Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith


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esto? —decía la señora Blandish, señalando con una uña almendrada un aforismo que ejemplificaba que la edad y la adversidad deben moldearnos antes de resistir el magnetismo de ninguna criatura humana—. ¿Lo entiendes, chico?

      Richard le informó que, si ella lo leía, podría entenderlo.

      —Entonces, caballero —le acarició la mejilla y le pasó los dedos por el pelo—, aprende tan rápido como puedas a no desorientarte con un millar de atracciones, como hacía yo antes de encontrar a un hombre sabio que me guiara.

      —¿Es sabio mi padre? —preguntó Richard.

      —¡Claro que sí! —La dama enfatizó su opinión.

      —¿Usted…? —soltó Richard, y le interrumpió el fuerte latido de su corazón.

      —¿Yo qué? —preguntó ella con calma.

      —Iba a preguntar si usted… ¡Es que yo la quiero tanto!

      La señora Blandish sonrió y se sonrojó ligeramente.

      A menudo sacaban este tema, y después lo evitaban. Richard lo hacía con el corazón acelerado, acompañado por una sensación de misterio creciente que, sin embargo, no solía inquietarle.

      Su vida era muy fácil en Raynham, ya que parte del principio de la educación de sir Austin era que su hijo fuera plenamente feliz, y cuando Adrian enviaba un informe satisfactorio del avance de su discípulo, lo cual hacía por voluntad propia, se planeaban entretenimientos, como los premios a los escolares diligentes, y Richard disfrutaba de la satisfacción de sus deseos mientras atendía sus estudios. El sistema daba sus frutos. Alto, fuerte, robustamente sano, se convirtió en el líder de sus compañeros en tierra y agua, y tuvo más de un compañero a su servicio además de Ripton Thompson, ¡el chico sin destino! Quizá el chico con destino crecía siendo demasiado consciente de ello. Su generosidad con sus compañeros esporádicos era magnífica, pero la derrochaba como si fuera un príncipe, y, a pesar de su desdén por la bajeza, tenía tendencia a pasarla por alto más fácilmente que una ofensa a su orgullo, que exigía un completo servilismo si se había cometido esa falta. Si Richard tenía seguidores, también tenía feudos. Los Papworth eran tan serviles como Ripton, pero el joven Ralph Morton, sobrino del señor Morton, compartía con Richard numerosas y prometedoras cualidades, entre ellas pelear a puñetazos o decir lo que pensaba abiertamente, sin aguantar ningún desdén. En los camaradas de Richard no había punto medio entre la pura amistad o la absoluta esclavitud. Era deficiente en los hábitos mundanos y en los sentimientos que permiten que muchachos y hombres mantengan vínculos sin atenderse mucho, y, como mortal aislado, atribuyó la deficiencia, de la que era muy consciente, a su naturaleza superior. Por tanto, el joven Ralph era un alegre charlatán, según argumentaba la vanidad de Richard; no tenía intelecto. Era afable, por tanto, frívolo. Gustaba a las mujeres, y siempre estaba revoloteando. En fin, el joven Ralph era popular, y nuestro magnífico príncipe, al que se le había negado el privilegio del desprecio, acabó por detestarle.

      En los primeros días, esforzándose por el liderazgo, Richard vio cuán absurdo era fingir desdén por su rival. Ralph era un chico de Eton y, por tanto, robusto, nadador y jugador de cricket. Un nadador y un jugador de cricket no se podía despreciar en la república de un joven. De nada servían, además, las maniobras; un par de veces, Richard sintió el deseo de atrincherarse tras su mayor fortuna y posición, pero pronto abandonó la idea, en parte porque su aversión al ridículo le reveló que se exponía, y, sobre todo, porque su corazón era demasiado caballeroso. Así que tuvo que competir con Ralph, y experimentó la suerte de los ganadores. En cricket y en buceo, Ralph ganaba siempre; el palo de cricket de Richard se tambaleó ante la bola, y apenas recogió tres huevos bajo el agua mientras Ralph sacó media docena. También quedó atrás en carreras y saltos. ¿Por qué los estúpidos mortales se esfuerzan tanto en ganar? ¿O por qué, después de ganar, no tienen la magnanimidad y circunspección de retirarse? Dolido por sus derrotas, Richard envió a uno de sus serviles Papworth a Poer Hall a desafiar a Ralph Barthrop Morton, retándolo a cruzar el Támesis y volver, una, dos o tres veces en menos tiempo que él. Aceptó, y le devolvió una respuesta, igualmente formal y grandilocuente, al usar sus nombres de bautismo, en la que Ralph Barthrop Morton aceptaba el reto de Richard Doria Feverel. El duelo se llevó a cabo una mañana de verano, bajo la tutela del capitán Algernon. Sir Austin observaba oculto tras el plantío a un lado del río, sin que su hijo lo supiera, y, para escándalo de su sexo, la señora Blandish acompañaba al baronet. La había invitado a asistir, y ella, obedeciendo su naturaleza honesta y al tanto de lo que se decía en Los escritos del peregrino sobre los mojigatos, accedió a ver la competición, complaciéndole extremadamente. ¿No tenía aquí a una mujer merecedora de la edad dorada del mundo? ¿Una mujer que podía contemplar al hombre como una criatura divina, con una mente no tentada por la serpiente? Una mujer así es difícil de encontrar. Sir Austin no la turbó elogiándola. Ella era consciente de su aprobación por su trato gentil y su voz y su modo de dirigirse a ella, como si hablara a un familiar, un gran cumplido de su parte. Mientras los muchachos esperaban desde la inclinada ladera de césped la señal para sumergirse en las brillantes aguas, sir Austin le sugirió que admirara la belleza del paisaje, y ella así lo hizo, e incluso asomó la cabeza con delicadeza por encima de su hombro. Lo hizo al anunciarse la salida y Richard avistó un sombrero. El joven Ralph ya tenía los pies en el aire antes de que Richard se moviera, y cayó al agua como el plomo. Le ganó por varios largos.

      El resultado de la competición fue incomprensible para los presentes, y los amigos de Richard le conminaron a declarar nula la salida. Pero, aunque el joven, con plena confianza en su condición y fuerza, había perdido y debía entregar su embarcación a Ralph, no pensaba hacer nada por el estilo. El sombrero lo había vencido, no Ralph. El sombrero, que misteriosamente acelerara su corazón, era su querido y detestable enemigo.

      Y, al cambiar de humor, su ambición se volvió hacia un ámbito en el que Ralph no era rival, y donde el sombrero sería etéreo, convertido en gloriosa amante. Un golpe al orgullo de un muchacho lo puede desviar donde yacen sus poderes más sutiles. Richard abandonó a sus compañeros, amigos o antagonistas; le cedió el mundo material al joven Ralph y se retiró en sí mismo, y allí crecía para ser señor del reino donde la belleza era su sirviente, la historia su pastor, el tiempo su antiguo arpista, y el dulce romance su novia; en un reino más vasto y maravilloso que el gran Oriente, habitado por los héroes del pasado. Pues no hay fortuna más espléndida, ni herencia más noble que pueda igualar la que es abundante y común, cuando la madurez de la sangre ha prendido la imaginación y la tierra es vista a través de brumas rosadas de miles de deseos sin nombre ni objetivo, jadeando de felicidad y tomándola según viene, haciendo de un suspiro o un sonido, por la fuerza de su hechizo, una llave al infinito por el placer inocente. Las pasiones son entonces cachorros que retozan, no los devastadores glotones en que se convierten. Tienen garras y dientes, pero no muerden ni arañan. Se dejan aconsejar por el acelerado corazón y el cerebro. El dulce y completo sistema se mueve al unísono.

      Sir Austin había esperado, según su plan, un cambio en la naturaleza de su hijo, y ahora era visible. Los sonrojos de la juventud, sus largas vigilias, su apego a la soledad, su abstracción y su aire abatido, pero no melancólico, eran motivos de alegría para el clarividente caballero.

      —Pues tiene —le dijo al doctor Clifford de Lobourne, después de consultarle en nombre del joven y asegurarse de su buena salud— una condición plenamente saludable. La sangre está sana, la mente virtuosa: ninguna lleva a la otra a hacer el mal, y ambas se están perfeccionando para la edad adulta. Si la alcanza puro, en la impoluta entereza y perfección de su poder natural, seré un padre feliz. Pero aún debe hacer más: que conozca el paraíso y pueda leer la escritura de Dios en la tierra. ¡Esas abominaciones que se llaman muchachos precoces son pequeños monstruos, doctor! ¿Y quién sabe qué es el mundo cuando ellos lo llenan? No tendrán tiempo de rememorar sus vidas, ¿cómo pueden creer en la inocencia y la bondad, o ser hijos del egoísmo y el diablo? Pero mi hijo — el baronet bajó la voz conmovido—, mi hijo, si cae, será de la región de la pureza. No se atreve a ser escéptico. Sea cual sea su oscuridad, tendrá la luz de la memoria para guiarle. Eso está a salvo.

      Decir tonterías,


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