La librería encantada. Christopher Morley

La librería encantada - Christopher  Morley


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de casa tomen nota, podría resumirse como una pirámide cuya base es una tostada, los cimientos principales una tira de beicon, luego un huevo bien escalfado, una capa de champiñones, otra de pimiento rojo cortado en tiras; y todo ello empapado en una salsa rosa caliente cuya receta prefiere el inventor guardar en secreto. El chef librero añadió al plato unas patatas fritas y sirvió a su invitado una copa de vino.

      «Es un California Catawba», dijo Mifflin, «uno de esos vinos donde la uva y el sol han cumplido su cometido con mucho agrado y poca inversión. ¡Le auguro un próspero futuro en el oscuro arte de la publicidad! ¡Salud!»

      La psicología y el misterio del arte de la publicidad dependen del tacto, una percepción instintiva del tono y el acento que ha de producirse en rapport con el estado de ánimo de quien escucha. El señor Gilbert era consciente de ello e intuyó que muy posiblemente su anfitrión se sentía más orgulloso de su caprichosa vocación de gourmet que de su sagrada profesión de librero.

      «¿Es posible, señor», dijo Gilbert en elocuente estilo johnsoniano, «que haya podido preparar un plato tan delicioso en tan pocos minutos? No estará bromeando, ¿o sí? ¿O es que existe un pasadizo secreto entre Gissing Street y las cocinas del Ritz?»

      «¡Oh, esto no es nada! ¡Debería probar la comida de la señora Mifflin!», dijo el librero. «Yo soy sólo un aficionado que coquetea con el oficio de la cocina durante la ausencia de su esposa. Ahora se ha ido a visitar a su primo en Boston. A veces se cansa del tabaco de este establecimiento… No la culpo. De modo que una o dos veces al año le viene bien respirar el aire puro de Beacon Hill. Durante su ausencia tengo el privilegio de explorar los rituales de la limpieza del hogar. Lo encuentro bastante relajante después de las incesantes emociones y transacciones de mis jornadas en la tienda.»

      «Siempre imaginé», dijo Gilbert, «que la vida en una librería sería apacible y tranquila.»

      «En absoluto. Vivir en una librería es como vivir en un depósito de dinamita. Esas estanterías están cargadas con los más temibles explosivos del mundo: los cerebros humanos. Puedo pasarme toda una tarde lluviosa leyendo: mi mente alcanza entonces tales estados de pasión y ansiedad por los problemas mortales que puedo perder mi humanidad. Es terriblemente nocivo para mis nervios. Rodee usted a cualquier hombre con los libros de Carlyle, Emerson, Thoreau, Chesterton, Shaw, Nietzsche y George Abe… ¿Se imagina la excitación que experimentaría? ¿Qué sentiría un gato si lo obligaran a vivir en un cuarto tapizado de hierba gatera? ¡Enloquecería!»

      «La verdad es que nunca había pensado en ese aspecto de la venta de libros», dijo el joven. «Aun así, ¿cómo es que las librerías parecen santuarios de calma y serenidad? Si los libros son tan provocadores como usted afirma, uno esperaría que el librero profiriera chillidos propios de un hierofante en pleno éxtasis, interrumpiendo el silencio de su negocio con unas castañuelas.»

      «Oh, amigo mío, ¡olvida el fichero! Los bibliotecarios inventaron ese artilugio para apaciguar la fiebre de sus almas, tal como yo me refugio en los ritos culinarios. Los bibliotecarios enloquecerían, al menos aquellos que son capaces de concentrarse, si no contaran con el frío y tranquilizador medicamento del fichero. ¿Más huevos?»

      «Gracias», dijo Gilbert. «¿Quién era ese tal Butler en honor al cual ha bautizado usted un plato?»

      «¿Cómo?», chilló Mifflin, agitado, «¿no ha oído hablar de Samuel Butler, el autor de El destino de la carne? Estimado joven, cualquier persona que muera sin haber leído ese libro, y también Erewhon, habrá echado por la borda deliberadamente sus posibilidades de entrar en el Paraíso. Pues el Paraíso en el otro mundo es una cosa incierta, mientras que aquí en la tierra existe sin duda un cielo, el cielo en el que entramos a vivir cuando leemos un buen libro. Sírvase otro vaso de vino y permítame…»

      (Aquí Mifflin prosiguió con una explicación entusiasta de la perversa filosofía de Samuel Butler, que por respeto a mis lectores prefiero omitir. El señor Gilbert tomó notas de la conversación en su libreta, y me complace decir que su corazón se vio confrontado con su propia iniquidad, pues unos días más tarde el señor Gilbert fue visto en la Biblioteca Pública pidiendo un ejemplar de El destino de la carne. Después de consultar en cuatro bibliotecas y ver que en todas ellas el libro había sido prestado, se animó a comprar un ejemplar, cosa de la que nunca se arrepentiría en toda su vida.)

      «Con tanta charla he descuidado mis deberes como anfitrión», dijo Mifflin. «Nuestro postre consiste en una crema de manzana, pan de jengibre y café.» El hombrecillo recogió los platos vacíos a toda prisa y trajo lo anunciado.

      «Me ha llamado la atención ese letrero junto al aparador», dijo Gilbert. «Espero que me deje ayudarlo a fregar los platos esta noche.» Y señaló un letrero colgado cerca de la puerta de la cocina que decía:

      LAVAR LOS PLATOS SIEMPRE

      DESPUÉS DE CADA COMIDA

      AHORRA MUCHOS ESFUERZOS

      «Me temo que no siempre obedezco ese precepto», dijo el librero mientras servía el café. «La señora Mifflin suele ponerlo ahí cada vez que se va de viaje para recordármelo. Pero como dice nuestro amigo Samuel Butler, quien empieza por ser un tonto en las cosas pequeñas acaba siendo un tonto en las grandes. Yo tengo una teoría muy distinta sobre los platos sucios y me permito ponerla en práctica con gran indulgencia.

      »Antes consideraba que lavar los platos era una tarea indigna, una especie de labor odiosa que había que llevar a cabo con el ceño fruncido y férrea templanza. Cuando mi mujer se fue de viaje la primera vez, instalé un atril y una lámpara junto al fregadero. Así podía leer mientras mis manos ejecutaban automáticamente sus elementales gestos de limpieza. Convertí a los grandes espíritus de la literatura en compañeros de mi suplicio y me aprendí de memoria buena parte del Paraíso perdido, así como pasajes enteros de Walt Mason, mientras remojaba y restregaba ollas y sartenes. Solía hallar consuelo en dos versos de Keats: Las agitadas aguas que en su sagrado empeño / purifican las humanas costas de la tierra… Pero entonces una nueva concepción del asunto me asaltó de repente. Para un ser humano es intolerable continuar ejecutando una tarea como una condena, bajo un yugo. No importa de qué se trate, uno debe espiritualizar sus obligaciones de alguna manera, romper en pedazos la vieja idea de las labores y reconstruirla más cerca de los deseos del corazón. ¿Cómo conseguiría hacer algo así con el acto de lavar los platos?

      »Rompí unas cuantas piezas de la vajilla mientras reflexionaba sobre el asunto. Entonces se me ocurrió que allí encontraría la relajación que necesitaba. Dado que tanto me angustiaba verme rodeado todo el día de vociferantes libros, libros que no paraban de gritarme sus conflictivas y encontradas opiniones sobre las glorias y agonías de la vida, ¿por qué no convertir el momento de lavar los platos en mi bálsamo y mi cataplasma?

      »¡Cuando uno logra ver un hecho fastidioso desde un nuevo ángulo, es sorprendente cómo todos sus contornos y bordes cambian súbitamente de forma! ¡De pronto mi sartén empezó a brillar con una especie de halo filosófico! El agua tibia y llena de jabón se convirtió en una noble medicina que conseguía poner a circular la sangre caliente acumulada en la cabeza. El acto doméstico de lavar y secar vasos y platos se volvió un símbolo del orden y de la limpieza que el hombre impone sobre el mundo caótico que lo rodea. Resolví quitar el atril y la lámpara.»

      Después de una pausa continuó:

      «Señor Gilbert, no se burle de mí si le digo que he desarrollado toda una filosofía de la cocina de mi propia invención. Considero la cocina el auténtico santuario de nuestra civilización, el epicentro de todo aquello que nos resulta agradable en la vida. El fulgor rústico del fogón es tan hermoso como una puesta de sol. Una jarra bien lustrosa o una cuchara reluciente es tan limpia, rotunda y hermosa como cualquier soneto. El trapo de secar los platos, bien enjuagado y escurrido y puesto a secar en el patio trasero es un sermón en sí mismo. Las estrellas nunca se ven tan brillantes como desde la puerta de la cocina después de haber vaciado el congelador, cuando todo queda bien limpito, como dicen los escoceses.»

      «Una filosofía con mucho encanto, sin duda», dijo Gilbert. «Y


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