El universo en tu mano. Christophe Galfard
entre una estrella y otra eres capaz de percibir a simple vista una tenue franja que reluce muy débilmente con una luz blanquecina.
Sea esa luz lo que sea, sabes que se conoce esa franja como la Vía Láctea. Su anchura da la impresión de ser unas diez veces la de la luna llena. De niño la miraste muchas veces, pero últimamente no la has contemplado tanto. Ahora que te fijas en ella, te parece tan evidente que piensas que tus antepasados tienen que haberla conocido desde siempre. No te equivocas. Resulta irónico que ahora, tras tantos siglos durante los cuales hombres y mujeres han debatido acerca de su naturaleza, sepamos por fin de qué se trata... Justo cuando la contaminación lumínica hace que sea invisible en la mayoría de los espacios habitados.
Desde tu isla tropical, sin embargo, su presencia es abrumadora y, a medida que la Tierra gira y la noche avanza, la Vía Láctea se mueve por el cielo de este a oeste, como el Sol durante el día.
La posibilidad de que el futuro de la humanidad esté ahí fuera, en algún lugar más allá del firmamento terrestre, empieza a aparecerse ante ti como una posibilidad real, que además resulta fascinante. Te concentras y piensas si es posible ver todo cuanto hay en el universo a simple vista. Pero luego niegas con la cabeza. Sabes que el Sol, la Luna, algunos planetas como Venus, Marte o Júpiter, varios cientos de estrellas* y esa mortecina cinta de polvillo blancuzco que llamamos la Vía Láctea no es el conjunto de cuanto existe. Hay misterios ocultos allí arriba, invisibles a nuestros ojos, más allá de las estrellas, misterios que esperan a ser desentrañados... Si pudieras explorarlo todo, ¿qué harías? Empezarías en las inmediaciones de la Tierra, claro, pero luego... saldrías disparado e irías tan lejos como fuera posible. Y de repente... ¡tu mente obedece!
Pese a que parece increíble, tu mente empieza a alejarse de tu cuerpo y asciende hacia las estrellas.
Te invade el vértigo a medida que tu cuerpo, y la isla sobre la que está tumbado, se alejan rápidamente de ti. Tu mente, que ha adoptado etéreamente tu silueta, asciende hacia el este. No tienes ni idea de cómo puede ser posible, pero aquí estás, a una altitud superior a la de la más alta de las montañas. Ante ti aparece una Luna muy roja, suspendida en un horizonte muy lejano, y en menos tiempo del que se tarda en decirlo te encuentras fuera de la atmósfera terrestre, mientras recorres a toda velocidad los 380.000 kilómetros que separan nuestro planeta de nuestro único satélite natural. Desde el espacio, la Luna parece tan blanca como el Sol.
Tu viaje a través del conocimiento acaba de empezar.
Has llegado a la Luna, algo que solo una docena de humanos ha conseguido antes que tú. Tu cuerpo espectral camina sobre su superficie. La Tierra ha desaparecido tras el horizonte lunar. Estás en lo que se ha dado en llamar su cara oscura, la que nunca ve la Tierra. No hay cielos azules ni sopla el viento, y no solo ves muchas más estrellas encima de tu cabeza de las que jamás podrías ver desde cualquier punto de nuestro planeta: además, ninguna parpadea. Y eso se debe a que la Luna no tiene atmósfera. Allí, el espacio comienza un milímetro por encima de su superficie. No hay climatología que borre las cicatrices que surcan el terreno. Por todas partes se ven cráteres, recuerdos congelados en el tiempo de lo que impactó en el pasado contra este suelo baldío.
Mientras emprendes el camino hacia la cara de la Luna visible desde la Tierra, la historia de su génesis aparece como por arte de magia en tu inquisitiva mente y tú, anonadado, solo puedes contemplar el suelo bajo tus pies.
¡Cuánta violencia!
Hace aproximadamente 4.000 millones de años, nuestro entonces joven planeta sufrió el impacto de otro planeta del tamaño de Marte que arrancó un trozo considerable de su masa y la lanzó al espacio. A lo largo de los milenios siguientes, los escombros de aquella colisión fueron compactándose en una única esfera que orbitaba en torno a nuestro mundo. El resultado de ese proceso fue la Luna sobre la que ahora estás plantado.
Si se produjese hoy una colisión de ese calibre sería más que suficiente para erradicar toda forma de vida de la Tierra. En aquel entonces, sin embargo, nuestra Tierra estaba vacía, y se hace raro pensar que sin aquella catastrófica colisión no tendríamos una Luna que iluminase la noche, ni mareas significativas, y la vida, tal y como la conocemos, no existiría en el planeta. Cuando el azul de la Tierra aparece ante ti en el horizonte lunar, comprendes que los acontecimientos catastróficos a escala cósmica pueden ser para bien, y no solo una calamidad.
Visto desde aquí, tu planeta natal tiene el tamaño de cuatro lunas llenas puestas una al lado de la otra. Una perla azul recortada sobre un fondo negro y salpicado de estrellas.
Comprobar la verdadera magnitud de nuestro mundo en el contexto espacial es, y será siempre, un ejercicio de humildad.
Mientras caminas un ratito más por la superficie lunar y ves nuestro planeta asomar en el horizonte, tienes muy claro que harás bien en no fiarte de la calma aparente, aunque todo parezca tranquilo y seguro. Aquí, el tiempo tiene un significado distinto: los eones continúan con su avance y la violencia del universo parece inevitable. Los cráteres que salpican la superficie de la Luna son un buen recordatorio de ello. Cientos de miles de peñascos del tamaño de montañas deben de haberla azotado a lo largo de la eternidad. Y también la Tierra tiene que haber recibido impactos parecidos, pero las heridas de nuestro planeta han sanado porque nuestro mundo está vivo y oculta su pasado bajo los cambios constantes que se producen en su suelo.
Aun así, en un universo semejante, presientes de manera repentina que tu mundo natal, pese a toda su capacidad de recuperación, es frágil, casi indefenso...
Casi.
Pero no del todo. Ahora nos tiene a nosotros. Te tiene a ti.
Colisiones como la que produjo la aparición de la Luna son, en términos generales, cosa del pasado. Hoy no hay planetas desbocados que amenacen nuestro mundo, solo asteroides sueltos y cometas, y, en parte, la Luna nos protege de esas amenazas, y también nos sirve de escudo. El peligro, sin embargo, acecha por doquier y, mientras observas la azulada esfera de la Tierra suspendida en la oscuridad del espacio, a tu espalda aparece una bola de luz extraordinariamente brillante.
Te das la vuelta y topas con una estrella, el objeto más luminoso y violento de cuantos pueden encontrarse cerca de nuestro planeta natal.
Lo hemos bautizado con el nombre de Sol.
Se encuentra a 150 millones de kilómetros de nuestro mundo.
Es la fuente de toda nuestra energía.
Y a medida que tu mente se ve obnubilada por la ingente luz que emana de este extraordinario farol cósmico, dejas atrás la Luna y empiezas a volar hacia él, hacia nuestra estrella local, el Sol, para descubrir por qué resplandece.
3
El Sol
Si el ser humano fuera capaz, de una manera u otra, de captar toda la energía que el Sol irradia en un segundo, sería suficiente para sostener las necesidades de todo el planeta durante los próximos 500 millones de años.
A medida que te acercas volando a nuestro astro, sin embargo, te das cuenta de que el Sol no es tan grande como el que viste 5.000 millones de años en el futuro, cuando llegaba a su fin. Aun así, es muy grande. Para ponerlo en perspectiva, si el Sol fuera del tamaño de una sandía grandota, la Tierra estaría a unos 43 metros de distancia y necesitarías una lupa para verla.
Has llegado a unos pocos miles de kilómetros de la superficie solar. A tu espalda, la Tierra apenas se distingue como un puntito luminoso. Frente a ti, el Sol ocupa la mitad del firmamento. Por todas partes estallan burbujas de plasma. Miles de millones de toneladas de materia a temperaturas inimaginables salen despedidas ante tus ojos y atraviesan tu cuerpo etéreo, mientras sobre el campo magnético del Sol aparecen gigantescos bucles aparentemente aleatorios. Es una escena extraordinaria, cuando menos, y, enardecido por tanta energía, te preguntas qué es lo que le falta a la Tierra para ser tan especial como el Sol. ¿Qué hace de una estrella