Los otros siempre tienen la razón. Natalia Maya

Los otros siempre tienen la razón - Natalia Maya


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con los contenidos de la materia. Al menos eso fue lo que dijo Álvaro, el director del colegio, cuando lo presentó.

      Éramos once en el salón: nueve hombres y dos mujeres. Lorena y yo. Ella venía de Envigado, iba muy poco a clase, aunque asistía con regularidad al colegio. Una vez recuerdo que regresó muy bronceada. Según nos contó, había estado en San Andrés con unos amigos. Todos los días de esa semana estrenó tenis Reebok, cada día un color diferente: rojos, azules, amarillos, blancos y rosados, que iban a juego con la mochila del mismo color. Aunque dichas combinaciones no le cuadraban con el uniforme del colegio, poco le importaba, se sentía dichosa por haber conocido el mar y por la cantidad de regalos que le habían dado en ese paseo. Lo que no se supo fue si llegó enamorada, nunca lo mencionó. Esa vez faltó como dos semanas a clase, les trajo de a paquete de Snickers a cada uno de los profesores. La última vez que la vi fue como a mitad de año, no volvió al colegio. Hubo quienes comentaron que estaba embarazada, otros que se había ido para la usa cargada. Muchos años después, alguien que la conocía de Envigado me contó que la habían matado. Dejó una niña como de seis años.

      Lorena ya no estaba cuando llegó el profesor nuevo. Era yo sola con nueve compañeros. No pasó nada extraordinario en esos dos meses que no hubo clase de Religión, algunos nos quedábamos en el salón, otros se escapaban y no volvían hasta el otro día. De pronto una vez sí pasó algo, aunque tengo el recuerdo brumoso. En esos espacios de tiempo vacíos, sin profesor y sin clase, una vez vi a Capeto aspirar cocaína sobre el pupitre, hacía cada línea con el carné del colegio y luego las esnifaba sin aspavientos ni premura. Estábamos en sexto, en ese entonces yo tendría unos trece años, y él como diecisiete. Para la clase siguiente, que era Sociales y que dictaba una profesora Silvia, a la que le decían Chimbia —nunca supe si porque jodía mucho o porque estaba muy «chimba»—, Capeto se dedicó a flirtearla y a hacerle cumplidos, que a ella no parecían disgustarle, estaba como nunca de atento y parlanchín. Esa vez fui testigo de que le pusieron cinco porque sí. Aunque a él casi todos los profesores le ponían buenas notas porque sí.

      Aparte del ejercicio del recuerdo, las clases con el profesor de Religión quedaban un poco como en el aire. A veces llegaba al salón y nos pedía que abriéramos la Biblia en el Evangelio de san Juan, capítulo 8, versículos 1-11, por ejemplo. Media hora después se aparecía con una Coca-Cola en una mano y un cigarrillo en la otra, «¿Qué dice, pues, el Evangelio de san Lucas?», nos preguntaba. Otras veces nos decía que leyéramos el Evangelio que quisiéramos y que luego vendría a preguntar. Nunca volvía.

      «Cuánto, cuánto pide», escuché que le dijo Pablo al Topo. El profesor de Religión había salido del salón y estaba parado en las escaleritas que conducían al sótano. Uno a uno, por lista, nos hacía llamar. «Hey, préstame cinco lucas que mañana te las pago», «Cape, a mí también, mañana arreglamos», le decían algunos de mis compañeros a Capeto, que como ellos mismos decían, «Era el más ganado del salón y del colegio». Y sí que lo era, porque los profesores lo respetaban, tal vez ya nunca sepa cuál era su alias, ni qué fue de su vida, si es que todavía vive. Conmigo siempre fue cariñoso, alguna vez que me lo encontré en una Feria de las Flores en la Setenta, dejó a todos los amigos con los que tiraba voladores y emborrachaba un caballo con aguardiente, y se acercó para saludarme.

      «Miamor, venga yo le doy pa’ que ligue a ese man y ganemos el año los dos», me dijo Capeto esa mañana en el colegio. Y era que hasta ese momento todavía no captaba lo que estaba pasando. Cuando por fin lo entendí, el profe ya iba en la «L», seguía yo. Bajé las escalas del sótano con susto, todavía no podía creer que fuera a ser testigo de semejante acto. Cuando me le acerqué al profe, agachó un poco la cabeza, bajó el tono de la voz y me preguntó, como a los otros, que con cuánto le iba a colaborar. Le alcancé a percibir cierto tufo a alcohol y cigarrillo. Tenía los labios muy delgados, una nariz aguileña de cuyas aletas se asomaban unas venitas azules diminutas que formaban ramificaciones y unos ojos tan pequeños, que no parecía que tuvieran más de diez milímetros de diámetro. El cabello negro lacio le caía en una especie de capul sobre la frente. Me quedé mirándolo, no miento cuando digo que su rostro pareció sonrojarse. Recuerdo que no me sentí indignada, eso sería después, porque en ese momento me pareció estar frente al hombre más miserable del mundo. «No tengo plata». «Muy bien, puede irse», me respondió, y pude ver que anotaba algo en la planilla.

      Perdí Religión. Debía quedarme para habilitar con otro profesor, porque al corrupto también lo echaron. Fui la única del salón que se quedó para habilitar esa materia. Nunca pensé en denunciarlo, no sé si alguien lo hizo. Entre los compañeros acordamos no hacerlo, porque si lo delatábamos, todos tendríamos que habilitar la materia, y a algunos hasta les daba perdido el año. Desde esa época tuve claro que podría llegar a ser cualquier cosa en la vida: sería bandida, puta, borracha y desalmada, maleva y mentirosa…, pero nunca vendida, sapa, ni lagarta. Los directivos no mencionaron el tema del profesor de Religión, se rumoró que lo echaron por borracho.

      No fui el día de la habilitación. Si tuviera que dar una excusa razonable para explicar mi ausencia, no la tendría. O tal vez sea que no quiero recordarlo. Esa noche volví a la casa tarde: le temía al regaño. Cuando llegué mi mamá ya lo sabía, la llamaron del colegio para informarle que no me presenté a la habilitación, que me darían otra oportunidad y no me iban a echar, pero que tendría que repetir el año.

      Las luces de la casa estaban apagadas. Con cautela entré a su habitación. Me acerqué a su cama, me quité los zapatos y busqué resguardo a su lado. Ella no dio indicios de estar despierta. A pesar de eso, me le acerqué al oído y le susurré: «Mami… perdí el año». Pasaron tal vez diez minutos antes de que diera media vuelta y con la mirada perdida en el techo, me contestara: «Qué se va a hacer, hija». Las dos nos quedamos un rato largo en silencio. Antes de caer dormida, pasé mi brazo alrededor suyo. Para ese momento de nuestras vidas, ya ninguna de las dos lloraba.

      Olvido

      Maldecía mientras subía las escaleras con Juan Manuel. No podría ser tan mala mi suerte como para que Marieta, la amiga de mi mamá, se encontrara en la casa otra vez. En los últimos tiempos era fijo topármela dos o tres veces por semana. Desde afuera ya se oían sus risotadas y esa voz gangosa que tanto me irritaba. Lo que me molestaba de Marieta no era que se burlara de mí cuando me preguntaba si era hippie y si me gustaba la marihuana, eso me daba más bien risa; lo que en realidad me indignaba era que cuando se emborrachaba le daba por echarles los perros a todos mis amigos, y hasta a mi novio, en frente de mis narices. Eso, entre otras hazañas suyas que tuvieron que ver con mi papá.

      Un borracho. Eso fue lo que resultó ser el tipo con el que Marieta se casó muy joven, además de que le llevaba bastantes años. Ese matrimonio duró poco, tuvieron una hija y el borracho se murió dos años después de una cirrosis, como era de esperarse. Ese matrimonio la dejó con una considerable fortuna y con una adicción al alcohol que le duraría más tiempo que los bienes recibidos. A los 37 años se enamoró de un estudiante de Derecho catorce años menor que ella, y con él se fue a recorrer el mundo. Cuando regresaron, cuatro años después y sin un peso en el bolsillo, él encontró un puesto como juez en Armenia y la abandonó para empezar una nueva vida al lado de la secretaria del juzgado.

      Al poco tiempo del «accidente», como llamaba mi madre aquel suceso del que nunca hablamos y que marcó a mi familia para siempre, Marieta se sintió con credenciales para volver a visitar mi casa. Llegaba siempre como a las seis de la tarde a contar las peripecias que tenía que hacer para coger un bus en el centro que la dejara cerca. Después de su llegada de Europa y dadas las nuevas circunstancias, le tocó conseguirse un trabajo y aprender a coger bus. Alguna vez que la escuché quejarse, se lamentaba porque por el afán de bajarse en la parada, olvidó una bolsa en la que cargaba sus nalgas postizas y un paquete con cajetillas de cigarrillos Marlboro que le había regalado una de sus hermanas. Al parecer, me contó mi madre entre risas, Marieta había cogido el hábito de utilizar las nalgas siempre que iba a la reunión de Alcohólicos Anónimos, pero que ese día salió afanada de la casa de su hermana para la reunión de todos los martes, las echó en una bolsa junto con el paquete de cigarrillos y las olvidó en el asiento del bus. Según ella, ese era el tercer par de nalgas que botaba. «Afortunadamente», me dijo mi madre en ese tono


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