Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith


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y renunció a todo. La señora Doria, que no quería entrometerse en la ternura de la familia, se estremeció al pensar que sir Austin había aceptado el sacrificio con tanta compostura, pero él la obligó a considerar las secuelas que tendría el niño por ser testigo de esa relación entre su padre y su madre. En unos pocos años, siendo ya un hombre, lo entendería, lo juzgaría, y la querría.

      —¡Que esa sea su penitencia y no yo!

      La señora Doria reverenciaba el sistema en los demás, pero no era consciente de los efectos que tendría en ella.

      Más al fondo, entre bambalinas, vemos a Rizzio y María ya viejos, muy desilusionados: ella, desaliñada y sin corona; él, con dedos artríticos en una guitarra grasienta. El futuro émulo de Diaper Sandoe escribe por encargo. Su fama ha decaído; el contorno de su cintura ha crecido. Lo que podía hacer y lo que hará seguía siendo su tema. Mientras tanto, le han confiscado el zumo de enebro, y resulta difícil cumplir los encargos alimenticios sin él. Al volver de su miserable viaje a su miserable hogar, la dama tuvo que aguantar una breve reprimenda del despreocupado Diaper, una reprimenda tan blanda que la formuló en pentámetros yámbicos; ya rara vez escribía en métrica, pero le gustaba hablar en métrica. Derramó una lágrima compasiva y le explicó que estaba perjudicando sus intereses, y no se dominó en dilucidar por qué. Con una sonrisa esbozada en su hermosa boca, le dijo que la pobreza en la que vivía era perniciosa para su gentil condición, y que tenía razones para creer (y podía asegurarlo) que iba a recibir una pensión de su marido. Diaper ensanchó aún más su sonrisa al recibir esta información. Así se enteró la pobre mujer de que le había pedido dinero a su marido en su nombre. Es difícil que inhiban el amor propio cuando sufrimos la agonía de un mártir. Hubo un trágico coloquio de cinco minutos entre bambalinas, especialmente para Diaper, que había esperado disfrutar bajo el sol de la deliciosa anualidad y resurgir de su pobreza. Entonces la dama escribió a sir Austin la carta que este le mostró a su hermana. La atmósfera entre bastidores no es apetecible; así que, tras haber desvelado al fantasma, volvamos frente al telón.

      Sir Austin consideró que la dosis infinitesimal de experiencia que Ripton Thompson había suministrado al sistema con tan sorprendente efecto había funcionado, y de momento era suficiente, por lo que Ripton no recibió una segunda invitación a Raynham, y Richard no tuvo un compañero de su edad en quien descargar su excesiva vitalidad, aunque tampoco quería ninguno. Estaba demasiado ocupado con Tom Bakewell. Es más, él y su padre eran uña y carne. La mente del chico estaba abierta a su padre con afecto y respeto. En este período, cuando el joven salvaje crece bajo otra influencia, tener su admiración es lo más importante. En esta etapa los jesuitas marcan el futuro de su rebaño, y los que educan a un joven vigilándole con un sistema saben hallar el momento más maleable. Los chicos que con capacidades mentales o físicas se sienten empujados a actuar, marcan su trayectoria profesional; o, si se hallan bajo supervisión, adoptarán las pautas que les hayan inculcado, y rara vez se desharán de ellas.

      En el cuaderno de sir Austin estaba escrito: «Entre la niñez y la adolescencia: la temporada de floración; en el umbral de la pubertad hay una hora egoísta: la hora de la semilla espiritual».

      Se preocupó de plantar una buena semilla en Richard, y de que la semilla más fructífera para un joven, a saber, el ejemplo, hiciera germinar en él un amor noble.

      —Solo estoy esforzándome en hacer de mi hijo un buen cristiano —respondía a los que insistían en objetar el sistema. Y declaró sus propósitos—: Primero, sé virtuoso —notificó a su hijo—; luego, sirve a tu país en cuerpo y alma.

      El joven fue instruido para albergar ambición por el liderazgo, y con ese objetivo él y su padre estudiaban historia y los discursos de los oradores británicos. Un día, sir Austin lo encontró en el suelo con las piernas cruzadas, una mano en la barbilla, frente a un pedestal que sostenía el busto de Chatham, contemplando al héroe de nuestro Parlamento con lágrimas en los ojos.

      La gente decía que el baronet llevaba tan lejos el principio del ejemplo que conservaba a su dispéptico y borracho hermano Hippias en Raynham para mostrar a su hijo el terrible castigo que la naturaleza infligía a una vida disipada. El pobre Hippias se había convertido en una pena andante. Era injusto, pero no cabía duda de que se servía del ejemplo del vecindario para encaminar a su hijo, y prescindía de su hermano, hacia el que Richard sentía un desprecio en proporción a la admiración que sentía por su padre, y estaba tan a favor de tales extremos que sir Austin se veía obligado a suavizar su rigidez.

      El chico rezaba con su padre por la mañana y por la noche.

      —¿Qué sucede, señor? —le dijo una noche—. ¿Por qué no consigo que rece Tom Bakewell?

      —¿Se niega? —preguntó sir Austin.

      —Parece que se avergüenza —dijo Richard—; quiere saber qué es el bien, y no sé qué decirle.

      —Creo que lleva demasiado tiempo así —dijo sir Austin—; hasta que no sienta un dolor profundo no encontrará el divino deseo de rezar. Esfuérzate, hijo mío, cuando representes al pueblo, en dotarle de educación. De otro modo, serán como Tom, que lo siente todo a través de una corteza impenetrable y sin brillo. La cultura es el camino anterior al cielo. Dile, hijo mío, que, si siente la necesidad de la eficacia del rezo, sus rezos serán contestados —citó —: «Que el que vuelve mejor de la oración, ha hallado respuesta en la oración».

      —Lo haré, señor —dijo Richard, y se fue a dormir.

      El joven vivía ahora feliz con su padre y consigo mismo. Empezaba a tener conciencia, y acarreaba la carga de los hombres, aunque de una forma tan burda que le sobrepasaba.

      El joven sabio Adrian, sobriamente cínico, observaba el progreso de su discípulo. Austin le había prohibido burlarse de él, y aliviaba su humor mordaz inspirado por la visión de un pirómano que se volvió santo, con grave compasión y una extremada precisión en señalar las no distantes fechas de sus diversos cambios. Su fase de pan y agua duró quince días; la vegetariana (imitación de su primo Austin), poco más de un mes; la religiosa, algo más; la religiosa-propagandista (cuando quería convertir a los infieles de Lobourne y Burnley, y a los criados de la abadía, incluido Tom Bakewell) aún más; y peor todavía: ¡intentó convertir a Adrian! Todo ello mientras adiestraba a Tom como un soldado raso. En efecto, Richard hizo venir a un sargento de instrucción de los barracones más cercanos para enseñarle a sentirse orgulloso, y le hacía ir de un lado a otro con inmensa satisfacción, y casi se rompió el corazón intentando que aprendiera los rudimentos de la escritura, pues el chico tenía esperanzas ilimitadas en Tom, creyéndole un diamante en bruto.

      Richard también dejó su orgullo a un lado. Aparentaba ser, y creía serlo, humilde. Adrian, como por descuido, le comunicó que los hombres eran animales, y que él era un animal como los demás.

      —¡Un animal yo! —gritó Richard con desprecio, y durante semanas le perturbó este principio básico del autoconocimiento, como a Tom sus dificultades de aprendizaje. Sir Austin había optado por instruir al campesino en las maravillas de la anatomía para devolverle su amor propio.

      El período de siembra pasó con fluidez, llegó la adolescencia, y su prima Clare apreció los contrastes de pertenecer al sexo opuesto. Ella también crecía, pero a nadie le importaba cómo. Al parecer, incluso su madre parecía absorta en la germinación del verde retoño del árbol de los Feverel, y Clare era como si fuera su criada, ignorada por él.

      La señora Blandish quería al muchacho de corazón. Le decía:

      —Si fuera más joven, te elegiría de marido.

      Y él, con la franqueza característica de su edad, respondía:

      —¿Y sabe si yo la aceptaría?

      Esto le hacía reír y llamarle tontuelo, pues ¿no le había dicho que ella lo escogería a él? ¡Terribles palabras cuyo significado, entonces, él desconocía!

      —No lees el libro de tu padre —dijo.

      Su ejemplar, encuadernado en terciopelo púrpura con los bordes dorados, como a las damas bonitas les


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