La librería encantada. Christopher Morley

La librería encantada - Christopher  Morley


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en un silencio cargado de humor.

      Tras abrir las cortinas de muselina recién planchadas que la señora Mifflin había puesto en el cuarto, en medio de las evasivas, los vivaces ojos del librero captaron una vista parcial de la bahía, con sus ferris de carga que comunicaban Staten Island con la civilización. «Un leve toque romántico en las vistas», pensó. «Esto bastará para que una jovencita displicente se haga consciente de los sinsabores de la existencia.»

      El cuarto, como era de esperar en una casa gobernada por Helen Mifflin, se hallaba en perfecto orden, listo para recibir a cualquier visitante, pero Roger se había propuesto dotarlo de una disposición psicológica que, pensaba él, ejercería una influencia benéfica en el descarriado espíritu juvenil de la futura huésped. Idealista incurable, Roger había asumido con extrema gravedad su papel de anfitrión y jefe de la hija del señor Chapman. Ningún submarino Nautilus brindaría una mejor oportunidad para expandir las tiernas mansiones del espíritu. Además de la cama, había una estantería y una lámpara de lectura. El problema aún por resolver para Roger era qué libros y pinturas serían los adecuados guías espirituales en este caso. Para secreto regocijo de la señora Mifflin, Roger había descolgado el retrato de Sir Galahad que ocupara una de las paredes del cuarto, pues, como él decía, si Sir Galahad viviera hoy en día seguramente sería librero. «Y no queremos que recree su imaginación con jóvenes Galahads», había dicho en el desayuno. «Eso la conduciría a un matrimonio prematuro. Lo que quiero es poner una o dos buenas pinturas que representen a hombres reales que en su tiempo fueran tan encantadores que, a su lado, los jóvenes de hoy en día resulten a los ojos de la chica más bien insípidos y mezquinos. De ese modo entrará en conflicto con la generación actual de jóvenes y entonces habrá ocasión de introducirla realmente en el negocio de los libros.»

      Así pues, Roger había pasado algún tiempo rebuscando en una papelera en la que guardaba fotos y retratos de autores famosos que los «publicistas» de las editoriales le regalaban a puñados. Después de pensarlo bien descartó los prometedores grabados de Harold Bell Wright y Stephen Leacock y eligió imágenes de Shelley, Anthony Trollope, Robert Louis Stevenson y Robert Burns. Luego, habiéndolo meditado un poco más, decidió que ni Shelley ni Burns encajarían bien en el cuarto de una jovencita y los dejó a un lado, reemplazándolos por un retrato de Samuel Butler. A estas imágenes añadió un texto enmarcado por el cual sentía gran aprecio y que tenía colgado encima de su propio escritorio. Lo había recortado con gran deleite de un número de la revista Life. El texto, titulado «Sobre la devolución de un libro prestado a un amigo», decía:

       Agradezco humilde y sinceramente la devolución de este libro que, tras sobrevivir a los peligros de la biblioteca de mi amigo y de las bibliotecas de los amigos de mi amigo, regresa ahora a mí, sano y salvo, en condiciones razonablemente aceptables.

       Agradezco humilde y sinceramente que mi amigo no le diera este libro a su hijo como si fuera un juguete ni lo usara como cenicero para sus puros, ni para afilar los dientes de su mastín.

       Cuando presté este libro lo di por perdido: me resigné a la amargura de verlo partir para siempre: nunca pensé que volvería a ver sus páginas.

      ¡Pero ahora que mi libro me ha sido devuelto, me siento pletórico de regocijo y gratitud! Traedme aquí al gordo marroquinero para reencuadernar el volumen y ponerlo en su lugar de honor en mis estanterías: pues mi libro prestado me ha sido devuelto. Ahora, por lo tanto, tendré que devolver algunos de los libros que yo mismo he tomado prestados.

      «¡Eso es!», pensó. «Esto le proporcionará los primeros elementos sobre la ética de los libros.»

      Una vez que hubo terminado de decorar las paredes, pasó a considerar qué libros debía poner en la estantería junto a la cama.

      Ésta era una cuestión que merecía la más amena de las discusiones. Algunas autoridades sostienen que los libros adecuados para un cuarto de huéspedes son aquellos que poseen una cualidad soporífera que induce al reposo instantáneo e indoloro. Dicha escuela recomienda La riqueza de las naciones, Roma en tiempos de los césares, El anuario del estadista, algunas novelas de Henry James y Las cartas de la Reina Victoria (en tres volúmenes). Es plausible argüir que esta clase de libros no se pueden leer (tarde en la noche) más que durante unos pocos minutos cada vez y que suministran útiles fragmentos de información.

      Otra vertiente recomienda como lectura de cama los relatos y volúmenes de breves anécdotas, textos rápidos y asombrosos que lo mantengan a uno despierto durante un rato, pero que al final proporcionen al lector un sueño aún más dulce. Incluso las historias de fantasmas y de terror se encuentran entre las recomendaciones de estos expertos. Dicha clase de lectura incluye autores como O. Henry, Bret Harte, Leonard Merrick, Ambrose Bierce,

      W. W. Jacobs, Daudet, De Maupassant y, tal vez incluso, En un tren lento a través de Arkansas, ese plañidero clásico ferroviario del cual su autor, Thomas W. Jackson, afirmaba: «Se venderá para siempre y mil años después». A ello habría que añadir otra embestida contra la inteligencia humana, Soy de Texas, nadie puede dominarme, del cual su autor afirmó: «Es como un huevo duro, invencible». Hay otros libros del señor Jackson cuyos títulos no recuerdo pero de los cuales el autor dijo: «Son dinamita contra la tristeza».

      Nada solía irritar tanto a Mifflin como que alguien entrara en su librería a preguntar por estos títulos. Su cuñado, el escritor Andrew McGill, le regaló por Navidad (sólo para irritarlo) un ejemplar de En un tren lento a través de Arkansas, suntuosamente encuadernado en lo que se conoce en la jerga del negocio como «espuma color gris paloma». Roger contraatacó enviándole a Andrew (para su siguiente cumpleaños) dos volúmenes de Brann, el iconoclasta, encuadernado en lo que Robert Cortes Holliday llama «relieve piel de sapo». Pero eso no tiene nada que ver con esta historia.

      Roger dedicó las apacibles horas de la mañana a considerar qué debía haber en las estanterías de la señorita Titania. Helen lo llamó varias veces para que bajara a ayudarla en la librería, pero él seguía allí, sentado en el suelo, ajeno al entumecimiento de sus pantorrillas, hojeando los libros que había subido a la segunda planta para una criba final. «Será un gran privilegio», se dijo, «tener un espíritu joven con el cual experimentar. Pues mi esposa, deliciosa criatura donde las haya, era claramente, en fin, una mujer madura cuando tuve la buena fortuna de conocerla; nunca he tenido ocasión cabal de supervisar sus procesos mentales. Pero esta señorita Chapman llegará a nosotros totalmente iletrada. Su padre dijo que había asistido a una escuela para señoritas distinguidas: ésa es, con toda seguridad, una garantía de que los delicados zarcillos de su espíritu están aún por germinar. La pondré a prueba (sin que ella se dé cuenta) con los libros que voy a dejar aquí; esto es, observando a qué libros responde, sabré cómo proceder. También sería provechoso cerrar la librería un día a la semana para darle algunas breves lecciones sobre literatura. ¡Maravilloso! Veamos: por ejemplo, una pequeña serie de charlas sobre el desarrollo de la novela inglesa, empezando con Tom Jones… Eso podría estar bien. Al fin y al cabo, siempre he querido ser maestro… Ésta parece una buena oportunidad para empezar. Podríamos invitar a algunos de los vecinos para que envíen a sus hijos una vez a la semana y así crear una pequeña escuela. ¡Causeries du lundi, ni más ni menos! Quién sabe, podría convertirme en el SainteBeuve de Brooklyn.»

      Por su mente pasó una visión fugaz de recortes de prensa: «Este notable estudioso de las letras, que oculta sus brillantes facultades bajo una existencia sencilla como propietario de una librería de segunda mano, ha sido reconocido como el…».

      «¡Roger!», lo llamó la señora Mifflin desde la planta baja. «¡Ven aquí! Alguien pregunta si tienes números antiguos de Cuentos de espuma

      Después de despachar al intruso, Roger regresó a sus meditaciones. «Esta selección», pensó «es, desde luego, sólo tentativa. Servirá como prueba preliminar para ver qué clase de cosas le interesan. Primero: su nombre alude por supuesto a Shakespeare y a los isabelinos. Es un nombre formidable, Titania Chapman: ¡parece que las ciruelas tienen grandes virtudes! Empecemos con un libro de Christopher Marlowe. Luego Keats, supongo: toda persona joven


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