La librería encantada. Christopher Morley

La librería encantada - Christopher  Morley


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aquí, en la calle Gissing, justamente para escapar de ellas. Se me fundirían los plomos del cerebro si tuviera que ceder a las sucias estipulaciones de la oferta y la demanda. A mi entender, la oferta crea la demanda».

      GLADFIST: «En todo caso, viejo amigo, todo el mundo tiene que ceder a la sucia y mezquina exigencia de ganarse la vida, a menos que tengas quien te financie».

      BENSON: «Desde luego, mi línea de negocios no es estrictamente igual a la vuestra, pero en mi larga experiencia como vendedor de incunables he dado con una idea que podría serviros. El deseo del cliente de marcharse con su dinero suele ser inversamente proporcional al beneficio permanente que espera obtener de lo que compra».

      MEREDITH: «Eso suena casi a John Stuart Mill».

      BENSON: «Pero podría ser cierto. Cualquier parroquiano preferiría pagar mucho más por diversión que por un poco de cultura. Pensad en cómo un hombre puede soltar cinco pavos por un par de entradas para el teatro o gastarse dos dólares semanales en cigarrillos sin siquiera pensarlo. Pero dos o cinco dólares a cambio de un libro le parecen un auténtico atraco. El error que habéis cometido en la venta al por menor es intentar convencer a vuestros clientes de que los libros son artículos de primera necesidad. Hacedles creer que son bienes de lujo. ¡Eso los seducirá! La gente debe trabajar tan duro en esta vida que las necesidades le producen vergüenza. Un hombre preferirá mil veces usar un traje hasta dejarlo reducido a harapos antes que fumar un cigarrillo manoseado».

      GLADFIST: «No está mal tu teoría. Aquí el amigo Mifflin dice que soy un cínico materialista, pero, rayos, creo que soy mucho más idealista que él. Yo no me paso el día haciendo propaganda, intentando engatusar a los pobres inocentes para que compren la clase de libro que yo creo que deberían leer. Cuando los veo allí tan indefensos, entrando a la librería sin la más mínima idea de lo que quieren o lo que vale la pena leer, me niego a aprovecharme de su fragilidad. En ese momento están a merced del vendedor y pueden llegar a comprar cualquier cosa que éste les recomiende. En cambio, el hombre honorable, de espíritu elevado (es decir, como yo mismo), se precia de no encandilarlos con ninguna cosa llamativa sólo porque crea que deben leerla. Dejad que los incautos deambulen y agarren lo que puedan. Dejad que la selección natural haga su trabajo. A mí me parece fascinante observarlos, ver su indefensión a flor de piel y estudiar la extraña manera que tienen de elegir. Casi siempre compran un libro bien porque les parece que la cubierta es atractiva, bien porque cuesta un dólar con quince centavos en lugar de un dólar con treinta; o porque dicen que leyeron una reseña. La tal reseña a menudo resulta ser un anuncio. Creo que uno de cada mil clientes debe de saber cuál es la diferencia entre una y otro».

      MIFFLIN: «¡Vuestra doctrina es cruel, abyecta y falsa! ¿Qué pensarías de un médico que, al ver a un grupo de personas con una enfermedad tratable se negara a aliviar sus sufrimientos?»

      GLADFIST: «Sus sufrimientos (como tú los llamas) no son nada comparados con lo que serían los míos si tuviera mis estanterías atestadas de libros que nadie quisiera comprar, salvo dos o tres esnobs. ¿Qué pensarías de un público abyecto que pasara día tras día frente a mi tienda, dejando a su cultivado propietario morir de hambre?».

      MIFFLIN: «Tu enfermedad, Jerry, es que te consideras a ti mismo como un simple comerciante. Lo que trato de decirte es que el librero presta un servicio público. Debería tener una pensión del Estado. La honorabilidad de la profesión debería obligar al librero a hacer todo lo posible por divulgar los buenos libros».

      QUINCY: «Creo que olvidáis hasta qué punto los que vendemos libros nuevos estamos a merced de los editores. Tenemos que tener en stock las novedades, a pesar de que la mayoría es sólo basura. Por qué tanta basura sólo Dios lo sabe, pues casi ninguno de esos libros idiotas se vende».

      MIFFLIN: «¡Oh, he ahí un misterio, ciertamente! Aunque tengo una buena explicación. En primer lugar, el material de buena calidad no abunda. En segundo lugar, la ignorancia de los editores, muchos de los cuales no son capaces de distinguir un buen libro de uno malo. Es un asunto de flagrante negligencia en la selección de lo que publican. Una gran fábrica de medicamentos o un fabricante de mermelada gastan enormes sumas de dinero en estudios químicos para analizar los ingredientes que se usarán en sus medicinas o en hacer acopio y selección de la fruta. Y aun así todos me dicen que la sección más importante de una editorial, el acopio y selección de manuscritos, es la menos apreciada y la peor remunerada. Una vez conocí a un lector de una editorial: era un chico recién salido de la universidad que no podía distinguir un libro de la insignia de una fraternidad. Si una fábrica de mermelada contrata a un químico experimentado, ¿por qué un editor no cree conveniente contratar a un experto analista de libros? Hay unos cuantos por ahí. Mirad al tipo que lleva la sección de libros del Pacific Monthly, por ejemplo. Ése sí que sabe».

      CHAPMAN: «Creo que exagera el valor de esos expertos. Suelen ser unos faroleros. Una vez tuvimos uno en la fábrica y hasta donde pude ver nunca se enteró de nada, salvo cuando empezamos a perder dinero».

      MIFFLIN: «Según he podido observar a lo largo de mi vida, hacer dinero es la cosa más fácil del mundo. Todo lo que hay que hacer es ofrecer un producto honesto, algo que los demás necesiten. Luego hay que mostrarles que uno lo tiene y enseñarles que lo necesitan. Derribarán tu puerta, ansiosos por conseguirlo. Pero si empiezas a darles lingotes de oro, si empiezas a venderles libros construidos como un edificio de apartamentos, todo mármol en la fachada y ladrillo por detrás, estarás cortando tu propio cuello o tu propio bolsillo, lo que vendría a ser lo mismo».

      MEREDITH: «Creo que Mifflin tiene razón. Ya sabéis qué clase de librería es la nuestra: la típica tienda de la Quinta Avenida, fachada reluciente y plateada y columnas de mármol que brillan con la luz indirecta como abedules bajo la luna. Cada día vendemos cientos de dólares en fruslerías, que es lo que la gente pide. Pero sin duda lo hacemos a regañadientes. En nuestra librería es común que se desprecie a los clientes llamándolos bobos, pero la verdad es que, en el fondo, esta gente quiere buenos libros, sólo que esas pobres almas no saben cómo conseguirlos. Sin embargo, Jerry no deja de tener algo de razón. Disfruto diez veces más cuando logro vender un ejemplar de El deleite de coleccionar libros, de Newton, que cuando vendo un ejemplar de, digamos, Tarzán; pero es un mal negocio imponer nuestros gustos privados entre los clientes. Lo único que se puede hacer es lanzarles pistas con mucho tacto, si se da la ocasión, para que elijan lo que vale la pena».

      QUINCY: «Eso me recuerda algo que ocurrió el otro día en nuestro departamento de libros. Entró una chica elegante y dijo que había olvidado el título del libro que quería; sólo sabía que trataba de un joven criado por unos monjes. Me quedé perplejo. Le enseñé El claustro y el hogar, Campanas del monasterio, Leyendas de las órdenes monásticas y varios más, pero ninguno le sonaba. Entonces una de las vendedoras oyó nuestra conversación y lo adivinó de inmediato. Por supuesto era Tarzán».

      MIFFLIN: «Eres un simple. Perdiste la ocasión de presentarle a Mowgli y a los bandarlog».

      QUINCY: «Tienes razón. No lo había pensado».

      MIFFLIN: «Me gustaría daros algunas ideas sobre la publicidad. Hace unos días vino a verme un joven de una agencia que quería convencerme para poner anuncios en los periódicos. ¿A alguno de vosotros le parece rentable?».

      FRUEHLIN: «Claro, pero depende de para quién. La cuestión es si resulta rentable para el que paga el anuncio».

      MEREDITH: «¿Qué quieres decir?»

      FRUEHLIN: «¿Alguna vez habéis pensado en el problema de lo que yo llamo publicidad tangencial? Me refiero a la publicidad que beneficia más a tu competidor que a ti mismo. Un ejemplo: en la Sexta Avenida hay una estupenda tienda de delicatessen, una tienda más bien cara. Bajo la llamativa luz del escaparate siempre encuentras un gran surtido de todas las confituras y delicias imaginables. Al pasar por delante de la tienda uno no puede evitar babear. Entonces, decides comer algo. Pero no allí, ¡de ningún modo! Caminas un poco más por la misma calle y entras al Automat o al Crystal Lunch. El compañero de la tienda de delicatessen paga el elevado precio de ese hermoso escaparate, pero son los


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