Muerte en el barro. Miguel Ángel Císcar
valor. De un portazo dejamos atrás nuestra casa en la Plaza del Pilar y corrimos buscando la seguridad del apartamento de mis abuelos maternos en la calle Játiva, justo frente a la estación del Norte. En las calles veíamos carreras y algunos soldados parecían vagar sin rumbo con una mezcla de desasosiego y resignada aceptación.
Cuando al fin llegamos cargados con los bártulos, todos nos abrazaron y mi abuela me besuqueó con fuerza las mejillas. También estaba mi tía Patri que vivía con ellos en ausencia de su marido, Emilio, el hermano mayor de mi madre.
El tío Emilio se empezaba a labrar un nombre en Valencia como abogado, y toda la familia reconocía lo bien que había sabido jugar sus cartas, sobre todo en contraste con mi padre, al que por unanimidad presagiaban un futuro nefasto. Mi tío adquirió cierta relevancia al ser uno de los falangistas que, pistola en mano, asaltaron la emisora de Unión Radio Valencia una semana antes del golpe de estado de Franco. Junto a sus camaradas, unos auténticos chiflados según mi padre, soltaron una soflama por las ondas en la que apoyaban sin medias tintas la sublevación militar. Al día siguiente tuvo que escapar cagando leches de Valencia y permanecer escondido durante meses hasta que pudo pasar con garantías a zona nacional.
Al poco de llegar todos se interesaron por el paradero de mi padre, «el pobre Julián», le llamaban sin miramiento. Mi madre, consternada, explicó que nada sabíamos de él. Compasivamente dejaron aparcado el tema.
Visité el cuarto de baño, que era el doble de amplio que el de nuestra casa. A mí me parecía muy lujoso por la grifería dorada y los baldosines blancos que llegaban hasta el techo y en los que reverberaba la luz anaranjada de las lamparitas de pared. Cuando volví, mi madre, mi tía y mis abuelos estaban sentados en semicírculo utilizando las sillas y sofás del comedor. Cuchicheaban las noticias que les había hecho llegar mi tío a través de un quintacolumnista de confianza. Costaba escuchar la conversación.
Las tropas de Franco estaban ya a las puertas de la ciudad, y había un mensaje muy claro para mi madre y para mí: nada de intentar huir o esconderse, había que tener la cabeza muy alta y cuando mi tío entrara en Valencia, quería vernos allí, en las primeras filas recibiendo a las tropas nacionales. En cuanto a lo de mi padre el mensaje era más ambiguo. Si lo localizaban o aparecía, intentaría ver que se podía hacer por él, si es que se podía hacer algo.
Así pues, allí estábamos mi madre y yo apiñados entre la multitud que se apelotonaba a dos bandas formando un amplio pasillo delante del ayuntamiento. Olíamos la murta que tapizaba el suelo. Desfilaban las tropas marcialmente, sonrientes con sus uniformes caqui, algunos con camisas azules y boinas rojas, las banderas al viento y los fusiles al hombro. También marchaban las temidas huestes moras. La barahúnda de gritos nos ensordecía. No cesaban de pasar tanques en formación y camiones cargados de soldados hasta los topes. Una escuadrilla de aviones sobrevoló la plaza y el gentío al unísono levantó la vista al cielo.
Mi madre bramaba brazo en alto: «franco, franco», acompasando sus vivas a los de la muchedumbre. La observé de refilón y vi las lágrimas que corrían por su cara mientras chillaba enfebrecida. Dos goterones brillantes. Al reconocer su miedo y desconsuelo una congoja me oprimió la garganta. Yo también levanté el brazo y me uní al griterío.
Más tarde nos diría el tío Emilio que mi padre había sido hecho prisionero junto al resto de su compañía cerca de Segorbe, y esa misma mañana lo habían trasladado a la plaza de toros. Allí quedó preso, a muy escasos metros de donde nosotros recibíamos a las tropas y vitoreábamos al Caudillo.
3
El coche policial avanzaba zigzagueando entre camiones repletos de escombros. Alrededor del ayuntamiento los soldados del Regimiento Guadalajara paleaban sin descanso mientras las excavadoras apilaban el barro en las orillas de la calzada.
A la altura de la Plaza de San Agustín bordearon colas de mujeres y niños que acopiaban agua potable de los camiones cuba. La gente recelaba del agua turbia que borboteaba de los grifos. Un White del ejército cargado con sacos de pan obstaculizó la marcha del fiat. Los inspectores observaron a los quintos en la caja del camión dando buena cuenta de las barras a palo seco.
—Ha pasado una semana y todo sigue manga por hombro —refunfuñó Sánchez nervioso al no poder adelantar al camión. Subió la ventanilla para mitigar el tufo a cieno y desagüe—. Faltaba esta peste a barro que se me clava en el cerebro.
Miró de soslayo a Galán, que repasaba el listado de difuntos y desaparecidos. Algunos cadáveres aparecían en lugares insospechados, ocultos bajo el lodo y la escoria. En los poblados marítimos lo frecuente era encontrarlos varados en la arena de la playa, hinchados y mecidos por las olas.
—No estés tan callado y ve contándome. ¿Pone algo del fiambre que vamos a visitar?
—Poca cosa. La familia denunció al día siguiente de la riada, la mañana del martes 15 de octubre; esperarían el primer día y al ver que no volvía... Hay un informe de los municipales —expuso Galán mientras ojeaba la documentación—. Lo encontraron los bomberos el jueves, desescombrando un derrumbe de un edificio en la calle Baja; estaba sepultado en el interior de un vehículo, un Renault 4 cv matriculado en Valencia.
—¿Y nadie lo identificó?
—Parece que no. Lo llevaron directamente al depósito judicial del Hospital Provincial. El caso es que a estas alturas la familia todavía no sabe nada.
—Y nos toca dar la buena nueva.
—Para no perder la costumbre… —apuntó lacónico Galán. Sintió calor en el interior del coche y bajó unos dedos la ventanilla
Al llegar al antiguo hospital aparcaron sobre la acera. Cruzaron el pórtico gótico y circundaron el vetusto edificio de dos plantas hasta el depósito de cadáveres. Familias con ropas oscuras y rostros devastados miraron de reojo el paso de los policías.
Traspasada la puerta de la morgue les golpeó un penetrante olor a formol. En el pasillo se cruzaron con un celador que, indiferente, transportaba un cuerpo tapado con una sábana. Sánchez bajó la vista al suelo de baldosas ajedrezadas.
—No te encantes y abrevia con tu amigo Aparisi —susurró Sánchez secándose la frente—. Ya sabes la dentera que me dan estos sitios.
En la amplia sala de autopsias descubrieron al ojito derecho de Leopoldo López, el catedrático de Medicina Legal. Aparisi resultaba inconfundible: el pelo alborotado en torno a sus orejas, flaco como un palo y su eterno pitillo colgado del labio. La bata anudada a la espalda le llegaba a los pies y las gafas de pasta le resbalaban peligrosamente por el puente de la nariz. Examinaba a una mujer cuarentona, abotargada y azul, probablemente hallada en la desembocadura del Turia. A su lado, en las mesas de mármol, yacían tres cuerpos tapados con sábanas. Estaban etiquetados con papel de estraza unido al dedo del pie con bramante. En un lateral las neveras albergaban más víctimas. Todavía no habían retirado los generadores que el ejército suministró para evitar la descomposición ante la falta de electricidad.
Galán coincidió por primera vez con Aparisi a mediados de los años cuarenta al pasar por la Escuela General de Policía en Madrid. En Valencia habían colaborado en varios casos de mucho relumbrón mediático. Al comienzo trabajaron en el asesinato del Cine Oriente y hacía solo unos meses en el caso de Pilar Prades, la envenenadora de Valencia. El forense, contra todo pronóstico, había encontrado restos de mata-hormigas en el cadáver exhumado de una de las víctimas de la envenenadora. Tanto el nombre de Galán como el de Aparisi aparecieron en las páginas de El Caso, aumentando de inmediato su popularidad y las consiguientes envidias de algunos compañeros del cuerpo.
—Si rebuscas a fondo seguro que también encuentras «Diluvión» —apuntó sarcástico Galán, refiriéndose al veneno utilizado por la criada asesina. Aparisi se recolocó las gafas sobre el entrecejo y desvió la vista hacia la pareja de policías.
—Tan ocurrente como de costumbre. Veo que os han agraciado con este nuevo caso —dijo quitándose los guantes de látex y dándoles la mano. Los inspectores la chocaron aprensivos.
—Estábamos locos por volver a verte. Bueno…