos ante un trauma real del sujeto y no heredado a través de la lógica intergeneracional del dolor» (Ciancio, 2013: 6).
La investigadora tiene también en cuenta que muchos de los hijos «recuperados», aun cuando no tengan noción de sus identidades robadas, participan en la búsqueda de verdad y justicia que circula en los medios y en el discurso cotidiano. Si bien hay diferencias de perspectiva, a veces siderales, entre los hijos que fueron apropiados y luego recuperaron su identidad y aquellos que crecieron con sus familias de origen; entre los que permanecieron en su país y los que partieron al exilio, y entre todos ellos y los que siguen desconociendo su identidad, la mayor parte sufrió en carne propia las prácticas genocidas (en tanto testigos directos de secuestros o porque nacieron en cautiverio). Es decir que esta generación no fue distanciada del acontecimiento sino que padeció sus consecuencias desde la convivencia y la cercanía. Si bien los escasos soportes materiales que dejaron los padres (fotos, cartas) fueron atesorados por estas hijas e hijos y se transformaron en el lazo concreto que los une a ellos, no jugaron el mismo papel en la transmisión que para los hijos de víctimas de la Shoá, muchos de los cuales vivían en diferentes países que los padres. Es en este caso en que dichas imágenes generaban «la ilusión de acceder al evento mismo» (Ciancio, 2013: 7).
Si bien coincido con Ciancio, también considero que la aparición de ciertos términos responde a la necesidad de nombrar fenómenos nuevos, y prefiero tenerlos en cuenta a descartarlos. Lo cierto es que el lugar de enunciación de las hijas y los hijos de desaparecidos tiene, indefectiblemente, una impronta post. El nombre de la organización así lo indica: ellas y ellos son la posteridad de una generación mutilada y su memoria, por esto mismo, genera desafíos particulares. El post de posmemoria indica que un vínculo herido los une a y separa de los progenitores, en relación a los cuales tienen que definirse. Su imaginario es otro.
En la región del Cono Sur esta generación crea un universo visual propio para elaborar su identidad. El género documental, el cine de ficción, la fotografía y las novelas son registros en que estos jóvenes a menudo investigan y crean su propia historia desde su lugar, a la vez subjetivo y político. Liliana Feierstein sugiere que dicho relato identitario no sería «una autobiografía narrada como recuento de una vida sino como forma de empezar a vivir». (op. cit., 2012b en Ciancio: 6).
Los estudios críticos sobre esta narrativa coinciden en destacar como rasgos de este corpus:
la hibridez genérica de estos textos (que cruzan el formato del testimonio con la autoficción o con el registro fantástico y combinan la referencialidad con la autorreferencialidad) [y] los dispositivos de distanciamiento que proliferan en ellos, como la perspectiva infantil, el humor negro o la ironía. También [el] vaivén entre acercamiento afectivo y distanciamiento crítico, esta