Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith


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Ni se te ocurra decir eso. No le robarán la juventud a mi hija.

      —Nuestras mujeres se casan pronto, Helen.

      —¡Mi hija no!

      El baronet reflexionó un momento. No quería perder a su hermana.

      —Con esa opinión, Helen —dijo—, quizá podamos arreglárnoslas para que te quedes con nosotros. ¿Qué te parecería mandarla unos meses a alguna institución, para aprender disciplina?

      —¿A un sanatorio, Austin? —gritó la señora Doria, tratando de controlar su indignación.

      —A algún selecto seminario, Helen. Existen.

      —¡Austin! —exclamó la señora Doria, luchando contra las lágrimas—. ¡Es injusto! ¡Absurdo!

      El baronet creía natural pensar que Clare debía ser estudiante o esposa.

      —No puedo dejar a mi hija. —La señora Doria tembló—. Adonde vaya, voy yo. Soy consciente de que es la única de nuestro sexo, sin ningún valor para el mundo, pero es mi hija. Ya me encargaré, querido, de que no tengas queja de ella.

      —Creía —dijo sir Austin— que estabas de acuerdo conmigo en la educación de mi hijo.

      —Sí, en general —dijo la señora Doria, y se sintió culpable de no habérselo dicho antes y fuera demasiado tarde, que había creado un ídolo en su casa.

      ¡Un ídolo de carne y hueso! Más vengativo y abominable que uno de madera, de metal o de oro. Pero también ella se había sometido al ídolo. Se había visto obligada a llevar servilmente a cabo su proyecto. Había (lo percibía vagamente) cometido un grave error de táctica, enseñando a su hija a someterse al ídolo. Richard tomaba ese tipo de amor como un tributo. Era indiferente a los suaves ojos de Clare. El beso de despedida fue tan rápido y frío como su padre deseaba. Sir Austin elogió su proceder varonil, pero Richard sentía vacía su elocuencia; los intentos de ser su compañero, incómodos; sus aspiraciones y la vida misma, vanas e inútiles. ¿Con qué fin?, suspiraba el joven estéril, y lo gritaba cuando se libraba de la compañía de su padre. ¿Para qué servía? Hiciera lo que hiciese, escogiera el camino que escogiese, todos llevaban a Raynham. Hiciera lo que hiciese, por miserable y obstinado que se mostrase, confirmaba las previsiones de sir Austin. Tom Bakewell, el sirviente del joven, le entregaba al baronet un informe, junto con Adrian, de las acciones de su joven amo, y, aunque no había nada malo, Tom aclaró:

      —Le gusta galopar como el fuego todos los días hasta Pig’s Snout —nombró el monte más alto del vecindario—, y quedarse allí contemplando el paisaje sin moverse, como un loco. Y luego vuelve triste, como si hubiera perdido una carrera.

      —¡No hay ninguna mujer detrás de eso! —caviló el baronet—. Habría vuelto con el mismo brío —reflexionó el profundo humanista científico— si se tratara de una mujer. Evitaría los espacios abiertos, y buscaría la soledad y las sombras para ocultarse. El deseo de distancia anuncia vacío y hambre sin propósito; pero si el corazón está poseído por una imagen, escapamos al bosque, como los culpables.

      El informe de Adrian acusaba a su pupilo de un extraordinario acceso de cinismo.

      —Exacto —dijo el baronet—. Como predije. Un período de apetito insaciable viene acompañado de un paladar exigente. Solo la quintaesencia de la existencia y esos suministros inagotables satisfarán sus ansias, ¡que no debemos alimentar! De ahí esa amargura. La vida no puede proveer a un apetito como el suyo. La fuerza y la pureza de sus energías han alcanzado una altura casi divina, y vagan en lo vano. Poesía, amor, son drogas similares que la tierra ofrece a los elevados espíritus, como el libertinaje a los más viles. Es un signo, esta amargura, de que no está sujeto a los empirismos que hoy circulan. ¡Debemos mantenerlo libre de ellos!

      Era más fácil que los Titanes arrasaran el Olimpo. Sin embargo, aún no se podía decir que hubiera fracasado el sistema de sir Austin. Al contrario, había criado a un joven apuesto, inteligente, bien educado y, observaban las damas con énfasis, inocente. ¿Dónde, se preguntaban, podría encontrarse otro joven así?

      —¡Oh! —dijo la señora Blandish a sir Austin—. Si las mujeres pudieran unirse a hombres inmaculados, ¡qué distintos serían los matrimonios! La que haga de Richard su marido será una mujer realmente feliz.

      —¡Muy feliz, en efecto! —era la respuesta mordaz del baronet—. Pero ¿dónde encontraré a su igual y su pareja?

      —Yo de niña era inocente —dijo la dama.

      Sir Austin se reservó su opinión.

      —¿Acaso cree que ninguna niña es inocente?

      Sir Austin, galante, así lo pensaba.

      —No es que no lo sean —respondió la dama—. Pero son más inocentes que los chicos, estoy segura.

      —Por la educación, señora. Ya ve lo que un joven puede ser. Quizá, cuando se publique mi sistema, o más bien, para ser humilde, cuando se practique, volveremos al equilibrio con jóvenes virtuosos.

      —Es demasiado tarde para mí —dijo la dama, haciendo un mohín y riéndose.

      —Nunca es tarde para que la belleza despierte al amor —respondió el baronet, y siguieron charlando de nimiedades.

      Se acercaban a la pérgola de Dafne. Entraron y se sentaron a saborear el frescor del atardecer de verano.

      El baronet parecía de humor para bromas corteses; la dama, para hablar de asuntos serios.

      —Podré creer de nuevo en los caballeros del rey Arturo —dijo—. Cuando era niña, soñaba con un caballero.

      —¿En busca del Santo Grial?

      —Por ejemplo.

      —¿Y mostró su buen gusto de hacerse a un lado para dejar paso al más tangible santo Blandish?

      —Claro, si ese es su punto de vista —suspiró la dama, algo molesta.

      —Solo puedo juzgar a nuestra generación —dijo sir Austin, con un deje de homenaje.

      La mujer abrió la boca:

      —O somos muy fuertes o ustedes muy débiles.

      —Ambos, mi señora.

      —Pero, sea lo que sea, cuando somos malas, ¡somos malas! Amamos la virtud, la verdad y las almas elevadas de los hombres, y, cuando encontramos esas cualidades en ellos, somos constantes y lo daríamos todo por ellos. ¡Ah, conoce a los hombres, pero no a las mujeres!

      —¿Los caballeros con esas distinciones deben ser jóvenes, presumo? —dijo sir Austin.

      —¡Viejos o jóvenes!

      —Pero, si son mayores, ¿de veras pueden conseguir algo en la vida?

      —Son queridos por lo que son, no por sus hazañas.

      —¡Ah!

      —Sí, ¡ah! —dijo la dama—. El intelecto puede dominar a las mujeres, hacerlas esclavas, y ellas admiran la belleza tanto como usted. Pero aman para siempre y se emparejan si encuentran un espíritu noble.

      Sir Austin la miró con tristeza.

      —¿Y encontró al caballero de sus sueños?

      —No entonces —bajó los párpados, con un gesto hermoso.

      —¿Y cómo soportó la decepción?

      —Mi sueño se quedó en el parvulario. El día que mi vestido se transformó en traje de novia y me llevaron al altar. No soy la única niña que se ha convertido en mujer en un día y ha sido entregada a un ogro en lugar de a un caballero.

      —¡Cielo santo! —exclamó sir Austin—. Las mujeres tienen que soportar tanto.

      Aquí la pareja intercambió sus estados de ánimo. La mujer recuperó la alegría y el baronet se puso más serio.

      —Es


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