Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith


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entró en la celda. Se sorprendió, al cabo de media hora, hablando de hombre a hombre con un caballero cristiano. En cuanto Austin se dispuso a irse, Tom le pidió permiso para darle la mano.

      —Dígale al joven en la abadía que no soy un traidor. Lo entenderá. Es un caballero y cualquier hombre hará lo que él diga. ¡Un caballero asilvestrado y tremendo! ¡Y yo un burro! Así son las cosas. Pero no soy un canalla. Dígale eso, señor.

      Austin se lo contó a Richard, mirándolo muy serio. El chico se sentía más intimidado por Austin que por Adrian. No sabía por qué, pero le resultaba difícil estar a solas con él; hacía lo posible por evitarlo y, si lo conseguía, se encerraba en sí mismo. Austin no era tan listo como Adrian; rara vez adivinaba las ideas de los demás, y siempre iba directo a su objetivo. Así que, en lugar de dar rodeos y poner al chico nervioso, con la boca a punto de escupir mentiras, le dijo:

      —Tom Bakewell me pidió que te dijera que no te traicionará. —Y se fue.

      Richard le repitió la frase a Ripton, quien exclamó que Tom era un buenazo.

      —No debe sufrir por ello —dijo Richard, y pensó en llevarle una cuerda más gruesa y una lima más afilada.

      —Pero ¿se chivará tu primo? —discernió Ripton.

      —¡Él! —dijo Richard con desdén—. Un campesino se niega a traicionarme, ¿y crees que lo hará alguien de mi familia?

      Ripton aguantó ser reprobado por vigésima vez.

      Los jóvenes examinaron los muros de la cárcel, y llegaron a la conclusión de que la huida de Tom sería más fácil si él ponía de su parte, una vez entregadas la cuerda y la lima. Pero, para lograrlo, alguien debía acceder a su celda, y ¿en quién podían confiar?

      —Prueba con tu primo —sugirió Ripton, tras un largo debate.

      Richard sonrió y preguntó si se refería a Adrian.

      —¡No, no! —se apresuró Ripton—. Austin.

      A Richard se le había ocurrido lo mismo.

      —Primero, vamos a procurarnos la cuerda y la lima —dijo, y fueron a Bursley a por esos pertrechos para derrotar a la ley. Ripton compró la lima en una tienda y Richard la cuerda en otra, con tal habilidad que no fueron detectados. Y, para asegurarse, en un bosque de las afueras de Bursley, Richard se desnudó y se ató la cuerda alrededor del cuerpo, probando las torturas de ermitaños y monjes penitentes, pues no podían arriesgarse: la huida de Tom debía realizarse de un modo infalible. Sir Austin vio las marcas por la noche, a través de las sábanas desarropadas, cuando su hijo dormía.

      Fue un duro golpe cuando, tras tantas molestias y estratagemas, Austin Wentworth se negó a desempeñar la labor que los jóvenes tan celosamente habían diseñado. El tiempo apremiaba. En pocos días, el pobre Tom tendría que enfrentarse al temible sir Miles Papworth, y terminaría recluido, pues en Lobourne corrían rumores de aplastante evidencia que lo condenaban, y la ira del granjero Blaize era implacable. Una y otra vez, Richard pidió a su primo que le ayudase en esta situación crítica. Austin sonrió.

      —Mi querido Ricky —dijo—, hay dos maneras de salir de un apuro: el camino largo y el corto. Cuando hayas probado el método indirecto y hayas fracasado, ven a mí y te enseñaré la vía directa.

      Richard estaba demasiado enfrascado en el método indirecto para considerar ese consejo algo más que palabras vacías, y solo pensó en la antipática negativa de Austin.

      Esperó al último momento para decirle a Ripton que debían hacerlo ellos, a lo que Ripton asintió.

      El día antes de la aparición de Tom ante el magistrado, la señora Bakewell mantuvo una entrevista con Austin, y este fue a Raynham y le pidió a Adrian que le aconsejara qué hacer. Una carcajada soltó Adrian cuando le contó las peripecias de los desesperados muchachos: cómo habían entrado en la diminuta tienda de la señora Bakewell a comprar té, azúcar, velas y confituras de todo tipo, hasta que no quedaron clientes en la tienda; cómo entonces se apresuraron a meterse en la trastienda, donde Richard se abrió la camisa y reveló la cuerda enroscada, y Ripton mostró la punta de una lima de un recoveco de su chaqueta; cómo le dijeron a la estupefacta mujer que la cuerda y la lima eran instrumentos para sacar a su hijo, que no había otra forma humana de liberarle, que ellos ya lo habían intentado todo; cómo Richard persuadió a la mujer para que se desvistiera y enroscara la cuerda alrededor del cuerpo, y Ripton la indujo a esconder la lima de la misma guisa; cómo, cuando ella se opuso a llevar la cuerda, los chicos empezaron a recular, y, en fin, ella temía, dijo la señora Bakewell, no corresponder dignamente a la gracia concedida por el magistrado Papworth de visitar a su hijo, tentando a Tom a contravenir la ley usando una lima. Sin embargo, gracias al Señor, añadió la señora Bakewell, Tom había rechazado la lima, y así se lo había dicho al muchacho Richard, que blasfemó mucho tratándose de un joven caballero.

      —Los niños son como monos —comentó Adrian, a punto de estallar de risa—. Son los actores de las farsas sin sentido más peligrosos del mundo. ¡Espero no estar nunca donde no haya niños! Un par de chicos dejados a su libre albedrío son más divertidos que una tropa de comediantes profesionales. No, ningún arte llega a los talones de la inocencia natural en el arte de la comedia. No pueden imitar al mono. Sus payasadas son aburridas. Carecen de la encantadora puerilidad del animal. ¡Les faltan estas cosas! Piensa en los cambios a los que están sometidos. Saben que yo lo sé, y aun así se muestran mansos e inocentes conmigo. ¿Te da pena pensar en cómo acabará el asunto, Austin? A mí también. Temo el momento en que caiga el telón. Pero le hará bien a Ricky. Una lección práctica es lo mejor.

      —Cala más hondo —dijo Austin—; aprender el bien o el mal es lo que está en juego.

      Se estiró cuan largo era.

      —Este será su primer bocado de experiencia, la vieja fruta del tiempo. ¡Odiosa para el paladar de la juventud, en cuya época solo provee nutrientes! ¡La experiencia! ¿Conoces el símil de Coleridge? ¿Lo llamas triste? Bueno, ¡toda sabiduría es triste! Es sabido, primo, que los sabios adoran a la musa cómica. Su propio alimento les mataría. Encontrarás noche tras noche grandes poetas, escasos filósofos, con una amplia sonrisa ante una fila de luces amarillas y máscaras murmurantes. ¿Por qué? Porque todo está a oscuras en casa. El escenario es el pasatiempo de la inteligencia. Por eso el teatro ahora está de capa caída. ¡Es el tiempo de las párvulas mentes desenfrenadas, querido Austin! ¡Cómo odio esa palabrería tuya sobre la «época del trabajo», tú y tu Morton, tú y tu pastor Brawnley, radicales de primera, vosotros, vulgares materialistas! ¿Qué canta Diaper Sandoe sobre tu «época del trabajo»? ¡Escucha!

      La época del ojo por ojo,

      La época del parloteo,

      Una época como la tina de un cervecero:

      Fermentando el tumulto!

      La época de ser castos en el amor, pero laxos

      En los abusos a la virtud:

      Cuyas damas y caballeros son muy finos,

      Demasiado para usarlos.

      La época que conduce un caballo de hierro

      Que desafía al espacio y al tiempo,

      Que se deleita con la fuerza del gigante

      Y tiembla ante él.

      La época del alboroto

      Ante la avaricia descabellada,

      ¡Ved al loco Hamlet murmurar y pavonearse

      Y señalad a los reyes del algodón!

      De esta agitación, mirad, ya arruinado,

      Al futuro tambaleándose atónito,

      ¡Ofelia de las épocas recién llegada

      Con


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