La librería encantada. Christopher Morley
ganarse la vida. Tiene casi diecinueve años. Le he dicho que si hace el esfuerzo de trabajar en la librería durante un tiempo la llevaré de viaje a Europa por un año entero.
Como ya le he dicho, quiero que piense que de veras se está ganando su salario. Por supuesto, no quiero que la rutina sea demasiado dura para ella, pero sí que ella se haga una idea de lo que significa enfrentarse a la vida por cuenta propia. Si usted le paga diez dólares a la semana y deduce de ellos la manutención, yo le pagaré veinte dólares, en privado, por su amabilidad a la hora de asumir la responsabilidad de cuidarla y vigilar sus progresos junto a la señora Mifflin.
Mañana por la noche asistiré a la reunión del Club de la Mazorca y entonces podremos ultimar los detalles.
Por suerte, a Titania le encantan los libros y creo de veras que ella está ansiosa por comenzar esta aventura. Ayer, mientras hablaba con una amiga, oí que le decía que este invierno estaría encargada de no sé qué «labores literarias». Ésa es la clase de tonterías que quiero verla superar. Cuando la escuche decir que ha conseguido trabajo en una librería, entonces sabré que está curada.
Cordialmente,
George Chapman
«¿Y bien?», dijo Roger ante el silencio de la señora Mifflin. «¿No crees que puede ser interesante ver cómo reacciona una jovencita inocente ante los problemas de nuestra tranquila existencia?»
«¡Roger, eres un ingenuo!», gritó su esposa. «La vida dejará de ser tranquila con una chica de diecinueve años rondando por la librería. Podrás engañarte a ti mismo, pero a mí no me engañas. Una chica de diecinueve años no reacciona ante las cosas; antes bien, ¡explota! Las cosas no reaccionan en ninguna parte, salvo en Boston y en los laboratorios químicos. ¿Eres consciente de que estás metiendo una bomba de tiempo en el polvorín?»
Roger pareció dudar por un momento. «Recuerdo algo en La presa de Hermiston acerca de una chica que era un “artefacto explosivo”», dijo. «Pero no veo que pueda ocasionar ningún daño estando aquí. Ambos hemos demostrado ser inmunes a la fatiga en el combate. Lo peor que podría pasar es que ella se hiciera con mi ejemplar de Conversaciones hogareñas en la época de la Reina Isabel. Recuérdame que debo guardar ese libro bajo llave, por favor.»
Esta obra maestra secreta de Mark Twain era uno de los tesoros favoritos del librero. Ni siquiera a Helen le había permitido leerlo, si bien ella había juzgado atinadamente que no sería de su agrado y, aunque sabía perfectamente dónde lo guardaba Mifflin (junto a su póliza de seguros, algunos bonos del Estado, una carta firmada de Charles Spencer Chaplin y una fotografía de la propia Helen tomada durante la luna de miel), nunca había hecho el más mínimo intento de hojearlo.
«Bien», dijo Helen, «con o sin Titania, los señores de la Mazorca querrán su tarta de chocolate esta noche. Será mejor que me ponga manos a la obra. Sé bueno y lleva mi equipaje al piso de arriba, Roger.»
Una reunión de libreros es uno de esos cónclaves a los que vale la pena asistir. Los miembros de este antiguo gremio poseen consignas y maneras tan definidas y particulares como las de los estafadores profesionales o cualquier otro negocio. Suelen tener, si se me permite decirlo así, las cubiertas gastadas, pues se trata de hombres que renuncian al lucro mundano para perseguir una noble causa muy mal remunerada. Son quizás un poco amargados: una conducta humana de lo más apropiada para enfrentarse a los cielos inescrutables. El prolongado trato con los agentes comerciales de las editoriales ha avivado su suspicacia hacia los libros elogiados entre los platos de una copiosa cena. Cuando el agente comercial invita a cenar a un librero, no es raro que la conversación derive hacia la literatura sólo cuando quedan unos pocos guisantes en el plato. Pero, como dice Jerry Gladfist (que tiene una librería en la calle 38), los agentes comerciales están allí para satisfacer una profunda necesidad, pues de vez en cuanto invitan a una de esas cenas que ningún librero estaría dispuesto a permitirse.
«Bien, caballeros», dijo Roger una vez que los invitados se hubieron reunido en su pequeño gabinete, «es una tarde fría. Acercaos al fuego. Bebed toda la sidra que queráis. La tarta está sobre la mesa: mi esposa ha vuelto de Boston sólo para hacerla.»
«¡A la salud de la señora Mifflin!», dijo el señor Chapman, un hombre silencioso que tenía el hábito de escuchar atentamente a los demás. «Espero que no le importe ocuparse de la librería mientras nosotros celebramos esta reunión.»
«En absoluto», dijo Roger.
«Vi que ponían Tarzán de los monos en el cine de la calle Gissing», dijo Gladfist. «Grandiosa. ¿La habéis visto?»
«Prefiero leer El libro de la selva», dijo Roger.
«Me tenéis harto con ese discurso sobre la literatura», dijo Jerry en voz alta. «Un libro es un libro, incluso si el autor es Harold Bell Wright.»
«Un libro es un libro si uno lo disfruta», corrigió Meredith, de la gran librería de la Quinta Avenida.
«A mucha gente le gusta Harold Bell Wright, así como a muchos les gusta comer callos. Ambas cosas me harían mucho daño. Pero seamos tolerantes.»
«Su argumentación es una sucesión de non sequitur», dijo Jerry, inusualmente locuaz por efecto de la sidra.
«Eso es un golpe bajo», se burló Benson, comerciante de incunables y primeras ediciones.
«Lo que quiero decir», prosiguió Jerry, «es que no somos críticos literarios. No es nuestro negocio decidir lo que es bueno y lo que no. Nuestro trabajo simplemente consiste en suministrar al público los libros que quiere y cuando quiere. Cómo la gente llega a desear un libro no es asunto nuestro.»
«Dices que éste es el peor negocio del mundo», intervino Roger afectuosamente, «pero eres la clase de persona que lo echa a perder. ¿Opinas entonces que incrementar el apetito de la gente por los libros no tiene nada que ver con el trabajo?»
«Apetito es una palabra muy fuerte», dijo Jerry.
«En cuanto a libros se refiere, el público apenas es capaz de apreciar las dietas blandas. Los alimentos sólidos no le interesan. Si intentas obligar a un enfermo a engullir un roast beef acabarás matándolo. Deja que el público decida por sí solo y dale gracias a Dios cuando tienes ocasión de quedarte con algo de su dinero.»
«Vayamos a lo más básico», dijo Roger. «No tengo pruebas en las que…»
«Nunca las tienes», interrumpió Jerry.
«En todo caso apostaría a que el negocio ha hecho más dinero con el American Commonwealth de Bryce de lo que jamás podría hacer con todos los libros de Parson Wright juntos.»
«¿Y qué? ¿Por qué no quedarse con las dos opciones?»
Este careo inicial fue interrumpido por la llegada de otros dos invitados, a los que Roger entregó sendos vasos de sidra, les señaló la tarta y la cesta con pretzels y encendió su pipa. Los recién llegados eran Quincy y Fruehling; el primero era empleado en el departamento de libros de un enorme centro comercial y el segundo, propietario de una librería en el distrito judío de Grand Street (una de las librerías mejor surtidas de la ciudad, aunque poco conocida entre los amantes de los libros de la parte alta de la isla).
«Y bien», dijo Fruehling, con su barba espesa y sus brillantes ojos oscuros relumbrando encima de sus mejillas huesudas y frescas, «ponednos al tanto de la discusión.»
«Lo de siempre», dijo Gladfist, sonriendo. «Mifflin confunde la metafísica con la mercancía.»
MIFFLIN: «En absoluto. Sólo digo que es un buen negocio vender únicamente lo mejor».
GLADFIST: «Te equivocas de nuevo. Debes elegir tu stock de acuerdo a tus clientes. Pregúntale a Quincy. ¿Qué sentido tendría para él llenar sus estanterías con Maeterlinck y Shaw cuando la clientela del centro comercial quiere a Eleanor Porter y a Tarzán? ¿Acaso un tendero rural vende los mismos puros que aparecen en la carta de vinos de un hotel de la Quinta Avenida? Claro que no. Él ofrece los puros que le