Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
Enano se inclinó e hizo una especie de reverencia a su patrón, y luego se tambaleó a un lado y otro, tapando al granjero de la mirada de Richard.
Richard miró el suelo y el Gallo Enano, en el más tosco orden dórico, comenzó su relato. Sabiendo lo que iba a decir, completamente preparado para refutar el principal incidente, Richard apenas escuchó su bárbara locución; y, cuando el recital llegó al punto donde el Gallo Enano afirmó haber visto a Tom Bakewell, Richard lo encaró y se sorprendió ante los gestos, guiños y muecas significativos dirigidos a él.
—¿Qué está diciendo? ¿Por qué se burla de mí? —exclamó el chico, indignado.
El granjero Blaize se giró hacia el Gallo Enano para observarle, y contempló la máscara más imperturbable nunca vista en un hombre.
—No me burlo de nadie —bramó el elefante.
El granjero le ordenó que terminara.
—Yo vi a Tom Bakewell —volvió a empezar el Gallo Enano, y otra vez las torsiones de un terrible guiño se dirigían a Richard.
El chico estaba convencido de que el campesino mentía, y así se lo dijo:
—¡No has visto a Tom Bakewell prender fuego a ese pajar!
El Gallo Enano juró que sí con otra mueca.
—¡Te digo —insistió Richard— que yo prendí fuego al pajar!
El elefante sobornado se tambaleó. Quería transmitir al joven caballero su lealtad a las piezas de oro recibidas, y lo probaría en el momento y el lugar correctos. ¿Por qué sospechaba de él? ¿Por qué no le entendía?
—Pues creí verlo —murmuró el Gallo Enano, probando una solución intermedia.
El granjero desató su ira sobre él, rugiendo:
—¿Creí? ¡Creí! ¿Qué quieres decir? ¡Dilo, no te quedes pensando! ¿Creí? ¿Qué demonios es eso?
—¿Cómo pudo reconocerlo en una noche oscura como boca de lobo? —intervino Richard.
—¡Creí! —bramó el granjero aún más alto—. Creí… ¡Que te lleve el diablo por haber jurado! ¿Qué pasa? ¿Por qué guiñas el ojo al señor Feverel? Joven caballero, ¿ha hablado antes con este tipo?
—¿Yo? —respondió Richard—. No le había visto en mi vida.
El granjero se agarró a los brazos del sillón y reveló sus dudas con una mirada asesina.
—Vamos —le dijo al Gallo Enano—, habla, termina ya. Di lo que viste y no lo que piensas. ¡Qué importa lo que piensas! ¡Viste a Tom Bakewell prender fuego a ese pajar! —El granjero señaló la ventana—. ¿Qué diantres estás pensando? ¿Fuiste testigo? Lo que tú creas no es una prueba. ¿Qué dirás mañana al magistrado? Porque lo que digas hoy, tendrás que decirlo mañana.
Ante el imperativo, el Gallo Enano se hundió. No tenía ni idea de qué quería decir el joven caballero. No creía que pudiera acabar en una colonia penal y, después de todo, le habían pagado para impedirlo; y eso iba a hacer. Puesto que la evidencia de este día le ataba a la evidencia de mañana, decidió, después de mesarse y mordisquearse los rebeldes mechones, que no estaba seguro de a quién había visto. De esta manera, era imposible ser más sincero, pues la noche, como dijo, era tan oscura que no veía sus propias manos; y así lo refrendó, pues, aunque estés seguro de haberlo visto, no puedes identificarlo bajo juramento, y la persona que creyó que era Tom Bakewell, y habría jurado que era él, bien podría haber sido el joven caballero ahí presente, si estaba dispuesto a jurarlo.
Así terminó su parlamento el Gallo Enano.
Tan pronto acabó, el granjero Blaize saltó de su silla y quería echarlo a puntapiés. No pudo, y volvió a hundirse, con el dolor del esfuerzo inútil y la decepción.
—¡Son todos unos mentirosos! —gritó—. ¡Mentirosos, sobornadores, corruptos! ¡Detente! —le dijo al Gallo Enano, antes de que se escabullera—. ¡Estás acabado! ¡Lo juraste!
—¡No es verdad! —insistió el Gallo Enano.
—¡Lo juraste! —vociferó otra vez el granjero.
El Gallo Enano jugueteó con el pomo de la puerta y volvió a afirmar que no, una doble contradicción que enfureció al granjero, y con la voz ronca repitió que el Gallo Enano lo había jurado.
—¡No! —exclamó el Gallo Enano, agachándose—. ¡No! —repitió en voz más baja, y una sonrisa idiota dejaba ver que disfrutaba de la profunda discusión casuística—. ¡No sobre la Biblia! —añadió, a lo que siguió un temblor en el hombro.
Blaize contempló a Richard con la mirada perdida, como preguntándole desconcertado su parecer sobre los campesinos de Inglaterra con el ejemplo que allí tenían. Richard habría preferido no reírse, pero su dignidad dio paso a su sentido del absurdo, y dejó escapar una carcajada. El granjero no estaba para bromas. Echó un vistazo a la puerta.
—¡Ha tenido suerte! —exclamó al comprobar que el Gallo Enano se había largado, pues se moría de ganas de romperle la cara. Se hinchó y se dirigió a Richard con solemnidad—: Vamos a ver, señor Feverel. Confiese. Ha sobornado a mi testigo. No sirve de nada negarlo. ¡Lo ha hecho, señor! Usted, o alguno de los suyos. ¡Me dan igual los Feverel! Han sobornado a mi testigo. El Gallo Enano ha sido sobornado. —Dio un golpe con su pipa en la mesa—. ¡Sobornado! ¡Lo sé! ¡Podría jurarlo!
—¿Sobre la Biblia? —inquirió Richard, con un semblante serio.
—¡Sí, sobre la Biblia! —dijo el granjero, sin apreciar el descaro—. ¡Lo juraría sobre la Biblia! ¡Han corrompido a mi testigo principal! Es ingenioso, pero no servirá. Deportaré a Tom Bakewell, puede estar seguro. Viajará, téngalo por seguro. Lo siento, señor Feverel, siento que no me hayan tratado bien, usted y los suyos. Pero el dinero no puede comprarlo todo. Puede corromper, pero no salvar a un criminal. Le habría excusado, señor. Es usted joven, y aprenderá. Solo pedía dinero y una disculpa, y me habría contentado de no haber sobornado a los testigos. Ahora tendrán que afrontar las consecuencias.
Richard se levantó y respondió:
—Muy bien, señor Blaize.
—Y si Tom Bakewell —siguió el granjero— no le implica, usted estará a salvo, o eso espero, sinceramente.
—No vine a verle por mi seguridad —dijo Richard con la cabeza bien alta.
—¡No se atreva! —respondió el granjero—. ¡No se atreva! Es muy atrevido, joven caballero. ¡Le viene de familia! ¡Si hubiera dicho la verdad! Creo a su padre. Creo cada una de sus palabras. Me gustaría poder decir lo mismo de su hijo y heredero.
—¿Qué? —gritó Richard, con una sorpresa difícil de fingir—. ¿Ha visto a mi padre?
El granjero Blaize tenía tal olfato para las mentiras que las detectaba hasta donde no existían, y farfulló:
—¡Sí, no vaya usted ahora a fingir que no lo sabía!
El chico se quedó tan perplejo que no podía enfadarse. ¿Quién se lo había dicho a su padre? El miedo que sentía hacia su progenitor se avivó, devolviéndole sus viejas ganas de rebelarse.
—¿Mi padre lo sabe? —preguntó en voz muy alta, y lo miró fijamente—. ¿Quién me ha traicionado? ¿Quién se lo ha dicho? ¡Austin! Austin era el único que lo sabía. Sí, Austin me conminó a que me sometiera a esta humillación. ¿Por qué no me lo dijo? ¡Nunca volveré a confiar en él!
—¿Y por qué no me lo dijo usted? —quiso saber el granjero—. Habría confiado en usted.
Richard no entendía la comparación. Hizo una leve reverencia y le deseó una buena tarde.
Blaize tocó la campanilla.
—Acompaña al joven caballero, Lucy. —Saludó a la joven damisela en la