El lugar del testigo. Nora Strejilevich

El lugar del testigo - Nora Strejilevich


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que se dirimen fuera de las audiencias judiciales). Si bien los juicios constituyen un pilar insustituible para que la res-pública sea viable tras un exterminio, el relato de los sobrevivientes –entre otros– es indispensable para identificar los mecanismos en los que seguimos atrapados e involucrados. Por eso coincido con Alejandro Kaufman cuando afirma: «El horror y la ruptura de los lazos de responsabilidad y deuda con el otro que produce requieren una conceptualización cultural profunda» (2005: 53).

      Esta conceptualización conlleva un cambio cultural que ha sedimentado, en cierta medida, en algunas sociedades del Cono Sur, con distinto alcance en cada país, pero la presión por acabar con este proceso es feroz. En la Argentina el gobierno actual ignora todo reclamo3; en Chile resurgen luchas estudiantiles y sociales pero retroceden los escasos juicios por crímenes de lesa humanidad. En Uruguay aún no se instrumentan políticas que realmente impulsen este tipo de juicios4.

      Más allá del aspecto legal, hoy resurge un autoritarismo con traje republicano pero abocado a la devastación de lo que se logró construir durante las posdictaduras. Y nos corresponde a todos pensar esta trama: nadie puede considerarse ajeno porque, para que los dispositivos del terror pervivan bajo otras formas, hace falta que se naturalice la exclusión, que se la acepte como condición capaz de garantizar la propia sobrevivencia. ¿Cómo es que tantos pudieron aceptar que se borrara a un sector de la ciudadanía y que, a continuación, se negara ese borramiento? ¿Hay alguna relación entre este consentimiento, como lo llama Kaufman, y el reciente auge de votos que sustentan el propósito de crear nuevas figuras del homo sacer, ese ser matable cuya muerte no equivale siquiera a un sacrificio? Estos interrogantes, planteados por sobre todo por Agamben, resuenan con fuerza en nuestra región, donde los campos convivían con la existencia cotidiana: los centros clandestinos estaban, a menudo, en las ciudades, como la cárcel «Libertad» en Uruguay, Londres 38 en Chile y la Escuela de Mecánica de la Armada en Argentina, y los secuestros se hacían a la luz del día. Si bien la resistencia setentista, el terror estatal y las posdictaduras son distintos en cada nación, mi énfasis está puesto en estos vasos comunicantes. Considero esencial difundir el relato de quien sobrevivió los campos, de quien puede dar cuenta microscópica de cómo los Estados saturninos devoran a sus hijos. Por eso mismo, ante la pregunta sobre si estos testimonios constituyen un aporte particular a la cultura de la memoria, mi respuesta es afirmativa. Este libro viene a mostrar en qué consiste esta contribución.

       ¿Literatura, testimonio o literatura testimonial?

      Los textos que presento son imposibles de encasillar: ¿novelas-documentales?, ¿relatos de no-ficción? Los llamo testimonios para enfatizar que relatan experiencias límite (por eso mismo se escriben en el umbral de los géneros). Tan incierta es la categoría «testimonial» que algunos autores la rechazan: Susana Romano-Sued, sobreviviente de varios campos, prefiere que su libro Procedimiento. Memoria de La Perla y La Ribera sea considerado, simplemente, literatura, sin un adjetivo restrictivo. Hernán Valdés defiende, en cambio, el carácter testimonial de Tejas Verdes: diario de un campo de concentración en Chile ante quienes lo catalogan de novela, para enfatizar su poder de denuncia. Lo cierto es que hay relatos concentracionarios novelados, poéticos y otros donde conviven oralidad y narración literaria. Si al conjunto lo llamamos testimonial es para hacerlo visible, porque los perfiles definidos se destacan del fondo opaco en el que todos los gatos son pardos. Lo básico es destacar que esta escritura existe y que su lectura es indispensable, sobre todo en tiempos en que vuelve a legitimizarse en la región un poder avasallador que es la continuidad del poder asesino, con otra máscara.

      Esta escritura retoma la voz singular y colectiva que «se resiste al monólogo armado, ese que transformó tanta vida en una sola muerte numerosa» (Strejilevich, 2017). Y no hay recetas sobre cómo hacerlo. Como veremos, Primo Levi se propone relatar con la transparencia de un reporte técnico. Jorge Semprún novela con visos filosóficos. Susana Romano-Sued quiebra el lenguaje. Hernán Valdés crea un diario de la derrota. Alicia Partnoy entrelaza trama poética y humor negro. Hay infinidad de matices, porque cada testimonio se niega al anonimato de la muerte en serie y busca cómo «nombrar lo innombrable»5. No es que me acople al célebre dictum que proclama que la vivencia de la atrocidad es inenarrable. Lo que planteo es que se trata de una literatura fronteriza porque su origen lo exige. Si se diferencia de otras memorias es por su anclaje en una zona de silencio (que el testigo intenta romper) vinculada a la figura del desaparecido, que «marca una diferencia absoluta» (Jinkis, 2011: 79).

      Esta particular experiencia sigue dando que pensar, insiste Reyes Mate. Y a este pensar me entrego de la mano de la literatura, la filosofía, la sociología, la historia, el periodismo, el psicoanálisis, sin descartar el comentario personal o el propio testimonio. No hay una sola perspectiva crítica que resulte satisfactoria para leer una historia que se expande en tramas donde el sufrimiento piensa y la razón narra. La creación artística no se articula de modo conceptual, lo que no equivale a decir que no piensa. Como dijera André Kertész: quizá en nuestro mundo sin Dios vivimos exclusivamente por mor del espíritu de la narración, que es la mirada simbólica (2002). Este novelista, sobreviviente del nazismo, se refiere a la mirada simbólica que nace en los campos. Reyes Mate lo interpreta así: antes vivíamos bajo la mirada de Dios, mientras que ahora vivimos bajo la mirada de Auschwitz. En este sentido, el espíritu de la narración de los sobrevivientes de los campos sería un llamado ético (Reyes Mate, 2013). Falta que este llamado convenza a críticos que siguen definiendo al testimonio como una práctica narrativa despojada de visos reflexivos o artísticos.

      Al reivindicar estos textos no pretendo minimizar ni desplazar a otros, como los de la generación de las hijas e hijos de los desaparecidos, cuya original impronta también nace de una interrogación a partir de sus vivencias. Y tampoco afirmar que solo la palabra del testigo es la autorizada para pensar el legado del horror. Apenas sostengo que su relato, el más cercano al corazón de esta experiencia, es matricial. Propongo no eclipsar estos testimonios, rescatarlos del banquillo de los acusados en que se los sitúa.

       ¿Qué cuenta este libro?

      Este libro va hilvanando su confianza en la versátil palabra del testigo, capítulo a capítulo.

      «Darle palabras al horror» se abre con la pregunta «¿Por qué cuenta el testigo?». El testigo cuenta –en el doble sentido de relatar y de importarle a otros– porque su versión revela el núcleo duro del experimento que pone en cuestión el estatuto de lo humano6.

      «Cuestionamientos a la palabra del testigo» comienza con «Giorgio Agamben: en torno a la imposibilidad del testimonio», donde planteo que una interpretación literal de su hipótesis sobre el imposible testimonio, basado en la figura del «musulmán» de los campos nazis, alienta en nuestra región a quienes bregan por la deslegitimación del relato de los sobrevivientes. Por eso confronto su idea del rol vicario del testigo (que hablaría «por delegación» o en nombre de otros que no sobrevivieron) originada en su lectura de lo dicho por Levi.

      En «Beatriz Sarlo: debate sobre el discurso de la experiencia», siguiendo la invitación del subtítulo de su libro Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión (2007), confronto algunos planteos de la autora, para quien «el testimonio carece de legitimidad frente a investigaciones de disciplinas que, al establecer una mayor distancia con el ayer, favorecerían la reflexión en lugar de cristalizarla» (2000). Me rebelo contra dictámenes pronunciados desde un saber con mayúsculas que se erige en tribunal para descalificar otras miradas.

      En «Un glosario sin definiciones» presento una serie de términos que conforman el vocabulario básico vinculado a esta escritura. Intento esbozar y repensar sentidos, no dar respuesta sino mantener abierto el debate.

      «Uruguay, Chile y Argentina. El Plan Cóndor» –en consonancia con los sucesivos golpes de Estado que asolaron al Cono Sur– repasa momentos claves de la historia del siglo XX en la región, evocando cómo la violencia exterminadora se instaló en cada país. La lengua y los mitos constituyen y moldean la realidad: no se puede hablar de hecatombes humano-facturadas si se descartan


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