Los otros siempre tienen la razón. Natalia Maya

Los otros siempre tienen la razón - Natalia Maya


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el de la ong, a las reuniones en las que se atendían casos de mujeres maltratadas. Ese año, una semana antes del día del amor y la amistad, el tal Juli se esfumó sin dejar huella. El Caleño les contó a sus compañeros que lo habían matado y desaparecido el cuerpo, pero que no dijeran nada, especialmente delante de Eliana. A ella le resultaba asombrosa esa capacidad del Caleño para ganarse la confianza de semejantes personajes. No acababa de entender cómo hacía para enterarse de todo y en tan poco tiempo.

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      Tiempo después de graduarse de la universidad, cuando preparaba su viaje para ir a estudiar un máster a España, se encontró con el Caleño a la salida de un restaurante por la Setenta. No lo veía desde que terminaron el colegio. Esa vez le contó que desde que salieron del bachillerato se fue para donde su papá, que vivía en Barcelona y que allí había estudiado una tecnología en Ingeniería Informática. Hablaron un poco de los compañeros, de lo que hacían; ella le contó que viajaba a Madrid y de paso le pidió que se anotaran los teléfonos. Antes de despedirse él le dijo que lo agregara en Facebook. Dicho esto, se despidió con un guiño y se subió a una camioneta que lo esperaba a la salida del restaurante. Lo acompañaban cinco muchachos, todos más jóvenes que él. Antes de arrancar, le gritó por la ventana que por allá la esperaba.

      Todo indicaba que al Caleño le iba bien como tecnólogo en ingeniería, pues por lo que se veía en Facebook se la pasaba viajando. Aunque parecía que todavía seguía ocultando lo de sus gustos más privados: en la mayoría de las fotos aparecía siempre rodeado de mujeres bonitas en discotecas o en lugares paradisiacos. Esa última vez que hablaron le contó que Eliana ya no estaba en Japón, que se había ido a España con toda la familia. Poco le interesaba la vida de Eliana, tal vez por eso no cayó en cuenta de preguntarle qué hacía ella en Japón. En la época en que estudiaron juntas, nunca fueron amigas.

      La única vez que logró conseguirlo por teléfono, pocos días antes de su arribo a Madrid, el Caleño le animó para que llamara a Eliana, le dijo que los primeros días eran muy duros y que ella le podría guiar y enseñar algunos sitios. La buscó en Facebook y la agregó. Ese día se saludaron y hablaron brevemente de lo que habían sido sus vidas, acordaron verse una vez ella estuviera en Madrid. Eliana le contó, entre otras cosas, que tenía tres hijos de distintos papás, pero que el último sí era del paraguayo con el que estaba casada, y que se había casado porque ahora era cristiana. También le contó que su madre había muerto y que su hermano seguía ahí, que ahora sí trabajaba mucho. Antes de colgar le dijo que Marco siempre había sido su mejor amigo, que gracias a él había podido mandarle algo de plata a su hermana para que le cuidara sus dos hijos mayores, que vivían en Colombia.

      Una vez llegó a Madrid, descargó las maletas en el piso donde se iba a quedar y se fue a Granada a visitar a unos familiares. Cuando estaba allí recibió una invitación en Facebook, por el apellido asumió que era el hermano de Eliana. A él lo distinguía porque era uno de los que se paraban a la salida del colegio, tal vez lo hacía solo para recoger a sus hermanas, pensó.

      Tres semanas después encontró un mensaje de él, le decía que era el hermano de Eliana, que posiblemente ella no se acordaba, pero que él sí sabía quién era ella: eras la cojita, le decía, siempre hubo algo que me llamó la atención de ti. Le preguntó cómo le iban las cosas y le contó que estaba por Huelva con un trabajo, que cuando regresara a Madrid la iba a invitar a comer empanadas en un restaurante colombiano que él frecuentaba, que era de un amigo hincha del Medellín que conoció desde que había llegado a Madrid. Después de leer el mensaje se sintió aturdida. Tragó saliva, pero no fue porque se le hiciera agua la boca por las empanadas.

      Tenía ocho llamadas perdidas en el celular de un número que no reconocía. Tuvo clase todo el día y lo tenía en silencio. En la novena llamada pudo contestar porque estaba en un descanso. Era el hermano de Eliana, le dijo que su número se lo había dado un pajarito por ahí. Que la quería recoger a la salida de la clase, que dónde quedaba el instituto. Ella dudó unos instantes, primero pensó que no tenía muchas ganas de ir a comer empanadas o a sentarse al lado de unos hinchas del Medellín, que añoraban volver a su ciudad para ver ganar a su equipo en el Atanasio Girardot. En ese momento de su vida estaba convencida, como nunca, de no pertenecer a esa ciudad; ahora, lejos de regionalismos y añoranzas, se consideraba ciudadana del mundo.

      Pero minutos después recordó que la realidad era otra: ya llevaba tres meses en Madrid y esa tarde no tenía nada que hacer, tampoco tenía planes para esa noche ni las siguientes, con ese frío que hacía en esa casa en la que se quedaba, cuyo dueño nunca quería prender la calefacción porque, según él, se le subía la cuenta de la electricidad.

      Aceptó, pero le puso la condición de que la llevara temprano a la casa, que solo podría quedarse un rato porque al día siguiente debía entregar un trabajo. Le dio la dirección del instituto y él le dijo que llegaba en un Alfa Romeo rojo. Cuando colgaron sintió una corazonada y llamó al Caleño, pero se le fue varias veces a buzón: quería preguntar por el personaje en cuestión. Igual le dejó una nota de voz. Minutos después recibió un mensaje de texto, era del Caleño, le decía que estaba de viaje por Oriente, que a su regreso a Madrid hablaban. El texto terminaba con un ja ja ja y una carita con un guiño que ella no supo interpretar y que pasó por alto. No se le ocurrió pensar que la vida de Eliana en Japón y los viajes del Caleño por esos mismos lugares podrían tener alguna relación. De otro lado, no podía sacarse de la cabeza las palabras del hermano de Eliana, nunca algún hombre había mostrado tanto empeño por conocerla. Ella siempre era la que los buscaba, se enamoraba, les hacía regalos y, además, era la única que creía que estaba en una relación.

      Antes de terminar la última clase, faltaban como veinte minutos, comenzó a escuchar una especie de música festiva, melodías que le eran conocidas. Finalizó la clase y fue al baño, la música no cesaba, ahora podía reconocerla mejor: eran como merengues. Aborrecía el merengue: le recordaba esa época en la que no podía ir a los bailes de la cuadra porque se le dificultaba hacer las volteretas y los pasos que involucraba ese género en especial. Por esa época hacía todo lo posible para escabullirse, no estaba dispuesta a ser carne de cañón para aquellos que se burlaban de su defecto.

      En ese momento se le vino a la cabeza una frase que leyó en alguna parte, pero no recordaba dónde: «No se puede huir de lo que somos, por más lejos que viajes siempre serás el mismo, todo lo que eres, lo cargas siempre en tu maleta». No solo había llegado a un país donde al parecer era la misma, sino que, además, se encontraba sola y a la deriva. Detestaba a sus compañeras del máster, que resultaron ser todas mujeres, a excepción de tres compañeros gais que se relacionaban con todo el grupo, menos con ella. Además, se sentía estafada porque ninguno de sus compañeros había estudiado artes ni literatura, algunos ni siquiera tenían una carrera, a duras penas, quizás, una tecnología. Hacía un máster en Diseño de Libros, en el que los proyectos de grado que sus compañeros pensaban entregar incluían un catálogo de viajes y un manual para reciclar las basuras en los sitios de trabajo. Cada vez que intervenía en alguna clase para dar su opinión veía cómo se codeaban las españolitas al escucharla hablar con tanta propiedad y en ese español tan diferente al de ellos. Eso y los comentarios xenófobos de uno de los gais era lo más cercano a la discriminación que había sentido en su vida. Qué diablos se había ido a buscar ella en ese lado del mundo, se preguntaba molesta todos los días.

      «Ya estoy abajo», decía el mensaje de texto que le entró. Otra vez sentía esa extraña corazonada. Era enero y estaban en pleno invierno, sentía el frío más voraz de toda su vida. No le bastaban la ropa térmica, ni los abrigos, ni los guantes que compró a su llegada. Tenía los labios resquebrajados y la piel reseca. Se asomó por una ventana y pudo escuchar mejor la música que provenía de un coche rojo aparcado en la entrada del instituto. No sabía qué hacer, se sentía incómoda por lo que pudieran pensar sus compañeros, siempre le habían molestado los escándalos. Se asomó de nuevo y comprobó lo que temía: era el hermano de Eliana, diez años después y con treinta kilos más. El frío se le colaba por cada milímetro del cuerpo, se sintió contrariada, dudó un instante, pensó en correr y esconderse, pero pronto recordó que el recorrido hasta la estación del metro era de más de ocho cuadras, pensó que ese carro podría tener calefacción, y que por unos momentos


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