Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith


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lo llamas, ya ha respondido —dijo Austin—, no esperando lo mejor, lo cual probablemente empujaría a la «época» a volverse loca para tu satisfacción, sino haciéndolo. Ha respondido a tu Diaper Sandoe con mejor lírica, y le refuta en la otra vida.

      —No ves la profundidad de Sandoe —respondió Adrian—. ¡Considera este verso: «Ofelia de las épocas»! ¿No es Brawnley, como una docena de espíritus líderes —creo que ese es tu término—, que el metafísico Hamlet la vuelve loca? ¡Ella, la pobre doncella, quiere un matrimonio y bebés sonrientes, mientras mi señor mira las estrellas cuestionando el infinito y desatendiendo lo intangible!

      Austin se rio.

      —Estaría casado y tendría bebés sonrientes en abundancia si mandara Brawnley. Espera a conocerlo. Pronto estará en Poer Hall y verás lo que significa la «época del hombre». Pero ahora, por favor, cuéntame lo de estos chicos.

      —¡Ah, esos chicos! ¿Hay muchachos de la «época», además de hombres? ¿No? Los chicos son mejores que los hombres: sirven para todas las épocas. ¿Qué crees que se traen entre manos, Austin? Han estado estudiando las fugas de Latude.1 Encontré un libro en la habitación de Ricky sobre Jonathan Wild.2 Jonathan se guardó los secretos de su profesión, no se los enseñó a nadie. Así que van a hacer un Latude de Tom Bakewell. Van a convertirlo en «Bastilla Bakewell», lo quiera o no. Dejémosles. ¡Que los potros campen a sus anchas! No podemos ayudarlos. Podemos ver el lado bueno. De otro modo, estropearíamos el juego.

      Adrian insistía en alimentar a la inquieta bestia de la impaciencia con cumplidos, que no era buena dieta, y Austin, el más paciente de los hombres, empezaba a perder la calma.

      —Hablas como si el tiempo te perteneciera, Adrian. Solo quedan unas horas. Primero el trabajo y después el placer. El futuro del chico está en juego.

      —¡Como el de todos, querido Austin! —bostezó el hedonista.

      —Sí, pero el chico está bajo nuestra tutela. ¡Bajo la tuya en especial!

      —¡Todavía no! ¡Todavía no! —le interrumpió Adrian lánguidamente—. No se meterá en líos cuando esté conmigo. ¡La correa para el joven sabueso y la cincha para el joven potro! Ahora soy totalmente irresponsable de sus actos.

      —Puede que tengas que lidiar con otra cosa cuando te corresponda, si vamos a eso.

      —Tomaré a mi joven príncipe como lo encuentre, primo: Juliano o Caracalla, Constantino o Nerón. Entonces, si le gusta la piromanía, deberá argumentarlo; si es un apóstata discutidor, deberá atender a la lógica y a los hombres, y tener el hábito de decir sus oraciones.

      —Entonces, ¿me dejas solo? —dijo Austin, levantándose.

      —¡Sin nada que te frene! —Adrian hizo un gesto admitiendo su retirada—. Estoy seguro de que no harás ningún daño, y aún más seguro de que no puedes hacerlo. Y recuerda mis proféticas palabras: pase lo que pase, habrá que pagarle al viejo Blaize. Eso se da ya por sentado. Supongo que debo ver al jefe esta noche y decírselo yo mismo. No podemos dejar que condenen a ese pobre diablo, aunque no tiene sentido revelar que un muchacho ha sido el instigador.

      Austin echó un vistazo a la complaciente languidez del joven sabio, su primo, y aunque sabía poco de sus conciudadanos, comprendió que no iba a hacerse entender. Los oídos del joven sabio estaban taponados con su propia sabiduría. Solo había un mal que Adrian temía: la acción de la ley.

      Mientras se alejaba, Adrian le llamó:

      —¡Espera, Austin! ¡Un momento! ¡No te preocupes! Ves el lado negativo de las cosas. He hecho algo. No preguntes el qué. Si vas a Belthorpe, sé civilizado, pero no servil. ¿Recuerdas las tácticas de Escipión el Africano contra los elefantes púnicos? No digas nada, primo, pero los elefantes de Blaize están de retirada gracias a mí. Si cargan, será un amago y destruirán sus apretadas filas. Lo entiendes, ¿no? Bueno, no importa. Pero que nadie piense que duermo. Si debo verle esta noche, iré sabiendo que no estamos en su poder.

      El joven sabio bostezó y estiró la mano para coger el libro que tenía más cerca.

      Austin fue a buscar a Richard.

      Capítulo VII

      Un pequeño templo de mármol blanco a la sombra de un laurel asomaba al río desde el altozano que bordeaba los hayedos de Raynham, que Adrian llamaba la pérgola de Dafne. Allí se había retirado Richard y lo encontró Austin con la cabeza entre las manos: la viva imagen de la desesperación. El joven aceptó el saludo de Austin, sin alzar la cabeza, y que se sentara a su lado. Quizá sus ojos no se veían presentables.

      —¿Dónde está tu amigo? —preguntó Austin.

      —¡Se ha ido! —respondió. Su voz sonaba lejana, oculta tras sus manos. Siguió una explicación: por la mañana había llegado una citación para el señor Thompson, y se había marchado contra su voluntad.

      De hecho, Ripton protestó y dijo que desafiaría a su padre quedándose con su amigo para luchar con él contra la adversidad. Sir Austin expuso que un joven debía obedecer a su progenitor, y había dado órdenes a Benson de preparar el equipaje de Ripton para el mediodía. La rapidez con la que Ripton adoptó la visión del baronet sobre la obediencia filial fue tan sincera como su oferta a Richard de prescindir de esa obediencia. Se alegró de que lo apartaran del polémico barrio de Lobourne, pero honestamente lamentaba ver a su camarada solo ante la calamidad. Los chicos se despidieron con afecto, como no podía ser de otro modo, pues Ripton había jurado fidelidad a los Feverel con una calidez que lo ataba en su declaración, dispuesto a llegar en cualquier momento, a las órdenes del heredero de la casa, para combatir a todos los granjeros de Inglaterra.

      —Así que te has quedado solo —dijo Austin, observando la cabeza del chico—. Me alegro. Nunca nos conocemos hasta que tenemos que defendernos solos.

      Parecía que no había respuesta. Sin embargo, respondió la vanidad:

      —No era de gran ayuda.

      —Recuerda sus cualidades ahora que no está, Ricky.

      —Bueno, era leal —gruñó el chico.

      —Y no es fácil encontrar un amigo leal. ¿Has intentado rectificar, Ricky?

      —He hecho lo que he podido.

      —¡Y has fracasado!

      Hubo una pausa y una evasiva en voz baja:

      —Tom Bakewell es un cobarde.

      —Pobre hombre. Supongo que —dijo Austin, con gentileza— no quiere meterse en más líos. No creo que sea un cobarde.

      —¡Es un cobarde! —gritó Richard—. ¿Crees que con una lima yo me quedaría en la cárcel? ¡Saldría la primera noche! Y podría haber tenido también una cuerda. Una cuerda suficientemente fuerte para sostener a un par de hombres de su peso y tamaño. Ripton, Ned Markham y yo nos columpiamos durante una hora y no se rompió. Es un cobarde y se merece su destino. No tengo compasión por los cobardes.

      —Ni yo tampoco —dijo Austin.

      Richard levantó la cabeza acusando con rabia al pobre Tom. La habría escondido de saber lo que Austin pensaba al mirarlo.

      —Nunca he conocido a un cobarde —continuó Austin—. He oído hablar de uno o dos. Uno dejó que un hombre inocente muriera por él.

      —¡Eso es muy bajo! —exclamó el chico.

      —Sí, terrible —asintió Austin.

      —¡Terrible! —Richard desdeñó al pobre—. ¡Lo habría odiado! ¡Un cobarde!

      —Creo que utilizó a su familia de excusa, y trató por todos los medios de liberar al hombre. También he leído, en las confesiones de un célebre filósofo,Скачать книгу