Los otros siempre tienen la razón. Natalia Maya

Los otros siempre tienen la razón - Natalia Maya


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a un lugar que intentaba simular la ambientación de una fonda antioqueña. En una de las paredes estaba el cuadro típico «Yo vendí a crédito / Yo vendí al contado» y en la del frente colgaba una tela gigantesca azul, roja y blanca que tenía en el centro el escudo del Deportivo Independiente Medellín. Los meseros que atendían llevaban sombrero aguadeño y carriel terciado. Le parecía increíble que hubiera cruzado el Atlántico y más de ocho mil kilómetros para ver eso. La primera parte de la noche el hermano de Eliana se la pasó contándole cuántas estrellas tenía su equipo, los jugadores que más le gustaban y la dignidad que llevaba a cuestas por ser hincha del «Poderoso». En la segunda parte de la noche el tipo habló, habló y habló... Si acaso ella pudo decir alguna palabra, fue ¡Salud! En los intervalos de cada historia él sentía que merecidamente tenían que brindar y le servía una copa rebosante que le entregaba en la propia mano, «Mirando a los ojos, miamor», le decía y luego se sonreía de soslayo. La frase que le escribió en el primer mensaje de texto y que ella no había podido quitarse de la cabeza, la escuchó una y otra vez durante la noche «Siempre hubo algo en ti que me llamó la atención», en una de tantas le dedicó una mirada penetrante y le entregó otra copa, «Mami, tomate otro pal' frío tan hijueputa que hace en este hijueputa país de mierda, es que definitivamente no hay como Medallo, salud mi Prince, ¿más empanaditas?», le escuchó decir mientras se pasaba la lengua por los labios, saboreando algo más que el gusto propio del anís. No entendió por qué, pero en un momento de la noche, se le vino a la cabeza el Caleño y su «teoría de los diez minutos».

      La mañana siguiente, antes de abrir siquiera los ojos, sintió que no iba a poder levantarse a causa de la resaca. Recordó que el hermano de Eliana le había relatado una historia del Caleño. Todavía no salía de su desconcierto. Le contó que siempre le había ido muy bien en el «negocio», que era un duro y que ya llevaba un buen tiempo, desde que estudiaba, le dijo. Que dejó, según él, más de veinte muñecos en Colombia, incluso ese compañero de ustedes, ¿cómo era que le decían a ese mancito que mataron en La Fe con otros motonetos?, le preguntó. A esos que los mataron los Pepes, ¿cómo era que se llamaba ese güevón? En ese momento recordó a su hermano y sintió un vacío en el estómago. También le contó que, desde hacía unos años, manejaba un negocio de putas en Japón. Que estaba forrado en billete. Que él nunca le había entrado al negocio por físico miedo, pero que su hermano mayor sí, que gracias a él habían vivido muy bien por un tiempo, pero que ahora estaba encanado, le habían dado diez años. Además, recordó que gran parte de la noche, mientras le acompañaba a que se comiera las empanadas y se bajaran entre los dos una botella de Aguardiente Antioqueño —ella en un principio, para mitigar el frío, él como pasante de las empanadas y por lo que pudo darse cuenta, también de todas sus comidas diarias—, le escuchó quejarse de lo dura que era la vida por fuera, «que se sentía mucha soledad, que eso no era como Medellín, donde uno se enamoraba solamente de viejas que estuvieran buenas, que en cambio allá valoraban que fueran seriecitas, así no fueran bonitas, como ella», le dijo, «mujeres que uno sabe que son juiciosas, que llevan una casa y además trabajan para llevar los gastos entre los dos». «Aaaah…, ya…», recordaba haberle respondido antes de caer inconsciente por todo el aguardiente que se había tomado. Por último, recordó que también le dijo que «la soledad, en esos lugares tan lejanos, nos llevaba cometer muy malas jugadas».

      Había pasado la noche en un sofá cama que estaba en la sala de una casa, detrás de un biombo que hacía las veces de separador para una habitación. Sobre el biombo colgaban, de cualquier manera, algunas camisas sucias y dos toallas descoloridas por el uso. Alrededor de la habitación, y sobre un tapete mugriento y raído, estaban unos paquetes viejos, bolsas llenas de polvo que guardaban, al parecer, objetos ya inservibles. Al mirar a su lado, boca abajo, yacía un hombre obeso. Encima de su almohada había una botella vacía de Aguardiente Antioqueño. Cuando intentó levantarse para buscar su ropa y marcharse, una mano la sujetó fuerte por el brazo y la atrajo de nuevo hacía el sofá cama. Sentía frío. Ese sí que era, seguro, el frío más intenso que había sentido en su vida.

      Primer recuerdo

      «El primer recuerdo de mi vida es de cuando tenía once meses. Sí…, once meses. El de la falla es usted entonces, si el suyo apenas fue a los cuatro años», le contesté esa vez a Pablo cuando me interrumpió. Alegaba que era imposible guardar un recuerdo de una edad tan temprana. Estaba parada de espaldas al tablero y leía el ejercicio que nos había puesto el nuevo profesor. «Pablo, hágame el favor de guardar silencio. Continúe, niña», me dijo el profe, así que proseguí:

      Alguien encendió la luz de la habitación en la que yo estaba. Era una luz que venía de arriba, como del techo. Cuando sentí ese brillo directo en la cara se me encandilaron los ojos. Estaba dormida. Enseguida escuché una discusión entre dos mujeres. Una de ellas se acercó hasta donde yo estaba, que me parece era una cuna, por la manera como tuvo que agacharse para levantarme.

      La luz la encendió mi madre. Eran como las once de la noche. Su amiga, que en ese entonces vivía con nosotras, se levantó de un tirón de su cama: «Ángela, por favor, no me despertés a la niña, ve que casi no la duermo, ya está cambiadita, mañana la saludás, ¿sí?». Nada qué hacer. Mi mamá me sacó de la cuna, empecé a llorar y también me hice pipi desde el instante mismo en que me levantó en sus brazos. Esa historia me la contó su amiga pocos días después de que la recluyeran en el hospital, de esa manera fue como corroboré que era cierto ese vago recuerdo que estuvo por años en mi inconsciente.

      No guardo en la memoria el olor de mi madre esa noche, supe tiempo después que era a licor. Por esa época ella le daba duro a la bebida. Seguramente aquella vez regresaba cansada de desmentir rumores y dar la pelea a mi padre con esos abogados: llegaba transida de dolor, de ese dolor que cruza de costado a costado, y se enmarca en la traición y la falta de compasión por la dignidad del otro. De ese tamaño fue la herida que mi papá le propinó a mi mamá. Esa noche, como otras tantas, me llevaba a su cama y yo lloraba hasta que las dos nos quedábamos dormidas. Casi todas las veces, ella también lloraba.

      El profesor nuevo de Religión, que llegó a sustituir al que echaron en marzo por pasarse de manilargo con las alumnas, nos puso ese ejercicio de escritura para la primera clase. Y fue así, a rajatabla, dos minutos después de presentarse.

      No tengo claros los recuerdos de los otros compañeros, pero sí me acuerdo de la reacción de Capeto, que se paró de la silla, miró al profesor nuevo a los ojos, le dijo que a él no le daba la gana de acordarse de ningún recuerdo y salió del salón, con su caminar pausado y sin tirar la puerta.

      En 1986 ya me habían echado de tres colegios. De todos por disciplina. Ese año había ido a parar al Gimnasio Tagore, el más laxo de los colegios de Medellín en esa época, y, por supuesto, el primero en la lista de los necios, como yo. Allí confluíamos tanto los que veníamos de colegios privados como los que venían de los oficiales. Dos clases sociales que habitaban en polos opuestos de la ciudad se reunían en aquel espacio sin que se percibiera una gran diferencia. O tal vez una muy sutil, y era que cuando algunos de los compañeros se escapaban de clase por las mañanas, iban a relajarse en la piscina de algún club o en las de sus casas. Los otros, cuando lo hacían, era casi siempre para hacer una «vuelta». En un momento de la historia, ambos se volarían para hacer las mismas cosas.

      Lo de las «vueltas» empezaba temprano en la mañana, cuando se hacía esa exhibición de motos, que se venían picando desde la cuadra de arriba, mientras los demás observábamos sentados en los escalones de la puerta del colegio. Otras vueltas conocidas, y esas más legendarias, pasaban cuando alias Tomate llegaba al colegio perseguido por la policía y entraba a clase con los tombos pisándole los talones. Los agentes se tenían que quedar en la puerta del colegio y no se iban hasta después de las diez de la mañana, cansados de esperar que el Tomate intentara volarse. Tiempo después, pero mucho tiempo después, advirtieron que todo el primer trimestre se les había volado por el alambrado de atrás, que lindaba con el edificio Mónaco de Pablo Escobar. Para ese entonces habitado por su familia y en todo su esplendor.

      No me acuerdo de alias Tomate no sé si en los dos años que estudié allí todavía estaba, tampoco tengo compañeros que me lo corroboren, todos están muertos o se perdieron por la vida, digo. Por ejemplo, el que me contó esa historia


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