El universo en tu mano. Christophe Galfard

El universo en tu mano - Christophe Galfard


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es esta: que de alguna manera somos capaces de comprender la naturaleza, más allá incluso de lo que nuestros sentidos son capaces de explicarnos. Para ello, de ahora en adelante asumiremos que, en condiciones similares, la naturaleza obedece las mismas leyes en cualquier punto del tiempo y el espacio, tanto si somos capaces de verlo como si no, tanto ahora como en el pasado y en el futuro, tanto si conocemos esas leyes como si no. A esto lo llamaremos nuestro primer principio cosmológico. Lo he escrito en negrita porque es importante. Si no diésemos esto por sentado nos bloquearíamos y seríamos incapaces de imaginar lo que sucede en aquellos lugares que no vemos, que son demasiado remotos o están demasiado alejados en el tiempo. Si no hacemos esta asunción, entonces tu amiga podría estar viajando por el tiempo para cazar un suculento dinosaurio.

      En realidad, existen numerosos indicios de que este primer postulado es correcto, al menos en el contexto del universo que vemos a través de nuestros telescopios.

      Pongamos como ejemplo el Sol.

      Sabemos qué partículas emanan de él, las frecuencias de luz que emite y el tipo de energía que irradia. Todas esas cosas las detectamos cuando salen de su superficie y llegan a nuestro planeta. ¿Y qué pasa con otras estrellas más lejanas? ¿Brillan también gracias al mismo tipo de fusión nuclear o son completamente diferentes? ¿Son como un tronco ardiente, rodeado de llamas, o están hechas de plasma, como el Sol? No disponemos de muchos instrumentos para dar respuesta a nuestras preguntas. En realidad, solo tenemos uno: la luz que recibimos de esas estrellas. En ella están, encriptados, muchos de sus secretos, y uno de los que hemos sido capaces de descifrar es que las leyes de la física son iguales en todas partes. Por eso, puesto que la luz es clave para nuestra interpretación del cosmos, vamos a fijarnos un poco en qué es exactamente.

      La luz, también conocida como radiación electromagnética, es algo que podemos concebir como una partícula (un fotón) pero también como una onda. Como veremos más adelante, estas dos descripciones no solo son acertadas, sino que debemos tener en cuenta ambas si queremos comprender nuestro mundo. De momento, sin embargo, bastará con que la veamos como una onda.

      Si queremos describir las olas del océano, nos hacen falta dos cosas: su altura y la distancia entre dos crestas consecutivas. La altura tiene una importancia evidente: sería prudente no reaccionar de la misma manera ante, digamos, una ola de 50 metros que ante otra que solo se alzase dos milímetros sobre el nivel del mar. El principio funciona igual con la luz, y la altura de una onda de luz guarda relación con lo que hemos dado en llamar su intensidad.

      Del mismo modo, existe una diferencia entre las olas del mar espaciadas por varios cientos de metros y aquellas que avanzan muy juntas. Esa distancia recibe el muy apropiado nombre de longitud de onda. Cuanto más larga es, menor es el número de ondas que llegan durante un período de tiempo determinado: esa cifra guarda relación con la frecuencia de la onda. Para entender intuitivamente que, cuanto más corta es la longitud de onda (o más alta la frecuencia), mayor es la cantidad de energía presente, puedes imaginar que estás frente a una presa: mientras que una ola de cinco metros de altura que batiese contra la presa una vez al mes no te preocuparía excesivamente, una parecida que chocase contra la presa diez veces por segundo sí te alarmaría. Lo mismo pasa con la luz: cuanto más corta es la longitud de onda (o más alta la frecuencia), mayor es la cantidad de energía que arrastra la onda.

      Bien: a diferencia de lo que creían nuestros antepasados, nuestros ojos son receptores, y no fuentes, de luz. Y no están hechos para detectar todos los tipos de luz que existen, ni en intensidad ni en longitud de onda. Una fuente lumínica excesivamente potente arrasaría con tus retinas y te dejaría ciego en segundos. Es lo que sucede si miras fijamente el Sol, algunos láseres o cualquier fuente de luz demasiado intensa. Solo podemos ver las ondas de luz que no son ni excesivamente intensas ni demasiado tenues.

      La limitación de nuestros ojos respecto a la longitud de onda es más sutil. A lo largo de los milenios de evolución de nuestros antepasados (y entre ellos incluyo a los que existieron antes de tener forma humana), sus órganos de detección de la luz se adaptaron para ver lo que más necesitaban para sobrevivir. Para hacerse con fruta o detectar la presencia de un tigre de dientes de sable, era más útil ver los colores verde, rojo o amarillo que los rayos X que emitían las estrellas fugaces próximas a distantes agujeros negros. En resumen: nuestros ojos se adaptaron a la luz que más necesitábamos en nuestra vida cotidiana. De haber sido capaces de ver únicamente rayos X, hace tiempo que nos habríamos extinguido.

      Y así, la situación actual es que nuestros ojos tienen un alcance bastante limitado, si consideramos todos los tipos de luz natural que existen. Pero eso al universo le da igual. Está lleno de todas esas luces. Una vez más hemos encontrado un nombre muy apropiado para esas luces que podemos ver (luces visibles) y a determinados grupos de ellas les hemos dado incluso nombres individuales: los colores. La distinción entre un color y otro a veces parece arbitraria, pero existe una definición matemática muy precisa, basada en su longitud de onda.

      Es un hecho que los ojos de otros animales han evolucionado de manera distinta y que algunos son capaces de ver luces que escapan ligeramente a lo que los humanos somos capaces de percibir. Las serpientes, por ejemplo, tienen visión infrarroja y algunas aves pueden detectar la luz ultravioleta, dos ejemplos de ondas que escapan a la capacidad de nuestros ojos.* Pero ningún animal ha construido instrumentos para detectarlas todas. Excepto nosotros. Y eso se nos da bastante bien.

      Ordenadas de menor a mayor grado de energía, las luces que nos rodean son: las ondas de radio, las microondas, la luz infrarroja, la luz visible, la luz ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma. Las ondas de radio tienen una longitud de onda muy larga, entre 1 metro y 100.000 kilómetros o más entre onda y onda, y en el caso de los rayos gamma la longitud de onda es inferior a la milmillonésima parte de un milímetro, pero todas son luz. Y todos los telescopios construidos hasta ahora han sido diseñados para captarlas, independientemente de su procedencia e intensidad, para dejar que nos asomemos al universo a través de las distintas ventanas que nos abre nuestra tecnología. Cuando contemplas el cielo, tanto si es a simple vista o a través de un telescopio, estás capturando y procesando ondas de luz emitidas en el espacio exterior por una fuente remota. Como te dije anteriormente, durante la primera parte de este libro viajaste a través de una reconstrucción tridimensional de todas esas imágenes que hemos ido registrando y comunicando. Sin embargo, puede que en ese momento no te dieses cuenta de que, si bien emprendiste un viaje a través del espacio, también lo fue a través del tiempo, ya que la luz no se desplaza instantáneamente.

      Mira, esa es una pregunta interesante, aunque un tanto deprimente, que quizá te hagan tus amigos de la isla tropical: ¿verdad que todos, en algún momento u otro de una cena u otro acontecimiento social, hemos oído decir que las estrellas que vemos en el firmamento están todas extinguidas?

      ¿Es eso cierto? ¿Están muertas las estrellas?

      Pues... No. No lo están. Al menos no todas.

      Ahora lo veremos.

      Vamos a suponer que una de tus tías abuelas, una pariente lejana a la que le gusta regalar jarrones espantosos a todo el mundo por Navidad, vive en Australia, concretamente en Sídney. Siendo como es una mujer chapada a la antigua, nunca manda noticias de sí misma a nadie excepto el día de su cumpleaños, en enero, cuando le envía a todo el mundo una foto de sí misma junto al buzón en el que está a punto de meter la foto. En el reverso de la postal escribe siempre lo mismo:

      Hoy es mi cumpleaños.

      Me encantaría oír tu voz.

      Tu tía que te quiere.

      Posdata: espero que te gustase el jarrón que te envié.

      El problema está en que cada año te prometes que te acordarás de ella, pero no lo haces, y, como sucede siempre, cuando recibes la postal para ella ya no es hoy. Puede que ni siquiera sea enero. Y, como siempre, cruzas los dedos esperando que no se haya pasado el día entero junto al teléfono...

      En cualquier caso, lo importante en esta historia es que es muy poco probable que la foto que se sacó a sí misma antes de enviar la postal, esa foto que


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