Ausencia de culpa. Mark Gimenez
la ausencia de culpa.
Diccionario de Derecho de Black, quinta edición.
«Infundiremos el terror en el corazón de los infieles».
Corán 3:151
Prólogo
Jueves, 14 de enero
Veinticuatro días antes de la Super Bowl
Los Dallas Cowboys no juegan en Dallas. Juegan en Arlington, en el estadio de los Cowboys; conocido oficialmente como AT&T Stadium en esta era del patrocinio empresarial del deporte. Se encuentra entre Dallas y Fort Worth, tiene un aforo de cien mil espectadores y cuenta con la pantalla de alta definición suspendida más grande del mundo. Se necesitaron 1 200 millones de dólares para construirlo. El techo es abovedado, pero tiene dos paneles que se repliegan para formar un agujero de 61 400 metros cuadrados que deja el campo de juego a cielo abierto; al parecer para que Dios vea jugar a su equipo. El equipo de Dios no ha estado jugando muy bien últimamente —los Cowboys no se dejan ver por la Super Bowl desde hace veinte años—, pero su estadio celebraría la siguiente Super Bowl en veinticuatro días. La impresionante estructura de cristal y acero de casi trescientos mil metros cuadrados es del tamaño de Texas —casi tan larga como el Empire State hasta la cima y lo bastante alta como para albergar la Estatua de la Libertad dentro, con la antorcha en alto y todo— y de aspecto futurista; se alza sobre las mesetas tejanas como si fuera un escenario de una película de Spielberg.
Aabdar Haddad observó, a través de las ventanas delanteras de su apartamento, el estadio plateado y blanco que resplandecía en la noche. Se quedó sin aliento, como le ocurría cada vez que lo contemplaba. Vivía justo al otro lado de la calle; desde donde el estadio se cernía sobre su cabeza. Era como vivir a la sombra de la Gran Pirámide. Había elegido aquel apartamento por las vistas. Veía el estadio a primera hora de la mañana cuando descorría las cortinas y era lo último que veía cada noche cuando las corría. El estadio era su vecino, su punto de referencia, su sueño y su destino.
Era su plan de grandeza.
Apartó la mirada del recinto para fijarla en los planos arquitectónicos que tenía desplegados en el escritorio, delante de él. El estadio de los Cowboys era la hazaña arquitectónica e ingenieril de un genio. Otros estadios abovedados utilizan pilares que, colocados de forma estratégica, soportan el peso del techo; como los muros de carga de una vivienda. Es esencial contar con un apoyo apropiado de la cubierta, ya sea una casa o un estadio de fútbol. Pero, así como nadie se sienta en el sillón de su casa para ver la tele a través de un muro de carga, los espectadores no pueden sentarse en las gradas y ver el partido a través de un pilar. No en su estadio. Los arquitectos tendrían que encontrar otra forma de soportar el peso del techo.
La solución: arcos. Dos arcos de acero —los arcos estructurales interiores más largos del planeta, con un tamaño de 393 000 metros— abarcarían el estadio y darían apoyo al techo y todo lo que estuviera unido al él. La carga que tendrían que soportar los arcos no era baladí: además del techo en sí, estaban los dos paneles replegables, cada uno de 762 035 kilos de peso; la televisión de alta definición, cuya pantalla pesa 500 000 kilos, y las dos puertas correderas de cristal más grandes del mundo al final de cada zona de anotación. También estaba la gravedad, que empujaba el techo y requería que los arcos transfirieran treinta y seis mil kilos de peso hacia el suelo. Los arquitectos habían elegido acero de grado 65, el acero más fuerte creado por el hombre, y habían colocado anclas de cemento de diez pisos de altura en cada uno de los extremos, que se hundían veintiún metros en la tierra y se alejaban del estadio a lo largo de otros cincuenta metros. Los arcos eran los muros de soporte del estadio. El estadio de los Cowboys permanecería en pie o caería con los arcos.
Esos eran los pensamientos que ocupaban la mente de Aabdar Haddad esa noche.
¿Qué pasaría si uno de los arcos sufriese una fractura? O los dos. ¿Seguiría en pie el estadio? ¿Podría derrumbarse? Si el World Trade Center pudo derrumbarse, cualquier cosa lo haría. Tres mil personas murieron el 11-S cuando cayeron las Torres Gemelas un día laborable. ¿Cuántos morirían si el estadio se viniera abajo durante un partido? Durante la Super Bowl. En un ataque terrorista.
Si los arcos fallaban y el estadio cayese.
Aabdar volvió a dirigir su vista hacia el estadio a través de las ventanas. Su mente representó una escena que parecía tan real como si fuera un testigo directo: una bomba gigantesca explota en el primer piso, donde se juntan los arcos con los soportes de cemento… los arcos se desploman… el techo abovedado se descuelga… y cae… toda la estructura colapsa… el estadio se derrumba… cien mil personas mueren. La explosión ha cavado también las tumbas; el campo de juego se hunde cinco pisos por debajo del nivel del suelo. Los espectadores descansarían allí por toda la eternidad, como los pasajeros del USS Arizona de Pearl Harbor, víctimas de otro ataque sorpresa que Estados Unidos no había previsto. Pero antes de que su mente pudiera asimilar la pérdida de las vidas que acarrearía un ataque terrorista semejante, la puerta de su apartamento salió volando por los aires. Las dos últimas visiones que tuvo Aabdar Haddad en su vida fueron el estadio de los Cowboys aún en pie y su sangre y su cerebro salpicando los planos arquitectónicos.
Capítulo 1
Sábado, 16 de enero
Veintidós días antes de la Super Bowl
—Conocí al honorable A. Scott Fenney cuando aún no era tan honorable.
El público, compuesto por abogados, rio entre dientes.
—Cuando pertenecíamos a la misma fraternidad de la Universidad Metodista del Sur y todavía era Scotty Fenney, el número veintidós, el que marcaba tantos cuando jugábamos al fútbol los sábados por la tarde, y también con las chicas de la hermandad los sábados por la noche.
Esta vez los abogados se rieron con ganas. La típica presentación del orador invitado a las comidas de Educación Jurídica Continua que se celebraban cada viernes consistía en una lectura de los hitos más destacados de su carrera: el mejor de la clase de la Facultad de Derecho, redactor jefe del boletín jurídico, socio de un importante bufete de abogados de Dallas, ganador de los principales casos comerciales para clientes corporativos, ese tipo de cosas. Pero el hombre que estaba haciendo la presentación, Franklin Turner, conocido abogado demandante, siempre se había salido de lo corriente, dentro y fuera de un juzgado. Scott se preparó para lo peor.
—Que veinte años más tarde esté aquí sentado como juez federal es algo que nunca imaginé. Habría apostado a que sería actor —tenía el físico— o quizás una estrella de la Liga Nacional de Fútbol convertido en locutor —se me daba bien el fútbol—. Pero una operación de rodilla se llevó esa carrera.
Dos operaciones de rodilla.
—Así que fue a la Facultad de Derecho. Todos fuimos a la Facultad de Derecho. Joder, no teníamos opción: ninguno de nosotros era lo bastante listo como para ir a la Facultad de Medicina.
Más risas de los otros abogados que tampoco eran lo suficientemente listos como para entrar en la Facultad de Medicina. Por eso, para contar con una Licencia de Abogacía respetable, tenían que hacer quince horas de créditos de EJC cada año, incluyendo tres horas de ética, lo que para ellos era tan agradable como comerse el brócoli que Scott había dejado intacto en el plato. Durante esa comida lograrían una hora de créditos de ética escuchando el tema del día: la profesionalidad en el tribunal federal.
—Scotty y yo nos graduamos a la vez. Bueno, yo me gradué. Scotty se graduó como el número uno de nuestra clase. Hay una gran diferencia, como bien sabemos. Me contrataron en el despacho del fiscal del distrito. En ese momento no sabía que el derecho penal no da para vivir; joder, mandé a dos asesinos al corredor de la muerte y lo único que conseguí fue una palmadita en la espalda, así que cambié a lesiones personales, y Scotty empezó a trabajar con