El lugar del testigo. Nora Strejilevich

El lugar del testigo - Nora Strejilevich


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o desacuerde: me ayudan a desanudar las indelebles secuelas subjetivas de una atrocidad que sigue exigiendo atención, cuyas huellas siguen vigentes porque nos exceden.

      No pretendo definir la escritura que inspira estas páginas: ¿testimonial, concentracionaria, memorialística, literatura a secas? Si entro en este debate es porque en el camino se dirimen otros temas.

      Me importan los interrogantes nacidos desde la intimidad de la vida en los campos, de la convivencia con esta marca que es, quiérase o no, un sello de identidad. Me pregunto, por ejemplo: el sobreviviente, ¿escribe para regresar al mundo del que fue extirpado?, ¿escribe para abrirse, a fuerza de palabras, otro lugar que, a diferencia del campo, sea habitable?, ¿puede lograrlo?, ¿cómo?, ¿cuándo?

      Ciertos testimonios, como ciertas novelas o ciertas filosofías, siguen siempre vigentes, no responden al calendario. Y no importa si dan cuenta con precisión de los sucesos a los que remiten, porque un texto nunca transcribe lo vivido, no produce versiones literales de lo real. Estos libros no vienen a hacer un relevo de datos ni a reconstruir la verdad de lo que pasó. Los testigos rememoran desde su presente, y al hacerlo descubren nuevos aspectos de la lógica letal que sigue primando en el mundo contemporáneo. Cada testimonio viene a retrucar y a desafiar con sus armas, que son sus letras, el atentado perpetrado por la humanidad contra sí misma.

       La invisibilidad del testigo

      Si estos textos, como cualquier obra de arte, exceden su tiempo, tampoco su recepción se agota en determinado período histórico. No obstante, a los sobrevivientes se nos ve, sobre todo, como restos de cierto pasado o depositarios de información, como pruebas vivientes, y por eso nuestro relato tiene validez en los juicios por crímenes de lesa humanidad. Pero fuera de ese ámbito seguimos siendo un Otro que encarna lo que no se quiere asumir y, por eso mismo, se rechaza.

      Si bien en la Argentina se confronta de mil maneras la siniestra dimensión que creara el ex comandante Jorge Rafael Videla con su famoso dictum: no están ni vivos ni muertos, están desaparecidos1, el relato de los «aparecidos» no tiene carta de ciudadanía. Y no la tiene aun cuando resulta indispensable para que esa dimensión fantasmagórica no se mitifique. Acercarnos al sufrimiento padecido por mujeres y hombres concretos, pensar junto a quienes experimentaron la forma más exacerbada de la biopolítica puede darnos claves sobre lo que padecemos hoy, sobre relaciones de poder cuya matriz sigue vigente.

      El vacío que dejó la catástrofe, si bien espectral, está lleno de rostros, de seres con nombre y con historia que habitaron ese limbo de exclusión llamado campo2. ¿Por qué sus voces siguen siendo poco audibles? Una respuesta es que prima la antestesia y por eso el testigo –visto como el adalid del dolor– no resulta una figura atractiva.

      Por otro lado, estos relatos interpelan a quienes, en nuestras sociedades, siguen sin cuestionar su tácita aceptación de un horror que, al naturalizarse, logra el visto bueno requerido para anular al Otro, ya sea el «subversivo» (el que cuestiona desde su potencia emancipatoria) o quien encarne la culpa de todos nuestros males.

      No pretendo que el sufrimiento atraiga a multitudes. Apenas vengo a refutar a quienes sostienen que el testimonio, a diferencia de la novela, es incapaz de simbolizar o de abrir sentidos, que le impone un significado unívoco a su relato y que lo hace con escasa o nula elaboración literaria. Me opongo a esta confusión entre criticar y condenar, entre cuestionar y erigirse en juez. Quisiera, en cambio, que al testimonio de los sobrevivientes (que es literatura y es historia) se le reconozca su lugar e insustituible aporte.

      La región del Cono Sur fue arrasada, en el siglo XX, por un poder desaparecedor –al decir de Pilar Calveiro– que la transformó en un nefasto laboratorio de la condición humana cuyos efectos se ciernen sobre el presente. El lenguaje de la rememoración pone en escena, elabora, resiste al sostener su palabra. Al contar, el sobreviviente se vuelve testigo, y nadie puede atestiguar por el testigo. El yo lo viví, créanme no apela a la verdad en tanto coincidencia con un referente; apela al relato de la propia experiencia. La suya es la lectura a contrapelo de la historia, es la historia de los derrotados. Un señalar con el cuerpo-palabra. Los testimonios, dice Estrin, muerden, afectan.

      Videla, ya en democracia, se quejaba de «la pretensión permanente de seguir escarbando en el pasado» y, olvidando su intervención decisiva en la planificación y ejecución del plan sistemático de exterminio, sugería:

      [H]ay que encontrar una solución para resolver el famoso problema de los desaparecidos y ofrecérsela a la sociedad argentina. ¿Son una realidad, son un invento, son una especulación política o económica? ¿Qué son realmente los desaparecidos? (Página 12, 5/3/2012)

      Yo puedo responder por el quién, pronombre que el comandante nunca pronunció. Los desaparecidos son mi generación, la anterior y la siguiente; mi familia, mis amigos, sus hijos; por lo tanto mi interés por el tema desborda lo académico. ¿Acaso se puede encarar el genocidio con la distancia del discurso teórico? Cada testimonio encarna su versión del campo: ese inhabitable hábitat –Ignacio Mendiola dixit– cuya misión es destruir la subjetividad. Hanna Arendt lo llamó fábrica de cadáveres. ¿Cómo no prestarles oído a quienes hablan de y desde la marca de esa fábrica, en lugar de distanciarse en función de un saber objetivo que murió hace décadas? Cada testimonio es una travesía de emoción y pensamiento sin la cual caemos en la razón instrumental, que con su frialdad lleva al desastre.

       La marea solidaria

      Aunque no sea aceptada como parte del canon, esta narrativa se lee en ciertos ámbitos, se mueve por circuitos alternativos y se integra a un movimiento que, en la Argentina, irrumpe en la posdictadura con un intenso activismo por los derechos humanos que se fortalece desde las primeras etapas de la democracia. Fernando Reati muestra la importancia de esta red de la que es deudora la sobrevivencia de los ex detenidos desaparecidos después de los campos –aunque en este caso hable sobre todo de Mario Villani:

      Salir con vida de los campos fue tal vez la parte más fácil [«Mario mismo dice, cuando le preguntan por qué está vivo: “No lo sé, no lo decidí yo”»]; lo difícil fue qué hacer luego con esas memorias traumáticas, y ahí es donde otros sobrevivientes, los familiares de las víctimas, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, los miembros de H.I.J.O.S. […], los militantes de organizaciones de derechos humanos, la gente común y corriente que lo apoyó, fueron parte esencial del motor interno que lo llevó a pasarse las siguientes décadas testimoniando en cuanto juicio pudo, dando cuanta entrevista se le solicitó, hablando en cuanto foro se puso a su disposición. Sin todos ellos, sin el enorme esfuerzo colectivo que representó la lucha por la verdad y la justicia, sin esa gigantesca red solidaria de amigos y compañeros que se daban ánimos los unos a los otros para seguir recordando y denunciando, especialmente en los duros años noventa cuando parecía que el resto de la sociedad les daba la espalda... [eso no hubiera sido posible]. (2017: 182)

      Esta marea genera, además, un prolífico debate sobre lo acontecido y su significación política y ética que lleva años. Años de creación de películas y obras de teatro, de ensayos y relatos, de un intenso «trabajo de figuración, un esfuerzo por dar marco a un hablar que se deshace» (Sneh, 2012: 309). Años de fundación de museos y transmutación de ex campos en lugares de memoria. Años de polémicas encarnizadas sobre cómo encarar este cambio (¿habrá que re-significar estos espacios o dejarlos como símbolos intocados del espanto?, ¿habrá que explicar el horror o será que, al darle su lugar en una serie racional, corremos el riesgo de naturalizarlo?). Años en los que el Estado posdictatorial, que tras su histórico Juicio a las Juntas retrocediera con las llamadas Leyes de Impunidad y el Indulto, finalmente impulsa juicios públicos por crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen cívico-religioso-militar. Pero la voz del testigo, indispensable en el ámbito de la ley, sigue subsumida a ese lugar, que no es el único para asimilar lo que nos pasó y nos sigue pasando. Para el tribunal es indispensable un lenguaje binario que distinga culpables de víctimas, pero el testigo, además, puede crear tramas no condicionadas por ese ritual o por esas categorías.


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