El universo en tu mano. Christophe Galfard
abre la puerta y la que aparece en el umbral es tu tía abuela de Sídney.
Junto a ella tiene tres bolsas, las tres llenas de jarrones de cristal. Parece imposible, pero son incluso más feos que los que has querido destrozar en tus experimentos sobre la gravedad.
Sin que le importe en absoluto que estés en la cama, tu tía abuela entra, te da unos cachetitos en la mejilla y te tiende uno de los jarrones con una sonrisa y una mirada comprensiva, consciente de que las palabras serían inútiles para expresar tu alegría ante su sorpresiva visita.
Con el jarrón en las manos, cierras los ojos para mantener la calma y deseas desesperadamente estar en cualquier otro lugar.
Y cuando vuelves a abrirlos, resulta que estás en otro sitio.
Un sitio muy distinto.
En el espacio exterior.
La residencia de vacaciones, los rayos de Sol, la cama, tu tía abuela... Todo ha desaparecido.
Vuelves a estar entre las estrellas, al igual que en la primera parte, pero ahora todo parece mucho más seguro que entonces.
No puedes reprimir una sonrisa de oreja a oreja mientras miras a tu alrededor.
Ni rastro de explosiones inmediatas, ni de una Tierra derretida.
Todas las estrellas están lejos, muy lejos, y todo está en calma.
Flotas en medio de una oscuridad aparentemente infinita, tachonada de luces diminutas.
En la primera parte de este libro, cuando te encontraste en el espacio, eras tan solo una mente. Si descontamos el momento en el que te viste expulsado de un agujero negro, no sentiste nada. Esta vez, sin embargo, vas a experimentar algo diferente. Sigues embarcado en un viaje mental, pero esta vez no has dejado atrás tu cuerpo. Está aquí, envuelto en el manto protector de un traje espacial, y descubre ahora la sensación de la ingravidez.
Es todo tan real que sientes ciertas náuseas, pero te repones pronto y, en algún momento, te das cuenta de que, pese a que tu tía abuela ya no anda cerca, sigues sosteniendo el jarrón que te ha dado hace un momento.
Miras en derredor sonriente, pero no hay nada contra lo que estrellarlo. No hay Tierra. No hay estrella.
Poniendo al mal tiempo buena cara, decides llevar a cabo otro experimento gravitatorio.
Abres la mano, con el brazo extendido, y sueltas el jarrón. Tu percepción es que el jarrón se queda justo donde estaba. Pasa un minuto, y luego otro. Y entonces, de repente, después de que pase otro minuto, un minuto más ha pasado sin que suceda nada.
Aunque puede que el jarrón se te haya acercado un poquito, pero no mucho. No tanto como para mencionarlo.
Al final, harto de contemplar ese adefesio, le das un empujoncito con el dedo y observas cómo se aleja lentamente en lo que parece una línea recta. Hasta nunca, jarrón.
Si no lo hubieras empujado, el jarrón se habría quedado junto a ti. No habría caído. ¿Hacia qué, además? Sin un planeta o una estrella cerca, no existe la noción de arriba o abajo, ni de izquierda o derecha. En el centro de la nada, todas las direcciones son equivalentes. No hay un suelo hacia el que pueda dirigirse el jarrón, a no ser, claro, que tú mismo te conviertas en el suelo. Pero eso sería insultarte, ¿no? Pues... La verdad es que no deberías tomarte las cosas a la tremenda en lo que a la naturaleza se refiere, porque, después de un rato muy largo sin hacer nada, descubres con horror que el jarrón vuelve hacia ti. La gravedad funciona. La gravedad que tú creas.
Pero ahora una idea extraña se abre paso en tu mente: ¿es el jarrón el que se acerca a ti o tú a él? Si tienes que guiarte solo por tu percepción, bien podría ser que el jarrón sea el suelo y tú el que cae hacia él. Por desgracia, no tienes tiempo de profundizar en esa idea, porque justo entonces pasa un asteroide a tu lado y con sus invisibles dedos gravitacionales aferra el jarrón, que para entonces ya estaba muy cerca de ti.
Si alguien te hubiera preguntado, seguramente habrías dicho que, al ser más pesado, tú serías el primero en tocar el suelo del asteroide. Pero no, no es eso lo que sucede. Tú y el jarrón tocáis la superficie del asteroide simultáneamente y, tan pronto tus pies tocan el suelo, agarras inmediatamente aquella malograda obra de arte para estrellarla contra la superficie del asteroide.
Por desgracia, el suelo del asteroide no es tan sólido como el de la Tierra, y el jarrón no se rompe. En lugar de ello, te ves ahora rodeado por una inmensa nube de polvo cósmico... Irritado, vuelves a agarrar el jarrón y lo lanzas con todas tus fuerzas hacia el espacio para librarte de él de una vez por todas. En esta ocasión, piensas, no hay forma de que regrese, y te sientes aliviado cuando lo ves desaparecer a lo lejos, más allá de la nube de polvo, condenado a girar sobre sí mismo por toda la eternidad.
¡Al fin solo!
Ya puedes relajarte, disfrutar de las vistas sin distracciones y pensar cómo experimentar la gravedad en mayor profundidad de lo que nadie ha sido capaz hasta ahora.
Mientras todo esto pasa por tu cabeza, te fijas en que la roca en la que estás de pie ya no se mueve en línea recta. Su trayectoria se ha curvado para dirigirse ahora hacia un mundo oscuro y gélido, un planeta sin estrella, que vaga por la nada en un viaje probablemente infructuoso en busca de un nuevo y luminoso hogar. Después de todo sí que había peligros: lo que pasa es que no los habías visto.
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