La librería encantada. Christopher Morley

La librería encantada - Christopher  Morley


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del cielorraso, de modo que el joven se halló de pronto frente a un enorme tablero repleto de notas, anuncios, circulares y pequeñas anotaciones escritas en tarjetas con una letra muy esmerada. Una de ellas llamó su atención:

      R

      Si su mente necesita fósforo pruebe con Trivia,

      de Logan Pearsall Smith.

      Si su mente necesita una bocanada de aire fresco, azul

      y purificador desde las colinas y los valles de prímulas,

      pruebe La historia de mi corazón, de Richard Jefferies.

      Si su mente necesita un tónico de hierro y vino

      y una historia estremecedora de principio a fin

      pruebe los Cuadernos de Samuel Butler

      o El hombre que fue jueves de Chesterton.

      Si necesita «algo más irlandés», y desea solazarse

      irresponsablemente en la rareza humana, pruebe

      Los semidioses, de James Stephens. Es mejor

      de lo que uno espera o merece.

      Es bueno darle un vuelco total a la mente y luego,

      como un reloj de arena, dejar que las partículas

      caigan en la otra dirección.

      Alguien que ame la lengua inglesa puede divertirse

      a lo grande con un diccionario de latín.

      ROGER MIFFLIN

      Los seres humanos prestan muy poca atención a lo que se les dice a menos que ya sepan algo al respecto. El joven no había oído hablar de ninguno de estos libros prescritos por el especialista en biblioterapia.

      Estaba a punto de abrir la puerta cuando Mifflin apareció a su lado.

      «Verá usted», dijo con cierto pudor, «me ha interesado mucho nuestra charla. Esta noche estoy solo, mi mujer se fue de vacaciones. ¿Le gustaría quedarse a cenar conmigo? Justo estaba buscando algunas recetas nuevas cuando entró usted.»

      El joven se mostró sorprendido, y no menos encantado, con aquella invitación tan inusual.

      «Vaya, es usted muy amable», dijo. «No me gustaría causarle ninguna molestia.»

      «¡Todo lo contrario, amigo!», gritó el librero. «Detesto comer solo y tenía la esperanza de que apareciera alguien. Procuro tener invitados para la cena cuando mi esposa no está en casa. Debo quedarme, como ve, para cuidar del negocio. No tenemos servicio, así que estoy obligado a cocinar. La verdad: me divierto mucho. Ahora, encienda usted su pipa y póngase cómodo durante unos minutos mientras preparo la cena. Haga como que ha vuelto a mi guarida.»

      En una mesa de libros, a la entrada de la tienda, Mifflin dejó un letrero que decía:

      PROPIETARIO CENANDO.

       SI DESEA ALGO, HÁGALA SONAR

      Junto al letrero puso una vieja campana y luego condujo al joven publicista hasta la trastienda.

      Detrás de la pequeña oficina en la que aquel extraño comerciante había estado revisando sus libros de cocina, una estrecha escalera conducía a la galería superior. Justo detrás, unos pocos peldaños se abrían a las dependencias domésticas del inmueble. El visitante siguió a Mifflin hasta un pequeño salón, a la izquierda, calentado por las brasas que ardían bajo la antigua chimenea de mármol amarillento. Encima de la repisa había una colección de ennegrecidas pipas y una lata de tabaco. En la pared, un lienzo de gran tamaño representaba con enfáticos óleos una aparatosa caravana azul tirada por un robusto animal blanco; un caballo, evidentemente. El suntuoso escenario del fondo resaltaba la poderosa técnica del pintor.

      Las paredes estaban atestadas de libros. Dos sillas cómodas y algo destartaladas fueron arrastradas hasta la rejilla de hierro de la chimenea. Un terrier de color mostaza se hallaba echado tan cerca de las brasas que un ligero olor a pelo chamuscado se dejaba sentir en el ambiente.

      «Éste es mi gabinete», dijo el anfitrión. «Mi capilla para el sosiego. Quítese el abrigo y póngase cómodo.»

      «De verdad», insistió Gilbert, «no quiero molestarlo con…»

      «¡Tonterías! Ahora siéntese y encomiende su alma a la Providencia y a la cocina. Voy a ponerme manos a la obra con la cena.»

      Gilbert sacó su pipa y, lleno de júbilo, se preparó para disfrutar de una velada inusual.

      Se trataba de un hombre joven con buenas cualidades, amable y sensible. Era consciente de sus limitaciones en asuntos literarios, pues había ido a una excelente universidad donde los clubes de juerguistas y las funciones de teatro le habían dejado muy poco tiempo para leer. Aun así, se consideraba un amante de los buenos libros, pese a que, por lo general, los conocía de oídas. Tenía veinticinco años y ya era empleado de la Agencia de Publicidad Materia Gris.

      El pequeño salón en el que se hallaba era simple y llanamente el santuario del librero, el lugar que albergaba su biblioteca privada. Gilbert miró con curiosidad las estanterías. Casi todos los volúmenes estaban magullados, envejecidos. Evidentemente habían sido elegidos, uno por uno, en humildes cajones de segunda mano. Todos revelaban las marcas del uso y la meditación.

      El señor Gilbert tenía esa seria obsesión por la autosuperación que ha cegado las vidas de tantos jóvenes –una pasión que, no obstante, es recomendable para quienes se sienten frustrados por una carrera universitaria y el ostentoso emblema de una fraternidad–. De repente se le ocurrió que resultaría provechoso hacer una lista de algunos de los títulos de la colección de Mifflin, como guía para sus propias lecturas. Sacó una libreta de notas y empezó a anotar los libros que lo intrigaban:

       Las obras de Francis Thompson (3 vols.)

       Historia social del tabaco: Apperson

       El camino a Roma: Hilaire Belloc

       El libro del té: Kakuzo

       Pensamientos alegres: F. C. Burnand

       Plegarias y meditaciones del Doctor Johnson

       Margaret Ogilvy: J. M. Barrie

       Confesiones de un matón: Taylor

       Catálogo general de Oxford University Press

       La guerra de la mañana: C. E. Montague

       El espíritu del hombre: editado por Robert Bridges

       El centeno romaní: Borrow

       Poemas: Emily Dickinson

       Poemas: George Herbert

       La casa de las telarañas: George Gissing

      En ésas estaba, y justo empezaba a pensar que, por el bien de la publicidad (que es una amante celosa), más le valía dejar allí la lista, cuando su anfitrión entró en el salón con gesto ansioso, los ojos como dos bolas de luz azul.

      «Venga, señor Gilbert», dijo en voz alta. «La cena está servida. ¿Quiere lavarse las manos antes de pasar a la mesa? En ese caso, venga por aquí, dese prisa, que los huevos se enfrían.»

      El comedor al que fue conducido el invitado delataba un toque femenino que no era visible bajo el humo de las dependencias comerciales y el gabinete. En las ventanas había alegres cortinas de cretona y macetas con geranios. Bajo una lámpara con pantalla de seda, en tonos cálidos, se hallaba la mesa ya bien puesta, con la plata y la porcelana. En un decantador de cristal tallado brillaba oscuro el vino tinto. El diligente instrumento de la Publicidad experimentó dentro de sí una agitación espiritual inconfundible.

      «Siéntese, señor», dijo


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