La librería encantada. Christopher Morley
lee los anuncios en los periódicos y las revistas, anuncios pagados por librerías como la de Meredith, y luego vienen a la mía a comprarlos. Creo en la publicidad, pero mi política es que los demás paguen los anuncios».
MIFFLIN: «Supongo entonces que tal vez seguiré aprovechándome de los anuncios de Meredith. No había pensado en eso. Aunque creo que algún día pondré un pequeño anuncio en el periódico, una cosa pequeña y discreta que diga: El Parnaso en casa. Buenos libros. Compraventa. Esta librería está encantada. Será divertido ver qué efecto tiene».
QUINCY: «En la sección de libros de una tienda por departamentos no hay muchas opciones de beneficiarse de esa publicidad tangencial, como la llama Fruehling. Cuando el buitre encargado de la decoración de interiores pone unos pocos ejemplares de un Kipling encuadernado en hule prensado o un ejemplar de Historias de Knock-Kneed en el escaparate para exhibir un tocador Luis XVIII, la disposición del espacio va en contra de los intereses de nuestra sección. El verano pasado me pidió algo de ese tal Richard Madner o no sé qué, con la intención de poner un detalle atractivo en un arreglo de muebles para porches. Pensaba que se trataría de las óperas de Richard Wagner, así que empecé a buscarlas. Luego me di cuenta de que se refería a Ring Lardner».
GLADFIST: «Ése es el asunto. No me cansaré de decirte que el trabajo de librero es imposible para cualquier hombre que ame la literatura. ¿Cuándo ha hecho algún librero una auténtica contribución a la felicidad del mundo?».
MIFFLIN: «El padre del doctor Johnson era librero».
GLADFIST: «Sí, y no tenía dinero para costear la educación de Samuel».
FRUEHLIN: «Existe otro tipo de publicidad tangencial que me interesa. Tomad, por ejemplo, una pintura de Coles Philips para alguna marca de medias de seda. Por supuesto, el foco de atención de la imagen está puesto en las medias de la hermosa chica; pero siempre hay algo más, un automóvil o una casa de campo o una silla Morris o un parasol, de modo que el anuncio resulta efectivo no sólo para las medias sino también para el resto de cosas. De vez en cuando Phillips pone libros en sus pinturas, cosa que espero beneficie al negocio del libro en la Quinta Avenida. Un libro que se ajuste al espíritu tan bien como una media de seda se ajusta a una pantorrilla es una venta segura».
MIFFLIN: «Sois todos unos burdos materialistas. Os lo digo de verdad, los libros son depósitos del espíritu humano, que es lo único en este mundo que permanece. Esto dijo Shakespeare: Ni el mármol ni el áureo monumento de los príncipes / perdurará como este poderoso verso. Por los huesos de los Hohenzollern, ¡tenía toda la razón! ¡Pero, esperad un momento! Hay algo en el Cromwell de Carlyle que acabo de recordar».
Excitado, Mifflin salió corriendo del despacho y los miembros del Club de la Mazorca se sonrieron unos a otros. Gladfist limpió su pipa y se sirvió otro vaso de sidra. «No se puede resistir a su hobby», se burló. «Me encanta atormentarlo.»
«Hablando del Cromwell», dijo Fruehling, «ése es un libro que nadie suele pedirme. Pero el otro día vino un caballero preguntando por un ejemplar y para mi disgusto no tenía ninguno. Me precio de tener esa clase de cosas en stock, así que llamé a Brentano para ver si podía dejarme uno: me dijeron que acababan de vender el único que les quedaba. ¡Alguien debe de estar promoviendo la obra de Thomas! Quizás lo citan en Tarzán o alguno ha comprado los derechos para el cine.»
Mifflin volvió a entrar, con aspecto más bien abatido.
«Algo raro está ocurriendo», dijo. «Tenía la total certeza de que ese ejemplar del Cromwell estaba en la estantería porque lo vi allí anoche. Y ahora no está.»
«Es algo típico», dijo Quincy. «Ya sabéis que algunos clientes de las librerías de segunda mano, cuando se encaprichan con algún libro pero no tienen manera de comprarlo, lo esconden en alguna otra estantería con la esperanza de que sólo ellos puedan encontrarlo después. Es muy probable que alguien haya hecho eso con su ejemplar del Cromwell.»
«Tal vez, aunque lo dudo», dijo Mifflin. «La señora Mifflin dice que ella no lo ha vendido. La he despertado para preguntárselo. Se había quedado dormida tejiendo en el escritorio. Supongo que está cansada después del viaje.»
«Lástima. Quería oír la cita de Carlyle», dijo Benson. «¿Qué decía, más o menos?»
«Creo que la tengo anotada en un cuaderno», dijo Roger, buscando en una estantería. «Sí, aquí la tengo.» Y leyó en voz alta: «Las obras de los hombres, así estén enterradas bajo una montaña de guano e indignos excrementos, jamás perecen, no pueden perecer. Cuanto de Heroísmo y Vida Eterna hay en el hombre y en su vida se añade con gran exactitud a las Eternidades y perdura para siempre como una nueva porción divina de la Suma de las Cosas... Ahora bien, amigos míos, el librero es una de las claves en esa máquina sumatoria universal, pues colabora en la polinización entre hombres y libros. El deleite que obtiene con su vocación no necesita estímulo alguno, ni siquiera unas hermosas pantorrillas pintadas por Coles Phillips.»
«Roger, querido amigo», dijo Gladfist, «tu inocente entusiasmo me recuerda la historia favorita de Tom Daly sobre el cura irlandés que reprende a su rebaño por su afición al whisky. El whisky, decía, es el azote de esta congregación. El whisky, que le roba al hombre el seso. El whisky, que os empuja a disparar contra vuestros patrones… ¡pero sin dar en el blanco! Así, pues, mi querido Roger, tu entusiasmo te empuja a disparar contra la verdad pero ni siquiera te acercas al objetivo.»
«Jerry», dijo Roger, «eres como el árbol del upas.
¡Hasta tu sombra es venenosa!»
«En fin, caballeros», dijo el señor Chapman, «la señora Mifflin estará deseosa de que la releven en su puesto. Propongo que demos por concluida la sesión. Sus conversaciones son siempre deliciosas, aunque a veces me queda un poco de duda respecto a las conclusiones. Mi hija va a convertirse en librera, así que estaré pendiente de sus opiniones acerca del negocio.»
Mientras los invitados atravesaban la librería rumbo a la puerta, el señor Chapman llevó a Roger a un lado. «¿Seguimos adelante con la idea de enviarle a Titania?», preguntó.
«Por supuesto», dijo Roger. «¿Para cuándo?»
«¿Mañana le parece demasiado pronto?»
«Cuanto antes mejor. Tenemos un pequeño cuarto en la planta de arriba. Pienso amueblarlo especialmente para ella. Envíela mañana por la tarde.»
CAPÍTULO III LLEGA TITANIA
La primera pipa después del desayuno es un rito de cierta importancia para los fumadores inveterados, así que Roger aplicaba la llama con esmero a la boca de la pipa, al pie de las escaleras. Soltó una enorme bocanada de humo apestoso y azul que caracoleó a su paso mientras subía los peldaños, la mente trabajando ansiosamente en la agradable tarea de acondicionar el cuarto vacío para la nueva empleada. Luego, en lo alto de la escalera, se dio cuenta de que se le había apagado la pipa. «Esto de llenar y vaciar la pipa, encenderla una y otra vez», pensó, «parece quitarles mucho tiempo a los asuntos verdaderamente importantes. Ahora que lo pienso, casi toda la vida se va en fumar, en ensuciar platos y lavarlos, en hablar y escuchar a los demás hablar…»
Esta teoría le pareció tan atinada que volvió a bajar las escaleras para contársela a la señora Mifflin.
«Vete de una vez a arreglar ese cuarto», dijo ella, «y no intentes obsequiarme con elucubraciones peregrinas a estas horas de la mañana. Las amas de casa no tienen tiempo para filosofar después del desayuno.»
Roger se divirtió preparando el cuarto de huéspedes para la nueva ayudante. Era una habitación pequeña en la parte trasera de la segunda planta, y daba a un pasillo que comunicaba, a través de una puerta, con la galería de la tienda. Dos pequeñas ventanas dejaban ver el modesto paisaje de tejados de aquella zona de Brooklyn, edificios que albergaban tantos corazones valientes, tantos cochecitos de bebé, tantas tazas de pésimo café y tantas cajas de ciruelas Chapman.
«¡Por