Mi obsesión. Angy Skay

Mi obsesión - Angy Skay


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codazo, y por un «¡Auch!» que salió de sus labios, media mesa nos miró, incluido Edgar. Llevaba una camisa celeste con coderas de distintas formas. Se había remangado las mangas hasta media altura, luciendo tan endemoniadamente sexy como de costumbre. Nuestros ojos se encontraron, y no pude evitar apartarlos al sentir que me quemaban.

      —Bien, gracias por venir a todos y darnos un poco de vuestro tiempo a mi socio —lo señaló— y a mí. El motivo de esta reunión será muy breve, pero queremos daros diez razones por las que vuestros clientes deben visitar esta nueva cadena.

      Tras eso, Edgar tiró de una pequeña cortina que tenía a su lado, y de esa manera sus bíceps se apretaron más de lo normal a su camisa, provocando que varias de las mujeres que había en la sala suspirasen ruidosamente. Sin poder evitarlo, las mire mal. Rectifiqué de inmediato mi actitud, que no pasó inadvertida para Luke, instante en el que me pregunté a mí misma por qué coño pensaba de esa manera tan posesiva.

      Él no era nada mío.

      Durante la reunión, Edgar permaneció sumido en sus pensamientos, sin decir ni una sola palabra. Golpeó con su bolígrafo el papel blanco que tenía, y de vez en cuando sentí cómo me buscaba con la mirada, pero no era capaz de apartar los ojos de la pantalla por temor a deshacerme ante él como una auténtica gilipollas.

      Nunca salimos a cenar juntos ni al cine o simplemente a dar un paseo, y me amoldé a eso. Me amoldé a lo que me daba. Me encantaban nuestros encuentros arrebatados en su despacho, me apasionaban las noches en las que llamaba a mi puerta sin esperarlo o quedábamos en cualquier hotel para recurrir a nuestras perversiones más oscuras. Sin embargo, mirándolo desde el punto de vista de una idiota enamorada, como lo era yo, no había nada más. No podía aspirar a nada más. Y al principio me dio igual, porque ambos solo buscábamos complacernos, pero con el tiempo la cosa se torció, para mi maltrecho corazón.

      La mujer de Edgar, Morgana, era una persona a la que nunca podría alcanzar. Lo que más rabia me dio durante todo ese tiempo fueron los momentos que ella me robó de manera inconsciente, aunque también sabía que Edgar era un mujeriego y que jamás le había sido fiel a la madre de sus hijos. Y muchas veces me cuestionaba si eso era lo que en realidad había querido para mí en un futuro. Quizá no, pero en aquellos entonces me consideré la persona más feliz del mundo, porque en la intimidad era otro. Cuando estábamos solos no gruñía, no imponía, solo se dejaba manejar al antojo de una rubia alocada o al revés. Solo pensar en aquello ocasionó que me revolviese incómoda en la silla.

      Elevé mis ojos desde el punto fijo en el que los mantenía al escuchar la voz de Lincón volver de aquella lejanía inventada:

      —Espero que, por lo menos, todo esto os haya convencido. Edgar está poco participativo hoy. —Intentó gastar una broma que el hombre del final de la mesa ignoró.

      Uno por uno, nos despedimos con un gesto agradable, y yo me marché sin haberme enterado de la mitad de la reunión porque, aunque había estado pendiente de la pantalla, mis pensamientos estuvieron funcionando a mil por hora. Esperé mi turno para estrecharle la mano, y Luke me dijo:

      —Nos vemos en la entrada. Porque vas a visitar Roma, ¿no?

      Asentí y él imitó mi gesto. Cuando el señor Lincón se quedó libre, traté de avanzar hacia él, pero sentí una mano posarse en mi cintura. Bajé los ojos sin girarme, sabiendo de quién se trataba. Por su perfume, podría reconocerlo a cien millas.

      Controló mi cuerpo y mis pasos a su antojo, llevándome hasta el final de la sala, y nos quedemos escondidos tras la enorme pantalla que se desplegaba en la pared. Alzó su dedo y me ordenó silencio, hasta que la sala entera se vació y su socio apagó las luces. Temblorosa y con las pulsaciones revolucionadas, sus devastadores ojos me devoraron hasta tal punto que pensé que el corazón se me paralizaría causándome una muerte repentina. Entreabrió sus labios, respirando con dificultad. Sus manos paseaban alegremente por su rostro en señal de desesperación. Y yo morí por ser esas manos.

      Todos los días.

      A todas horas.

      —No puedes amarme —me anunció de repente, tan firme como una roca—. No puedes ni siquiera quererme.

      Mi lengua murió y, con ella, todas las contestaciones posibles que pudiera darle. Lo observé, sin mostrar ningún gesto de emoción. «No puedes amarme», me repetí mentalmente. ¿Y quién era él para controlar mis pensamientos y la voluntad de mi corazón?

      Asentí sin saber qué hacer, y al ser consciente de que daba un solo paso hacia mí, un escalofrío me recorrió. No podía dejar de observarlo: su pelo negro perfectamente peinado, su barba de varios días exquisitamente recortada y aquella camisa junto a los pantalones del traje… No tenía palabras para describir el impacto que producía en mí.

      —Y tampoco puedes abandonarme —aseveró con determinación.

      Otro paso más.

      Y otro.

      Tragué el nudo de mi garganta mientras lo contemplaba con fijeza. Delineó mi mentón con sus dedos perdido en otra parte, pero no en aquella sala. Perdido en mi boca, en mi nariz, en mis labios, pero no allí. No conmigo. Acercó su rostro a mi cuello de esa manera tan particular que tenía de volverme loca: aspirando mi aroma y haciendo que miles de sensaciones recorrieran mi cuerpo por su simple tacto.

      —Dímelo… —me suplicó en un susurro.

      No podía. No podía dejarme llevar por él, pero tampoco era capaz de detenerlo, de marcharme de allí sin mirar atrás. ¿Por qué veía aquella puta necesidad en esos ojos tan bonitos? ¿Por qué no luchaba más por apartarme de él? «Porque en realidad no quieres». Y mi batalla se vio interrumpida por su ronca voz:

      —Enma… Dímelo —me pidió, esa vez de manera más firme, rozando con su nariz mi cuello.

      Se apartó escasos milímetros para buscar mi boca, aunque también encontró mis ojos anegados de lágrimas. Sin saber por qué motivo lo hice, mi lengua avanzó antes que mi mente:

      —De rodillas.

      Y sin más, el todopoderoso Edgar Warren cayó rendido a mis pies.

      La respiración se me cortó.

      Mis manos comenzaron a sudar y mis piernas flaquearon. Posé mis ojos en el hombre que tenía arrodillado frente a mí, subí la mano y agarré su pelo con fuerza para que me mirase. Lo hizo, y comprobé que su pecho subía y bajaba a una velocidad de vértigo con mi simple contacto. Tiré de él hacia atrás con firmeza, apretando mis dientes y maldiciéndome por ser tan vulnerable.

      Sus manos descansaban a ambos lados de sus piernas arrodilladas y su pecho casi podía rozar mi vientre. Observé su boca entreabrirse lo suficiente, buscando ese aire que parecía no querer llegar. En ese instante sentí que quemaba, que me arrebataba la poca voluntad, y el deseo irrefrenable por él explotó como un volcán lleno de lava. Agaché mi rostro hasta pegarlo al suyo, lo miré directamente a los ojos y pude contemplar la necesidad que tenía de mí. Después, junté mi frente con la suya y exhalé un fuerte suspiro que me rompió en dos mientras cerraba los ojos, disfrutando de esa sensación de tener lo que has anhelado durante tanto tiempo.

      Rocé sus labios con los míos en varias ocasiones, de manera muy suave y fugaz, lo que provocó que un ronco gruñido saliera de su garganta porque no permití que llegase a besarme del todo. Y ese fue el último empujón que me faltó para lanzarme a sus brazos como si fuese mi salvavidas.

      —Tócame —le ordené.

      Sus grandes manos aprisionaron mi cuerpo y lo abrazaron por completo, de manera que caí encima de él con las rodillas a ambos lados, quedándome a horcajadas sobre su cuerpo. Con sus manos bordeó mi rostro, y con uno de sus dedos bajó por el filo de los botones de mi camisa, tocando mi piel por encima de la tela. Mi pecho se oprimió por el contacto. Sus ojos ascendieron hasta encontrarse con los míos y sus malditos labios


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