Mi obsesión. Angy Skay
están los dueños del barco?
Traté de no darle importancia a la pregunta. Con la mano que sostenía su nueva copa, señaló hacia uno de los escenarios, en el que encontré a Lincón con tres mujeres. Una de ellas estaba de rodillas metiéndose su pequeña polla en la garganta. Otra se masturbaba con un consolador frente a él, en cuclillas, y la última se colgaba de una tela, dejando que el hombre la devorase. La simple imagen me produjo un daño cerebral difícil de olvidar. No soportaba a ese hombre, y mucho menos lo hacía viéndolo desnudo.
—Ahí solo hay uno —me aseguró como si nada.
Y no me extrañó que la fiesta fuese privada… Las mujeres se paseaban sin ropa con las bandejas en las manos. Los hombres hacían lo mismo y en las mismas condiciones. Algunos llevaban complementos de cuero, otros de purpurina, y así un sinfín de cosas que no me dio tiempo a contemplar bajo la tenue luz de las distintas zonas.
El público observaba expectante los diversos espectáculos que se realizaban en la sala. Al lado de Lincón, dos mujeres se masturbaban ante la mirada de varios hombres que se encontraban apoyados en el filo del escenario lleno de luces de neón, lanzándoles billetes o metiéndoselos entre la tela del tanga y su piel. Cerca de ellas, dos hombres arremetían duras embestidas contra una mujer con los ojos vendados y las manos atadas a una silla. En la última que faltaba, una chica demasiado joven, bajo mi punto de vista, se desnudaba contoneando sus caderas al son de la música, excesivamente alta.
—Creo que el otro está en el reservado cuatro. —Lo miré sin haberlo escuchado bien y sonrió, deseando comerme de pies a cabeza—. Allí.
Señaló con el dedo unas cortinas que se encontraban en la otra parte de la estancia, separadas de la sala principal por cuatro escalones de color rojo y negro; imaginé que para diferenciar la zona reservada de las demás.
Sentí que mi estómago se agitaba y mi cuerpo temblaba de los nervios.
—Si me disculpas un momento, voy a los aseos y ahora mismo vuelvo.
Le hice un gesto con la mano, sonriendo como una idiota. Se confió, así que sentó en una de las butacas frente a Lincón. Con paso acelerado, me encaminé hacia las cortinas rojas del reservado número cuatro.
Detuve mis pies al ver salir del interior a un hombre robusto con pinta de matón. Comprobé las alternativas que tenía para colarme, pero no atiné con ninguna cuando vi que se quedaba quieto frente a la única entrada por la que podía acceder. Pensé durante unos segundos en un plan suicida. No me quedaban más opciones, por lo que, tras echar un leve vistazo hacia atrás para verificar que mi acompañante no me había seguido, anduve hacia el mastodonte.
Tal y como pensaba, el matón —porque ya lo había bautizado así— posó su mano en mi hombro y negó con la cabeza. Observé la distancia para llegar, y con solo dos zancadas más estaría dentro.
—El señor Warren me ha llamado —le aseguré con tono firme.
—El señor Warren no está aquí. —Su tono no fue para nada amigable. Ni siquiera se dignó a mirarme.
—Eso no es cierto. Sé que está aquí —añadí mordaz.
—Pues no tengo constancia de que alguien haya quedado con él —dictaminó con rudeza.
Resoplé, y cuando me giré solo un poco para despistarlo, esquivé su mano y conseguí llegar a las putas cortinas rojas que me separaban de él. ¿Por qué tanta seguridad?
Porque cuando las abrí lo entendí todo.
Todo.
Mis ojos se posaron en su mano, que sostenía una pequeña tarjeta para rejuntar lo que supuse que sería coca, esparcida por la mesa. Con la otra amontonaba el polvo blanquecino que se salía del espacio rectangular que él creaba.
Cinco mujeres se contoneaban alrededor de él. Una de ellas lo sobaba de arriba abajo, en su lado izquierdo, y las otras tres se daban el festín lamiéndose las unas a las otras, creando una cadena de lujuria sobre el largo sillón rojo. La que tocaba con lascivia por encima de la ropa a Edgar se agachó para introducirse la droga por la nariz y después se tocó su sexo, llevando luego sus impregnados dedos llenos de flujos hacia la boca de la otra mujer, que se encontraba tumbada para que los chupara. Él tenía la camisa con unos cuantos botones desabrochados, las mangas en los antebrazos y la concentración fija en su asquerosa tarea.
Elevó sus ojos hasta toparse con los míos circunspectos, momento en el que el matón me sujetó de la cintura y me sacó a rastras de allí. Me revolví como una lagartija, siendo incapaz de soltarme de sus fuertes brazos tatuados, chillando para que me bajase. Con el sonido de la música tan alto y la gente tan pendiente de los espectáculos, nadie se dio cuenta de la que se había montado en un segundo. Edgar se levantó y extendió su mano hacia el hombre que me sostenía mientras yo pataleaba como una descosida.
—Suéltala —le ordenó.
El tipo me observó con desprecio al obedecer. Me arreglé el vestido como pude y lo aniquilé con la mirada. Edgar me miró sin saber qué hacer; lo pude notar en sus ojos histéricos y rojos, que se fijaban en mí y después volvían a la droga. Di un paso firme hacia el reservado, cerré las cortinas con un fuerte movimiento de mis brazos cuando entró y le lancé una mirada a las cinco mujeres que había para que se marchasen. Cuando desaparecieron, lo contemplé con asco.
—¿Qué cojones haces?
No me contestó. Pasó por mi lado sin inmutarse, se sentó como si oyera llover y de nuevo cogió la maldita tarjeta para rejuntar la droga ante mi mirada confusa y acusatoria, la misma que él ignoró cuando volcó toda su atención en el polvito.
—¿Qué haces aquí, Enma?
La pregunta sin venir a cuento me crispó al ver cómo me ignoraba. Sin pensármelo, pasé una mano por la mesa con fuerza, tirando todo el contenido al suelo. Abrió los ojos de par en par, tratando de retener en la mesa lo poco que quedaba.
—¡¿Qué coño estás haciendo?! —me gritó como un demente. Acto seguido, se levantó del sofá de manera abrupta.
—¡¿Por qué estás metiéndote esta mierda?! —le pregunté en el mismo tono, señalando el suelo.
Arrastré mis pies varias veces por la losa, queriendo eliminar cualquier rastro de aquel veneno. Seguía observándome desencajado.
—¡¿Estás loca?!
Pero no. El loco era él, o por lo menos eso me pareció. La mesa tembló y mi mano también por el gran palmetazo que di sobre ella.
—¡¡¡Contéstame!!! —le exigí.
—¡¿Qué quieres que te conteste?! —vociferó, fuera de sí.
Se acercó como un diablo enloquecido, pero no consiguió intimidarme. Apreté mi mandíbula y dirigí mis ojos hacia los suyos de manera temeraria.
—¿Desde cuándo te metes esto?
Se frotó la cara varias veces, seguido de los ojos, y dio dos pasos para bordear la mesa y llegar hasta mí. Se alzó amenazante, pero en ningún momento se me ocurrió bajar la mirada con miedo, aunque en el fondo estaba temblando como una hoja.
—¿Con qué derecho has hecho eso? —me escupió con rabia.
—Con el derecho que me dé la gana. —Recalqué lo último, sílaba por sílaba, pegando mi rostro prácticamente al suyo.
Sentí su respiración feroz en mi cara, y sus ojos recayeron sobre mí, echando humo. Elevó su dedo índice para apuntarme directamente a la cara, pero antes de que pudiera decir ni una sola palabra, le propiné un manotazo que provocó que se moviera una milésima. Bufó como un toro, y al intentar levantar de nuevo la mano, elevé la mía para repetir el gesto. La sujetó con una fuerza desmedida.
—No vuelvas a darme un manotazo de esa manera —gruñó.